En tiempos lejanos, sobre un promontorio rocoso a orillas del río Moldava, se erguía un castillo construído con gruesos troncos y rodeado por una gran empalizada. El lugar, firme y tenaz como el carácter de los príncipes que allí moraban, recibió el nombre de Višehrad, (el Castillo elevado) y es ahí donde, en su trono de piedra, Premysl, secundado por la princesa Libuše recibían las noticias del reino, presidían el Consejo y hacían justicia.
“Deben establecerse en el lugar en el que encuentren estos cuatro elementos en armonía: una tierra fértil, un agua pura, un aire que vivifique y árboles que les ofrezcan la suavidad de su sombra y su madera para construir sus casas”, dijo Libuše a su pueblo. “Mientras esos elementos se encuentren en armonía, vivirán al abrigo de la miseria”.
Bajo su égida el pueblo checo prosperaba, los densos bosques dejaban paso a campos de cultivo, y poco a poco iban surgiendo pequeños fuertes en donde las familias podían guarecerse con sus víveres y animales domésticos en caso de invasión enemiga.
Cuenta la leyenda que un día Libuše y Premysl, acompañados de su séquito, subieron a lo más alto del castillo, para contemplar el atardecer. La luz dorada del sol poniente bañaba el paisaje en el que los campos cultivados se alternaban con las viviendas y los pastizales; al fondo, en el horizonte, se divisaba el bosque que parecía proteger todo ese espacio marcado por la huella del hombre. Libuše, extasiada, contemplaba el panorama mientras las sombras azuladas comenzaban a invadir la tibia tarde. De pronto, una gran calma invadió la tierra y los aires, las aves cesaron de trinar y hasta la brisa se detuvo por un instante. Todos callaron, y Libuše, extendiendo su brazo removió sus dedos como si estuviera tocando algo en la lejanía, y comenzó a hablar:
“A lo lejos, veo un gran castillo, su gloria es tan grande que alcanza las estrellas... A sus pies corre el río Moldava... En su flanco derecho se encuentra el valle del arroyo Brusnice... y en el izquierdo se encuentra una roca enorme... Entren a lo más profundo del bosque, hasta que encuentren a un hombre labrando el dintel de la entrada de su casa... En ese lugar deben edificar el castillo... su nombre sera Praha (praha = dintel, en checo). Y tal como todo señor baja su cabeza para pasar el dintel de su puerta, así, todos los grandes de este mundo se inclinaran ante ese magnífico castillo.”
El príncipe Premysl y los demás presentes miraron en la dirección indicada pero sólo vieron caer lentamente las sombras sobre el paisaje. Libuše se quedó un momento con el brazo extendido hacia la lejanía, hasta que de pronto la luz de su mirada se atenuó, y se quedó como aletargada. Al mismo tiempo que el espíritu profético abandonó a la princesa, un gran entusiasmo se apoderó de quienes habían escuchado la profecía, y comenzaron a hablar y a imaginar ese futuro castillo de Praga.
Al alba del día siguiente, rebosante de ímpetu y ardor, un grupo de emisarios partía rumbo al Este buscando el lugar señalado por la profecía. Atravesaron el valle del arroyo, llegaron al peñasco y penetraron en el bosque, hasta que escucharon unos golpes repetidos, guiándose por el sonido llegaron hasta un hombre que tallaba un trozo de madera. Cuando éste respondió a sus preguntas diciendo que efectivamente, estaba tallando el dintel de la puerta de entrada de su casa, el grupo estallo en gritos de júbilo. La rapidez con la que habían encontrado el lugar señalado por la princesa acrecentó su entusiasmo y sin tardar comenzaron a cortar árboles y a tallar troncos para a construir el profético castillo, similar al de Vysehrad, pero más grande y majestuoso.
El nombre de Praha comenzó a correr de boca en boca por todo el territorio, y en poco tiempo el castillo se convirtió en un centro cultural y político que irradiaba cada vez más lejos, llegando su fama hasta lejanos territorios. Un siglo más tarde se levantaría la primera construcción de piedra, una iglesia del rito cristiano oriental, y durante siglos seguirían levantándose más y más iglesias, lo que valdría a la ciudad de Praga a el apelativo de “ciudad de las cien torres”, y también “Praga de oro”, por el brillo de las arenas fluviales doradas con que se enlucían las torres y fachadas de los edificios, y que al atardecer, el sol poniente hacía brillar como el oro. Con el tiempo, el brillo dorado de los muros se fue perdiendo, pero no así el impulso de construir nuevas iglesias, hasta alcanzar la cantidad prodigiosa de quinientas torres.
Al imaginar esa ciudad brillando al atardecer, es posible comprender el arrobamiento que invadió a Libuše durante la profética visión que la proyectó en el tiempo y el espacio, hasta sentir que casi tocaba, en el corazón del famoso Castillo, la cúspide de la torre de la Catedral de san Vito, la más alta y hermosa de esa espléndida ciudad.
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