Mirarlo con los ojos cerrados y pensar, y sentir que estaba en paz eran una sola cosa. Pero se abrieron al verde del jardín y a la altura, y a la brisa, cuando las manos de la mujer jugaron en su espalda a quererte quererte y los labios contra los labios, porque no existe otro día que no sea hoy, como si ya fuera el último roce húmedo y nunca más.
Entonces, amarte es tan simple simple, los cabellos largos, las mejillas, la mirada, y él la recorre con los dedos desde la frente hacia los senos, la piel tersa, tan cobre, a ella, a quien salvó, pero tal vez no.
Llega la hora de incorporarse, de mirar el jardín de pie, de tomar la cintura de su compañera y de sentir en el viento su perfume. Es hora de despertar a los amigos, que estaban a tiro de piedra (porque alguien deberá permanecer y describir para otros, la tarde, el verde y a El y a ella) y de enfrentar a los que ya murieron, aunque desde la altura se los vea venir, las vestiduras rasgadas, las monedas de plata, las espinas y la cruz marcadas en el futuro.
Tomó las manos de Magdalena, aspiro el aroma de los Olivos y se entregó. |