Al tratar de escribir unos hai–kus, descubrí que éstos no existían en mi diccionario. Sin embargo, encontré a un paisano que se les parecía, el hai–kai: poema japonés de 17 sílabas repartidas en tres versos, dos pentasílabos y uno heptasílabo.
Como estos japoneses estaban en chino no pude darles vida. Nada se perdió, ya son muchos orientales en el planeta.
Todavía me acuerdo de la China Wong, una mujer regordeta, que vendía tamales en los muelles. Grande y redonda, sudaba copiosamente mientras carraspeaba y escupía para aclararse la voz. –¡Traigo barbones, de puerco y de pollo, vengan por su tamalito! –gritaba la China.
De grandes dimensiones, asombraba a los chamacos cuando se inclinaba para despachar, al exhibir sin pudor a través del escote, unas enormes tetas, suficientes para alimentar a todos los niños de la calle de todo el tercer mundo. También sus impresionantes nalgas provocaban pasiones encontradas. La falda, apretada a sus desbordantes caderas, amenazaba con romperse cada vez que se movía, por pequeño que fuera el movimiento. De ojos rasgados, fina nariz, casi chata, y labios carnosos, era no sólo la fantasía de todos los plebes, sino la perversión más oculta de quienes la conocían y que por vergüenza no se atrevían a confesar sus deseos.
Sin embargo, no eran sus carnes, ni el oloroso sudor de sus tamales, lo que le distinguía. La China era famosa por la facilidad con que se reía hasta estallar en sonoras carcajadas. No podía detenerse; no le importaba poner a temblar su gelatinoso cuerpo cuando se quebraba con lágrimas en los ojos ante la menor provocación. Luego luego se veían sus intenciones, no las maliciaba. Quería que todos le vieran las incrustaciones de oro que coronaban sus molares o enmarcaban sus caninos y sus incisivos.
Es bien sabido que sólo los jodidos no tienen oro ni en los dientes, y a la gorda le interesaba que todos le vieran la riqueza que celosamente guardaba en sus negras y profundas fauces.
–Aquí está, mi mayor tesoro, para el que quiera colgarse de mis carnes. Mi hocico a cambio de cariño ¿quién da más? –gritaba provocadora.
Muchos habían intentado acercarse a ella con aparentes fines amorosos, pero, en cuanto los sorprendía mirándole la dentadura los mandaba a volar. Hubo incluso quien quiso arrancarle una pepita del amarillo metal con furiosos lenguetasos. –A la chingada –grito la China–, vete a lamerle el culo a tu madre.
Sin embargo, no todo era tan claro. Algunos sabían que si la China se mostraba toda, así descaradamente, sin inhibiciones, era para desviar la atención y guardar su mayor secreto. En su hato de tamales, había algunos que en lugar de estar rellenos de camarón, puerco o pollo, estaban cargados con droga de todo tipo: mota, coca, éxtasis, cristal, goma, morfina, heroína, pastas, hongos, y hasta esteroides para los deportistas.
Por esta razón, una gran cantidad de personas se apostaban frente a su carreta todas las mañanas, y como la gente veía que de todos los rincones urbanos y de todos los niveles sociales iban a comprarle, pronto empezó a correr el rumor de que no había mejores tamales en el puerto que los de la China Wong. Entre sus clientes más importantes se encontraban los Hernández, familia de mafiosos disfrazados de armadores y dirigentes empresariales; el Nando y el Checo, juniors de rancio abolengo dedicados a la pesca y a la quema; Doña Marina, primera dama del ayuntamiento y de todo el cabildo; el padre Ambriz, tutor de varias generaciones y degeneraciones; Panchito Tostado, viejo cantinero y transvesti; Don Tulio Madera, distinguido homosexual representante de la aristocracia porteña; la Pita, el Tucán, los Osasuna, los Oroppel, en fin, todos iban por allí.
La China ya sabía lo que cada uno de ellos buscaba, y sin demora despachaba la venta para evitar sorpresas. Todos le estaban agradecidos. Era una puchadora confiable.
Tanto creció la fama de sus tamales que tuvo que emplear a un pequeño ejército de cocineras y ayudantes para producir la cantidad que la gente demandaba día con día. Barbones, de puerco y de pollo formaban parte ya de la dieta marismeña.
Sin embargo, la demanda de los tamales especiales también aumentó y eso no podía resolverlo tan fácilmente. Esas empanadas las tenía que preparar ella misma, y ya no se daba abasto con tanto trabajo. Además, le empezaron a fallar los proveedores; le subieron la tarifa los de la procu; le cobraban una mayor comisión sus compas del ejército; la municipal, los bomberos, laboratoristas, agrónomos, mulos, bueyes y otras especies involucradas en el negocio, exigían que aumentara sus ganancias.
La otrora risueña gorda, se había convertido en una aburrida y desesperanzada mujer. Ya no mostraba sus encantadoras incrustaciones, ni sangoloteaba su cuerpo para atraer las miradas lúbricas de hombres y mujeres. Había dejado de ser la China de la fantasía colectiva, para incorporarse al esclavizante mundo del libre mercado: de la China popular a la China capitalista. La transformación se dio poco a poco. La alegría contagiosa que le daba una apariencia de cachondez prometedora, se convirtió en una pesada figura, contrita y amargada. Sus movimientos habían dejado de ser sensuales: del contoneo a la contorción; de la provocación al cansancio.
Al notar sus debilidades, la competencia se hizo cada vez mayor y empezó a perder clientes. Allá por la zonaja, el Chaflán ofrecía las mejores hamburguesas gratinadas, con tocino y champiñones; en el Guayabito, los mejores mariscos; el Chilo con sus tacos de caguama, y para las personas más exigentes, la alta repostería del Canal de Suez. Todos, sin excepción con la presentación especial de sus productos para aquellos clientes distinguidos.
No sólo se multiplicaron los expendios, también se multiplicaron los compradores. Creció de tal manera el número de adictos, que por todo el puerto se veían deambular gordos y gordas sonrientes, con la mirada perdida.
La China no pudo con el paquete. Bajó la calidad de sus amasijos, dejó de producir la cantidad necesaria para abastecer su mercado y rápidamente se quedó sin clientela. No pudo cubrir sus compromisos, sus proveedores la empezaron a presionar, y sus trabajadores, después de una rápida huelga, se quedaron con la vieja bodega en que trabajaban y con la maquinaria empleada para la producción.
En su persona tuvieron lugar grandes cambios, cayó en una profunda depresión y bajó considerablemente de peso. La flacidez de sus carnes y el peso de la derrota hacían de la China Wong una patética y escalofriante visión.
Finalmente, tuvo que malbaratar su preciada dentadura. Lo que le dieron por su veta bucal fue apenas suficiente para mal vivir durante un tiempo.
Una mañana, el mar escupió su cuerpo inerte. Amaneció tendida en la playa de los pinitos. Había recuperado con el agua su orgullosa rechonchez. Los pescadores que la descubrieron no pudieron ocultar una maliciosa mirada al observarla desnuda. Uno de ellos no se contuvo y apretó sus curvas. Ella sonreía.
El forense informó del hallazgo de una mujer, de rasgos orientales, que al parecer había muerto ahogada en el mar. Por la característica de sus ropas, y al notar que no tenía oro ni en los dientes, descartó que se tratara de una narcotraficante y la reportó como indigente.
Ella sonreía, pero sus dientes ya no brillaban. Daba igual.
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