Ocaso del verano. Mañana soleada. Ese martes, Cintia apareció más temprano de lo habitual, en la Empresa en la que desempeñaba sus tareas. Sus ojos azules estaban iluminados. No era el sol, que se adivinaba detrás de los grandes ventanales de vidrios herméticos. Los destellos emanaban de su interior. De su alma. Desde un recóndito espacio que comenzaba a florecer. Ese día no deseaba facilitarle a su rostro la tarea. La seriedad, largamente adiestrada, estaba ausente. Sus cabellos, perennemente acicalados, eran una enmarañada madeja de rizos dorados. En el placard de su apartamento, había abandonado el elegante y sobrio atavío que usaba a diario. Ahora vestía unos Jeans ceñidos a su airoso y delgado cuerpo, deshilachados, ajustándose a la moda, zapatillas blancuzcas calzaban sus pies y una camisa, de color indefinido por el uso, cuyas extremos ataba a su cintura, dejando, para la parte superior, el insinuante nacimiento de sus senos.
Era evidente que venía de paso. Una omisión la había obligado a montar al ascensor y trepar los 400 metros, hasta casi el último piso, donde se encontraba su oficina. Había olvidado el regalo que le tenía reservado a su futuro esposo. ¡Porque esa mañana se casaba! Su primer y único amor. Sentimiento mutuo, que había comenzado, siendo ambos, unos incipientes adolescentes. Tomó el sobre. En él atesoraba su más íntimo secreto. Nadie lo conocía. ¡Estaba embarazada! Dos interminables días callándolo. Esa noticia era el obsequio de bodas. Michael iba a enloquecer de felicidad. Los escasos y tempraneros compañeros que se encontraban en el piso, miraron sus relojes. Eran las 8:40 de la mañana. ¿Qué hacía ella allí y a esa hora?. No preguntaron. Comenzaron la silbatina y los aplausos. No esperaban su aparición. Menos mostrando esa faceta desconocida de su personalidad. Se regocijaron con su presencia. Sabían que detrás de su fachada, se encontraba un ser de bellos sentimientos, lo que había dejado expuesto en diversas ocasiones, por eso la adoraban. Ella, entre los ocho o diez, era el centro de esa órbita, recibiendo el cariño y augurios de perdurable felicidad.
El festejo fue interrumpido por un fuerte sonido. Al principio no pudieron identificarlo. Provenía del exterior. Precisamente del ala donde ellos se encontraban reunidos. Unos segundos después se aclaraba la incógnita. Derivaban del rugir de motores de un avión, que se aproximaba. Era extraño. No era esa su ruta. Era de todo punto imposible. Todas las personas se voltearon automáticamente hacia el gran ventanal. Cintia quedó entre ellos, ahora en un semicírculo. Sus mentes no acompañaron a sus cuerpos. El horror los paralizó. A escasos quinientos metros de sus azorados y perplejos ojos, una gigantesca aeronave de American Airlans apuntaba hacia ellos su largo cuerpo blanco. El tronar de sus turbinas, cada vez más cerca, ensordeció sus sentidos. ¿Qué hacer? ¿Hacía dónde huir? Sus miembros no les respondían. Quedaron paralizados. Solo tuvieron ese segundo para mirarse a los ojos y estrecharse en un abrazo final, definitivo.
El impacto fue brutal, despiadado, como brutal y despiadada fue la mente que lo concibió, como brutal y despiadada la que en ese instante, lo concluyó. El fuego, el humo, los gritos, el llanto. La destrucción masiva de las torres gemelas y el vacío total en el corazón de Manhattan. Todo eso, ellos no lo vivieron. Quedaron sepultados, masacrados, incinerados entre los hierros retorcidos. Entre los cuerpos mutilados y desconocidos, junto a sueños destruidos, esperanzas fallidas, entre el polvo, la sangre y la barbarie.
Todos aguardaban verla aparecer con su inmaculada sonrisa y esos ojos que el cielo envidiaba: su padre, impaciente, sentado sobre el lecho donde, meticulosamente preparado, se hallaba su bello vestido de novia, sus familiares y amigos en la iglesia y, al pie del altar, vestido con un pulcro traje negro, Michael.
Cintia jamás llegaría. Estaba sepultada, junto con sus ilusiones, anhelos y el hijo ya gestado, cuya existencia jamás conocerían, debajo de los escombros de la torre más alta de Manhatan.
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