Era una cálida noche de esas en las que las estrellas se visten muy brillantes y la luna pasea alegremente por la ciudad.
En su cuarto, Beto, ya con sus dientes limpios y su pijama puesto, no se podía dormir. Entonces empezó a contar ovejas; “una oveja, dos ovejas, tres ovejas…” hasta que tuvo 133, pero estas empezaron a balar y con ese ruido… Así que cerró los ojos para ver si se acordaba en dónde había dejado su sueño esa mañana al levantarse.
Como no recordó nada, se levantó de un brinco y comenzó a buscar por todo el cuarto: debajo de la cama, en los cajones de su mesita de noche o colgado en la cortina; miró hasta en el último rincón, pero no lo encontró.
Pensó que tal vez estaría enredado en las medias sucias o doblado bajo su ropa limpia. Pero allí tampoco estaba su sueño.
Después fue al cuarto de sus padres y les preguntó que si no habían visto su sueño por ahí. Con la boca entre abierta y los ojos cerrados ellos le dijeron que ya era tarde, que fuera a su cuarto y se acostara a dormir.
Beto volvió a su cuarto un poco triste y pensó que si su sueño tenía frío tal vez se había atorado en la chimenea intentando calentarse o de pronto estaría escondió detrás del gran sofá de la sala asustado por la luz del día. Pero al buscar allí, tampoco lo encontró.
Subió corriendo a su cuarto, se puso el saco de lana que le había tejido su tía, tomó su mochila y salio a buscarlo afuera de la casa.
Primero fue al parque y aprovechó que no estaba Gigo, el niño de quinto grado que nunca lo dejaba jugar, y se tiró por el resbaladero, se balanceó en el columpio, se colgó del pasamanos y brincó en la montaña de arena. Pero su sueño no había ido al parque a jugar como él.
Luego cruzó por la parada del bus, pero tampoco lo encontró en aquel lugar. Se sentó en la acera y se quedo mirando al piso, intentando imaginarse para dónde había cogido su sueño. De pronto vio algo negro, como un pan, pero negro. Se acercó y recogió una piedra redonda muy bonita. Y como si ahora tuviera un poder mágico, Beto se fue a buscar su sueño, en otras partes.
Al llegar a las montañas Beto se encontró con el arco iris, que estaba bailando con unas mariposas. Allí reposó sobre la rama de un árbol para disfrutar de esa danza de colores, cuando de pronto llegó un viento algo travieso y se pusieron a jugar hasta que se acordó de su extraviado sueño. Beto se despidió de su nuevo amigo y continuó caminando hasta llegar al río en donde vio un sapo que se fue brincando antes de que pudiera preguntarle algo.
Después de un rato Beto se imaginó que su sueño estaba muy cansado y se había ido de vacaciones y empezó a caminar hasta el mar. De paso vio la cabaña en donde vivía el sol y pensó en ir a despertarlo, pero le dio pereza y siguió hasta llegar al mar. Allí empezó a mirar debajo de las almendras, dentro de las conchas de los caracoles y en medio de las palmeras, por si acaso se estaba comiendo un coco, pero tampoco lo encontró esta vez.
Beto ya estaba cansado de buscar por todo lado y no encontrar su sueño, pero antes de que decidiera irse se le acercó una ola y le dijo que en el fondo del océano vivía el señor de las quimeras; si Beto había perdido su sueño, aquel hombre tal vez podría prestarle uno.
Beto empezó a nadar y a nadar, a sumergirse y sumergirse, hasta que llegó al sitio que le había indicado la ola. Pero no había más que rocas y una extraña boca de fuego. De cuando surgió un fuerte remolino, tan fuerte, que casi se traga a Beto.
Después emergió del fondo del remolino una sombra apoyada sobre un bastón de piedra azul. Sí, era el señor de las quimeras.
Beto, asombrado por la divinidad de aquella figura, le contó su historia y le pidió prestado un sueño mientras encontraba el suyo. El hombre, o más bien la sombra, le dijo con una voz suave y llena de compasión que él no podía ayudarlo, que no tenía sueño alguno que le pudiera prestar. Le explicó que si quería su sueño, tendría que buscar de nuevo, desde el principio.
Desconsolado, Beto se dejo llevar por las corrientes del mar hasta la playa, cabizbajo y triste ojeó un cangrejo disfrazado de reloj y se puso a llorar. Subió por la montaña, llegó a la ciudad, cruzó por calles y parques hasta que llegó a su casa. Gateó por las escaleras hasta el cuarto, cerró fuertemente la puerta y cayó suavemente sobre su cama como si fuera una pluma.
Beto se golpeó con algo en la cabeza, se sobó y miró bajo la almohada y allí estaba. Su sueño, su tan anhelado y esquivo sueño estaba envuelto en algodón junto a 133 ovejas que pastaban en una nube. Lo abrazó fuertemente, sonrió con un suspiro, abrió los ojos y escucho una maternal voz que le decía: “¡Beto, baja ya a desayunar!". |