El sordo aquel, vibraba con la música clásica y se solazaba contemplando las evoluciones de la batuta del gran director. Sin escuchar una sola nota, él deducía los compases, las rupturas, los movimientos y los silencios. Era una delicia “degustar” aquellas hermosas melodías y visualizar la obediencia ciega de los intérpretes a los mandatos del director. La orquesta, era para él un hermoso velero navegando en alta mar y las manos de los músicos, las velas estremecidas por la vibrante brisa oceánica.

Un mal día, el director aquel enfermó y debió ser reemplazado por otro, más joven y menos experimentado. El sordo, arrellanado en su butaca, soportó apenas los primeros movimientos y luego se levantó y se fue.

Mascullando para sus adentros, abandonó el teatro municipal, juramentándose a no asistir a las audiciones, hasta que el director titular regresara al frente de la orquesta. Nunca ésta había desafinado tanto- se decía, mientras se alejaba furioso de aquel sitial de la música docta…