“EL INSTANTE MÀGICO”
POR
DIEGO REGALADO ROMERO
El cielo estaba completamente despejado por lo que la noche parecía mágica, como aquellas noches mitológicas que describían a detalle las culturas Nórdicas hace ya algunos siglos, en las que el mundo cambiaba su forma. Ella, recostada sobre el techo de su casa, miraba las estrellas que brillaban de manera mística en el firmamento, contrastando a su vez con la luz de la luna llena que iluminaba la oscuridad.
Él, por su parte, se encontraba haciendo lo mismo, contemplando las estrellas, pero en otra época y en otro lugar. Fue entonces cuando sintió la presencia de alguien, era una energía extraña que no podía comprender, su cuerpo se paralizó y quedó inmóvil; por un instante, los dos desconocidos se interconectaron el uno al otro de manera misteriosa, y sintieron una sensación de felicidad y plenitud, pero esta vez un poco diferente, porque esa conexión era aún más fuerte que en ocasiones anteriores, por lo que todo parecía ser real.
Los dos, a pesar de no conocerse por razones de tiempo y espacio, eran homólogos y distintos entre sí, aunque su única similitud era la hipersensibilidad, ya que ellos, por razones que desconocían, eran capaces de captar algunas energías del entorno, lo cual hacía que fueran casi videntes, sin embargo, esa habilidad la habían logrado desarrollar sin conocer realmente su significado.
Ella era alegre, extrovertida, feliz, intrínsecamente se consideraba invencible, creía en cosas dogmáticas e inverosímiles, y todo lo atribuía al “Instante mágico”, un verso de Paulo Coehlo que decía: > por lo que su vida estaba basada y a su vez regida bajo esa doctrina.
Él era psicosomático, diletante, susceptible y tranquilo, comprobaba la mayoría de las cosas de manera pragmática y metafísica basadas en los principios del agnosticismo, por lo que no creía en cosas divinas y en lo irreal. Eran personas comunes y corrientes, llevaban una vida normal aunque implícitamente, siempre buscaban algo, no sabían exactamente qué era, pero estaban seguros que existía, incluso cuando no lo aceptaran o creyeran en ello, por lo que se limitaban a imaginar la solución.
No recordaban el momento preciso en que se conectaron, pero ya tenía algún tiempo que se percibían mutuamente. Sabían a la perfección su género y, después de algunos años, hasta llegaron a conocerse por medio de sentimientos que intercambiaban, sensaciones parecidas que les permitía saber si estaban tristes o felices, aburridos o preocupados, amados u odiados. Se dieron cuenta de que sólo sucedía en noches despejadas y con luna llena, donde las estrellas brillaban espléndidas en el espacio, y aún cuando no querían, siempre algo los impulsaba a estar ahí como para coadyuvarse a sobrevivir, pero a su vez, no comprendían si esas percepciones eran de algo verdadero o imaginario, de alguien vivo o de alguien muerto.
El cielo estaba completamente despejado por lo que la noche parecía mágica, ella, recostada sobre el techo de su casa, miraba las estrellas que brillaban en el firmamento y él, por su parte, se encontraba haciendo lo mismo. De pronto se hallaban estáticos, sus cuerpos temblaban y el ambiente ya no estaba melódicamente equilibrado, la energía cruzaba de un lado a otro, las nubes cubrieron el cielo y comenzó a llover; se habían quedado dormidos. Después de un rato; tal vez minutos, horas o hasta días, abrieron sus ojos y se vieron a sí mismos, uno frente a otro. Se miraron fijamente, sabían a la perfección quiénes eran, pero no podían comprender qué sucedía. Estaban inmóviles y pensativos, buscaban respuestas en su interior pero no lograban hallarlas. Él trataba de pensar de manera objetiva; mientras que ella, sólo podía recordar una cosa: el “Instante mágico” de Paulo Coehlo.
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