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Mi tío Miguel es el medico de la familia y me ponía inyecciones por cualquier razón. Estos sucesos pasaron desde que tenia nueve años hasta los dieciséis. Mi familia entera se reunía y me veían llorar y gritar. Tan pronto como me enfermaba de un pequeño catarro, sentía la angustia y preocupación de que fueran a llamar a mi tío Miguel. Le rogaba a mi mamá que no lo llamara porque de seguro me pondría una inyección.

Un día estaba en la casa de mi amigo Martín jugando con su autopista de carritos a escala y me estaba pasando un buen rato divertido y sin preocupaciones. Recuerdo que me había invitado a quedarme a dormir en su casa, que era más grande que la de nosotros, con un gran jardín y Martín tenía una recamara grande con varios juguetes: robots y muñecos de acción. Estábamos los dos sobre la alfombra sin zapatos ni calcetines, jugando con la autopista cuando mi mamá llamo por teléfono buscándome y le dijo a la mamá de Martín que ya me fuera porque íbamos a ir al cine. Yo me emocioné mucho porque me encantaba ir al cine y de seguro iríamos a ver “La guerra de las Galaxias” la cual, aunque ya la había visto dos veces, no me importaba verla otra vez. Uno de mis personajes favoritos de siempre ha sido R2-D2, el pequeño robot de Luke Skywalker. Muy emocionado, me puse mis calcetines y mis zapatos y me despedí de mi amigo y de su mamá y me fui corriendo a mi casa. Cuando llegué oí que alguien dijo:

—Ya llegó.

Yo estaba muy emocionado porque íbamos al cine y además porque vi a mi mamá y a otros familiares con caras sonrientes y felices en la cocina, riéndose. Uno de ellos dijo:

—Ven, Carlitos, te tenemos una sorpresa.

Entré en la cocina lleno de entusiasmo y cual fue mi sorpresa cuando vi que mi tío Miguel estaba hirviendo y esterilizando una aguja. Inmediatamente me sentí aterrorizado pues sabia lo que era lo que me iban a hacer. Mi felicidad instantáneamente se desvaneció y comencé a llorar histéricamente.

—!No, por favor! !No quiero una inyección, por favor mami!” —comencé a llorar y a tratar de escapar. Quería regresar a la casa de mi amigo, donde había estado tan feliz, y deseaba no haber venido.

Entre varios me sujetaron y me llevaron hacia la sala y me recostaron sobre el sofá.

—Pero, Carlitos, a ver solo es un piquetito —dijo una de mis tías mientras me sujetaba de las piernas.

Entre todos me acostaron bocabajo en el sofá. Uno de ellos me desabotonó los pantalones mientras los otros me sujetaban mis brazos y piernas. Yo continuaba llorando como si tuviera cinco años, a pesar de que ya tenía once, mientras me bajaban los pantalones y mi trusa blanca hasta las rodillas.

—¿Ya esta lista? —gritó mi abuela refriéndose a la jeringa—. Nosotros ya estamos listos aquí en el sillón.

—Manténganlo ahí. Ya casi esta lista la jeringa —respondió mi tío desde la cocina.

Yo lloraba con más desesperación y sin poder moverme ya que estaba siendo sujetando entre varios de mi familia quienes eran más grandes que yo.

—Todo estará bien, Carlitos, pronto va a terminar. Tenemos que ponerte esta inyección para que no te enfermes —dijo mi mamá.

Recuerdo haber estado inmovilizado por otros diez minutos, que se me hicieron eternos, en los cuales no dejé de llorar sabiendo que mi tío vendría en cualquier momento.

De repente entró caminando con una charola y la puso en la orilla de la mesa de centro. Mi mamá, mi abuela y dos primos me sujetaron más fuerte contra el sofá, yo sin poder moverme y expuesto con mis pantalones y trusa hasta las rodillas, lloraba e suplicaba que me soltarán. Mi cara estaba mojada de lagrimas y mi voz ya se oía ronca de tanto gritar. Lo único que podía sentir eran varias manos agarrando cada parte de mi cuerpo mientras yo yacía con las nalgas al aire.

De reojo lograba observar a mi tío colocar la charola sobre la mesa, sin prestar atención a los chillidos y gritos que yo daba. Jamás se borrará de mi memoria el fuerte olor del alcohol. El simple olor del alcohol me hace estremecer.

Sabía que faltaba poco para que sintiera el dolor de esa aguja. Seguía forcejando y sacudiéndome tratando de liberarme, lo cual iba a ser imposible con tantas manos sujetándome. De repente, sentí un algodón frió en mi nalga. Sabía que el momento era inminente así que forcejee aun más, pero entre más lo hacía, más fuerte me sujetaban. Todos parecían estar riéndose y mofándose de mí mientras yo estaba en pánico.

De reojo vi que mi tío tomó la aguja. Todo lo que pasaba por mi mente era el dolor que iba yo a sentir cuando me metiera esta agujota en mi nalga: el dolor del piquete seguido del profundo dolor cuando entrara en mi músculo. Sabía que la aguja me dolería mucho y que después mi nalga me ardería mucho cuando la medicina entrara.

Mi tío se puso fuera del alcance de mi vista y yo continuaba sacudiéndome y rogando a llanto abierto que no me inyectaran. Iba a pasar en cualquier segundo. Ya había pasado por esto antes y sabía que siempre el procedimiento era el mismo: mi madre me acariciaría la cabeza y decía:

—Lo siento, mi niño, se que te va a doler, pero se te tiene que poner esta inyección.

Juntos al unisono mi mamá, mi abuela, mi abuelo y mis primos comenzaron a contar hasta tres, muy lentamente. Ahora si estaba yo en agonía sabiendo que a la de tres sentiría el pinchazo de la aguja penetrándome. A una sola voz, como si fuera el conteo de año nuevo exclamaron:

—¡Uno!... ¡Dos!... ¡Tres!

Cuando dijeron tres, sentí todos los 6.5 cm de aquella aguja entrando en mi músculo. Jamás lo olvidaré. Comenzó a arderme como si fuera fuego y se sentía peor cada segundo que pasaba. No pude evitar gritar con todas mis fuerzas mientras me entraba la sustancia, suplicando que me la quitara. Todos reían y me miraban entretenidos mientras la medicina me era inyectada en mi nalga.

—Se ve que si duele —dijo uno de mis primos.

Sentía como cada gota de la medicina me ardía como si estuvieran poniendo una tiza de carbon al rojo vivo y yo no me podía mover. En ese tiempo, siempre era una dosis grande y se llevaba algo de tiempo para ser inyectada completamente. Me seguía ardiendo terriblemente y ya no podía gritar mucho porque se me había puesto la garganta ronca de tanto gritar.

—Vas muy bien, Carlitos, solo un poquito más y ya —dijo mi tío

Finalmente sacó la aguja lo cual me hizo dar otro grito pues hasta esto dolía mucho y después me colocó el algodón sobre el punto de inyección. Finalmente me soltaron y yo me voltee rápidamente en caso de que planearan poner otra inyección y entonces mamá me subió la trusa y los pantalones; sin embargo, todos ya me habían visto desnudo varias veces.

—Ya pasó, Carlitos —dijo mi mamá mientras me abotonaba los pantalones.

Todo este martirio no terminaba ahí. Yo me quedaba acostado y seguía llorando como por quince minutos mientras mis primos me veían y decía bromas como:

—A ver las nalguitas, Carlitos, vamos a ponerte otra inyección.

Yo estaba histérico y mi respiración estaba incontrolable y los demás solo se reían de mi. Mi nalga me seguía doliendo mucho después de que la inyección hubiese pasado. Entonces me iba fatigado a mi cuarto y no quería hablar con nadie, solo quería estar solo en ese momento. Recuerdo que me acostaba en mi cama y mi nalga me seguía doliendo mucho, asi que prefería no moverme y me quedaba dormido.

Como si no hubiese bastado todo mi sufrimiento, al otro dia me despertaba con la nalga aun adolorida y además tenía que soportar los comentarios de los que me había visto y sujetado. Además, días después cuando fui a la casa de mi amigo de nuevo, me dijo que supo que me habían puesto una inyección ese día. Al parecer mi hermano se había tomado la tarea de decirle a todos mis amigos lo que había pasado. Era humillante porque todos sabía exactamente lo que había pasado y con lujo de detalles el como me engañaron diciendo que fuera rápidamente a la casa para que me dieran una sorpresa y de como me habían bajado los pantalones y la trusa, de como lloraba y gritaba y de como me había sujetado para que no me moviera. Todos lo sabían.

Otro dia que me fui a quedar a la casa de Martín, después de haber jugado pelota toda tarde con otros amigos y cuando ya estábamos acostados en la cama me preguntó:

—Oye me dejas verte donde te pusieron la inyección.

Yo inmediatamente dije que no. Era algo que me daba pena hablar con mi amigo pues había sido algo humillante para mi.

—No. Ya déjame dormir —dije en un tono serio.

—Anda. Solo déjame ver un momentito. Has de cuenta que yo soy el doctor y hago como que te pongo una inyección, de a mentiritas solo con el dedo.

—No quiero —dije.

Martín se quedó callado como por diez minutos y pensé que ya se había dormido asi que yo ya estaba a punto de dormirme cuando se acercó a mi tratando de bajarme la pijama, dijo:

—Ándale déjame ver y después tu me pones una inyección a mi —dijo mi amigo con una voz sin señal alguna de burla, sino una voz curiosa.

—Esta bien —dije un poco fastidiado, pero a la vez interesado en ponerle una inyección a él.

Entonces me acosté bocabajo y dejé que Martin me bajara mi pijama y la trusa hasta los muslos, mirando mis nalgas con la poca luz que entraba de la ventana.

—Aquí te la pusieron, ¿verdad? —preguntó mientras me tocaba las nalgas con sus manos.

—Sí.

—Todavía se ve un puntito. ¿Te duele? —preguntó Martin tocándome con su dedo.

—¡Ah, un poco! —dije.

Aunque ya había pasado una semana desde el dia de la inyección, aun me dolía si presionaban esa area. Martín siguió tocándome las nalgas y las separó y dijo:

—Muy bien, creo que le pondremos una inyección a su niño. Agárrelo bien para que no se mueva —dijo Martin fingiendo que hablaba con mi mamá.

Entonces talló su dedo indice en mi ano y con dificultad lo metió lentamente. Yo sentí que me ardía un poco porque su dedo estaba seco, pero comparado con el dolor de las inyecciones, esto se sentía bien. Martín dejo su dedo dentro por unos segundos y después lentamente lo retiró.

—Guacala, creo que me tendré que ir a lavar el dedo porque me huele a caca —dijo Martín.

Se paró de la cama y fue al baño. Con la poca luz que había pude ver que tenía su pene duro bajo su trusa pero no dije nada. Cuando regresó yo le puse una inyección igual con mi dedo y seguimos jugando al doctor casi toda la noche, explorando y tocándonos todo el cuerpo. Era obvio que me gustaban las inyecciones que me ponía mi amigo pero no las que me ponía mi tío.

De alguna forma u otra, mi tío Miguel me inyectaba varias veces al año y todas eran en las nalgas porque era donde mi tío decía que debía ser. Usaba una jeringa grande de vidrio que tenía que hervirse para esterilizarse. Así eran las cosas en los años setentas y todos sabían que esas agujas dolían mucho. Creo que en ese entonces las agujas eran más grandes y gruesas que las de ahora, pero como todos le temían a las enfermedades y a la muerte, decían que el dolor era un precio que teníamos que pagar por estar sanos.

Todas las inyecciones que me pusieron en ese entonces me dolieron demasiado y a nadie le importaba. Me la ponían porque me la ponían, no importaba que tanto gritara y forcejeara. Fue hasta que cumplí los dieciséis años cuando pude elegir a otro doctor que no estaba obsesionado con las inyecciones. Toda mi infancia y parte de mi adolescencia me la pasé llego de angustia e incertidumbre al no saber si al llegar a mi casa me encontraría a mi tío Miguel esperándome con una inyección. En la actualidad si un doctor le hiciera esto a un niño perdería su licencia para ejercer la medicina y sería considerado como maltrato de menores o incluso abuso. Yo jamás he sentido cariño familiar por mi tío, siempre lo veía con miedo de que me fuera a poner una inyección.

Por favor envíen sus comentarios o dudas a kevindanielallen@gmail.com donde me será grato compartir experiencias y responder a vuestras preguntas.

Texto agregado el 09-03-2007, y leído por 10996 visitantes. (1 voto)


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