El general fue a conocer a su hijo al hospital. Severo e imponente, se abrió paso custodiado por varios guardaespaldas, recorriendo con paso firme los blancos pasillos de aquel enorme laberinto esterilizado. Ya en la sala de recién nacidos, el olor a remedios, mezclado con ese tierno aroma a carne nueva, le hizo esbozar una imperceptible sonrisa en su rostro marmóreo. La enfermera le pidió que aguardara en la salita y al rato apareció con el bebé. El soldado sintió que su corazón se inflamaba de ternura al contemplar ese bulto pequeñito y sonrosado que parecía soñar con querubines. Al tomarlo con extremo cuidado entre sus manos, sintió un estallido en su cabeza, todo se oscureció y fue como si una interferencia eléctrica cruzara sus sentidos. Un par de ojos implorantes, profundamente oscuros, le miraban con estremecedora fijeza. Estuvo a punto de exhalar un gemido de terror en el mismo instante en que las luces regresaron a su sitio. El pequeño estaba en sus brazos y él, estremecido de espanto, se lo tendió con presteza a la enfermera para que se lo llevara. Ya en el automóvil oficial, guarecido en el asiento trasero, trataba de encontrarle alguna explicación a ese extraño suceso. Repasó lo acontecido durante el día: mucha gente acudió a su oficina, cada uno de ellos con diferentes demandas, dos importantes reuniones, una con la comisión que investigaba los posibles abusos del pasado régimen y otro con los abogados de las madres de desaparecidos. Era demasiado, estaba exhausto. Eso era lo que le había jugado una mala pasada. Claro, no tenía otra explicación.
Clara le esperaba en la entrada del hospital. Se veía algo desmejorada. La empleada portaba al bebé en sus brazos. Cuando Carlos Lisperguer, el general, apareció a bordo del radiante Mercedes, aquel cuadro lejos de provocarle alegría, le estremeció. Un extraño presentimiento nublaba su mente. Le ordenó a Juárez que pusiera las valijas en el portamaletas, mientras el tomaba del brazo a su cónyuge, la besaba con apresuramiento, le echaba una rápida mirada a su hijo y se acomodaban todos en el coche.
Aquella noche, fue terrorífica. Una horrible pesadilla se había entronizado en su tranquilo sueño: Se veía a si mismo huyendo en un tenebroso bosque; corría y corría y cada vez se internaba más y más en la frondosa y negra espesura. Algo difuso, que no sabía que era, le perseguía con obstinación. El, impulsado por el pánico más absoluto, sólo sabía que debía huir, nada más que huir. Al llegar a un claro, se detenía y cuando parecía que todo terminaba, visualizaba un rectángulo negro que se destacaba en el paisaje anochecido. Sabía que comenzaría a gritar, sabía que no debía acercarse, pero en las pesadillas nuestra voluntad es un frágil papel expuesto a los desquiciados vaivenes de ocultos libretistas. La oquedad comenzaba a crecer y a crecer y pronto el se veía inmerso en una especie de lodo putrefacto. Su cuerpo comenzaba a hundirse irremisiblemente en ese pantano pestilente. Se sintió gritar y ese grito desgarrador que era súplica, que también era miedo y en el que podían reconocerse los acentos de un arrepentimiento tardío, sobrepasó la frontera del sueño para adentrarse en los somnolientos oídos de Clara, quien, sobresaltada, despertó para rescatar a su marido de tan brutal experiencia.
El niño crecía con evidente normalidad. A sus tres meses era un bebé vigoroso y juguetón que reinaba absoluto en el blandengue corazón de sus padres. Carlos ya había olvidado sus miedos y ahora sólo sabía de arrumacos para aquél que robaba con tanta tiranía toda su atención. En su importante despacho, una enorme fotografía de su hijo estaba colocada a pocos centímetros de la de Su Excelencia y sinceramente para él, su hijo era el soberano, el rey, el dueño de su voluntad. El otro era solamente su jefe.
Repasando ciertos informes, se encontró con unos documentos que había dejado de lado hacía algún tiempo. Con cierta indiferencia, abrió dicha carpeta con la ficha de un dirigente importantísimo: Jorge Alberto Solorza. Recordó que el tipo había sido un enconado y peligroso opositor al gobierno del Régimen Militar. Que, por extrañas circunstancias, su vida se había cruzado con la de él, en una velada comunal. También estaba aquello… Sintió que la ira subía a su rostro y pegó un fuerte puñetazo sobre esa fotografía que parecía desafiarlo. Ocho meses, sólo ocho meses habían transcurrido desde entonces. Recordó que se había reunido con su plana mayor, que había planificado todo de tal manera que Solorza no tuviese ninguna escapatoria. La venganza se había cocinado a fuego lento en su conciencia denostada y sentía como el placer le cosquilleaba sus entrañas. Rememoró la deshabitada casona en que habían emboscado al tipo. Supo de la desacostumbrada gentileza con que este le dirigía la palabra. Lo hacía demasiado difícil. Su vocabulario impecable, sus ademanes de hombre educado, contrastaban con el carácter contestatario de su discurso y con su investidura dirigencial. Era poco menos que imposible sacarlo de sus casillas, el hombre parecía un importante docente en inteligencia emocional que sabía conducir con refinada sutileza a sus interlocutores por el camino que prefijaba. Se avergonzaba de haber sido sobrepasado por ese tipo. Al borde de la histeria, irrefrenable en su furia mientras contemplaba ese rostro imperturbable, sacó su arma de servicio y la apuntó sin mayor discernimiento. Solorza cambió la expresión de su rostro. Un rictus de miedo se dibujó en sus cejas frondosas, las que se arquearon formando dos signos de interrogación. El accionó su gatillo y los ojos del hombre, profundos en la inmensidad de su espanto y extremadamente fijos en los suyos, ni siquiera se cerraron cuando el estampido sordo dio paso al proyectil que le destrozó su pecho.
El caso se archivó como desacato a la autoridad. Sin que la prensa pudiera inquirir mayores detalles, el cadáver de Solorza fue remitido secretamente a su ciudad natal, en donde fue sepultado sin mayores ceremonias.
Aún quedaba aquello… Lisperguer parecía haberse desembarazado de sus fantasmas pero la duda permanecía flotando en el espeso líquido de su incertidumbre. La mirada de su esposa siempre había sido profundamente melancólica. Ese había sido el involuntario gancho para conquistar su marcial corazón. Pero de un tiempo a esta parte, este sentimiento parecía invadirla por completo. Ni siquiera su inquieto pequeño le devolvía siquiera una tibia sonrisa. Parecía languidecer poco a poco.
Cierta tarde en que regresó más temprano de lo acostumbrado, le pareció sentir una especie de abejorreo que provenía de su dormitorio. Con extremada cautela apegó su oído a la puerta. Era un rezo. Abrió despacio la puerta y sorprendió a Clara de rodillas junto a una vela. ¿Qué sucedía? Ella pegó un brinco y con mucho nerviosismo le lanzó una fugaz sonrisa y desapareció rápidamente de la habitación.
Conteniendo su furia se dedicó a revisar cada rincón de su pieza. Clara había salido aquella mañana con Luisito donde sus padres, lo que aprovechó Carlos para despejar de una vez por todas sus dudas. Desbarató cajones, vació el closet, revisó entre las vestimentas de su mujer y destrozó el papel mural en su frenética búsqueda. Parecía que todo sería en vano hasta que una fotografía se deslizó de uno de los libros de su esposa. Claro, ella sabía que él jamás abriría un volumen porque odiaba la lectura. Era el escondite perfecto, el santuario en donde se ocultaba su odiado enemigo, el ser que desde ultratumba pretendía arrebatarle lo más querido, ni más ni menos que él, Jorge Alberto Solorza. Estuvo a punto de despedazar aquel pedazo de papel que con tanta precariedad y sin embargo con inmensa persistencia, desgastaba suave pero tenazmente las bases de un matrimonio consagrado por todas las leyes.
-¡Que significa esto!- le bramó con su vozarrón autoritario a la compungida mujer, mientras agitaba la fotografía delante de sus espantados ojos.
-¡Nada, nada!- parecía implorar ella.
-¿Por qué guardas esta fotografía? ¿Por qué?
-¡Por favor! ¡Por favor!- repetía ella con voz llorosa.
El asunto alcanzó tal tensión que ella, abatida y resignada, jugándose toda su integridad a una sola ficha, musitó: -Porque hay algo que tú no sabes…
-¡Lo intuyo! ¡Lo intuyo! ¡El te cortejó delante de mis narices! ¿No es así?
- Dentro de su tremenda desesperación, abandonada ya a su sino, la mujer lanzó una risotada.
-¡Tienes el descaro...! Siempre lo supe. Pero tuve miedo a que la evidencia matara esta pequeña duda en la cual me sustentaba. Fui cobarde, lo confieso, pero…
-¿Quieres saber la verdad? ¿Realmente deseas saberla?
-¡Noooo! ¡No la deseo! Soy un militar, hombre de guerras y batallas, una importante pieza dentro de la estrategia militar de mi país, no un ser con la suficiente pequeñez para indagar en la intriga. ¡Calla! ¡Calla!
Y tomando a la mujer entre sus brazos la obligó a levantarse. Luisito apareció más tarde para conformar esa trinidad que ahora parecía inseparable.
Han transcurrido varios años. Luisito hoy es Luis Lisperguer, afamado abogado que se dedica a defender causas relacionadas con derechos humanos. Es el hombre símbolo de un asunto que parece no tener fin. Un hombre consecuente con su filosofía que viaja todos los años a una alejada ciudad para rendirle un postrero homenaje a su padre…
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