En el diametralmente opuesto vértice del alma. Lugar al que, pocas o casi ninguna vez, los seres logran llegar. En ese remoto y recóndito territorio interno del hombre, inexplorado, abandonado existe Él. El que siempre está. El que no se doblega ante las tempestades que allí anidan. El que eternamente espera nuestro llamado. Pero el hombre persiste en buscar fuera de allí. No desea introducirse en los enmarañados laberintos que alberga. Tiene terror a descubrirse o descubrirlo. Teme que al hacerlo, se vea obligado a cambiar todo un estilo de vida, de pensamiento y de actitud. Formas, estas, que lo favorecen social y materialmente. Una permuta que le intimaría a abandonar el imperio en que está sumergido, por una existencia espiritualmente idónea, para estar más cerca de Él.
No le concierne. No le es necesario. Ni lo intenta siquiera. Está anclado en ese círculo vicioso de “más tienes, más ambicionas”. En esa actitud de quien se juzga el amo del Universo.
Pero existen lapsos en la vida del ser humano, que nada de lo que posee es una ventaja sobre los demás. Que ni el poder ni el dinero obtenidos, no importa cómo, por qué, ni dónde, son las armas que pueda esgrimir en esos instantes. Es en un intervalo de su agitada existencia, en que la muerte espera agazapada para dar el zarpazo, cuando su mente se atesta de sucesos que no merecen ser recordados. Donde ninguno de ellos posee valores que deba dejar como herencia. Actos egoístas, ejecutados con extrema maldad y sin misericordia ante el prójimo.
Entonces comienza la búsqueda desesperada del pequeño, pero gran espacio interior. Intenta llegar, pero su ceguera espiritual se lo impide. No conoce el sendero. Jamás lo intentó recorrer. Atado a la rueda de ese molino, de lo material y efímero, que idolatra, sucumbe ante la adversidad y, en un rapto de angustia y desesperanza, aflora el callado grito: ¡¡Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!!.
Y Él acude al llamado. Calma el dolor. Otorga otra oportunidad. Con la esperanza del arrepentimiento. Con su fe en el hombre.
Infortunadamente, el individuo no tiene memoria. Superado los estragos que dejó el volcán, que detonó en su existencia, como el ave Fénix, renace entre sus cenizas. A la zaga deja aquel momento de debilidad, abandonando esa partícula de humanidad que podría haber hallado, si se lo proponía, en el diametralmente opuesto vértice de su alma.
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