La radio crujió en el siseo del viento.
-Notifique en final, Juliet Mike.
-Mike.
Pequeño. Así se siente un piloto de vuelo a vela.
Hacía falta estar a 3000 pies para notar lo insignificante que somos para el mundo y lo inútil que pueden ser nuestros conocimientos y entrenamiento si algo sale mal?
Vuelo a 70 km/h en un Blanik de 18 metros de envergadura, construido íntegramente en aluminio, con 50 años de antigüedad y un peso aproximado de media tonelada.
Es una nave muy fiel, demasiado... en una tranquila tarde estival, de erráticas térmicas la destreza del vuelo se vuelve mera rutina.
Vuelo con rumbo de 90 grados, hacia el este, evitando el sol de frente, adelante se distingue una bandada virando constante, la ascendente corriente de aire cálido les evita el esfuerzo del aleteo, sólo espero que sea lo suficientemente potente para elevar estos 500 kilos de metal.
Es curioso como no notamos el bullicio en el que vivimos hasta estar realmente en silencio. A 900 metros de altura no se escucha el sonido de los pájaros, ni el murmullo lejano de un motor, ni el ruido del viento entre las ramas. El único sonido audible es el del viento quebrado por el borde de ataque de las alas y ocasionalmente, el estruendo estático de la radio.
-Torre, aquí Lima Víctor Alfa Juliet Mike, en final para toque y despegue.
-Recibido Juliet Mike, toque y despegue.
-Mike.
A mis 10 y como un punto celeste cercano a la lonja asfaltada, el Piper Warrior, con dificultad, se dispone a ensayar un aterrizaje.
El variómetro se mueve, 1... 1.2... 1.4... 1.5..., un viraje escarpado hacia la izquierda para intentar centrar la térmica, el Blanik se queja perezoso y ganamos altura. El mundo se torna lateral, el horizonte se inclina, la presión de la fuerza g me saca una sonrisa, es como estar dentro de un secarropa. El sol brilla sobre los retazos de metal que forman la estructura del planeador, me encandilan un segundo en la nariz y se desplazan hacia el ala derecha hasta apagarse en la cola.
El Warrior levanta vuelo una vez más. Los pilotos de monomotores tienen un veloz entrenamiento en técnicas de aterrizaje y despegue, los volovelistas no tenemos esa suerte, pero lo compensamos con un vuelo más seguro.
La aguja del variómetro cae, dejo de virar habiendo ganado 15 escasos metros, y ahora simplemente resta esperar que el planeador pierda altura hasta llegar a los 600 pies necesarios para el circuito de aterrizaje.
Inexplicablemente en tierra una tiene la imperiosa necesidad de elevarse para practicar el vuelo, pero cuando se logra una buena altura, tiene la urgencia de bajar y reunirse con los pilotos.
El sol sigue bajando, el horizonte se ve oscuro hacia el este, abajo un manto grisáceo cubre la tierra. Una llega a sentirse especial. Toda esa gente allí abajo sumida en la inminente oscuridad, y yo acá arriba única espectadora de la maravillosa y colorida pirotecnia que desprende el sol antes del ocaso. Un espléndido cuadro que me hace partícipe de la obra utilizando mi aeronave para realizar sus últimos reflejos dorados.
En el más disparatados de los pensamientos una llega a sentirse un ángel, un fascinante espectáculo de luces, el sonido imperturbable del aire, la suavidad del planeo como navegar en una nube, el horizonte violáceo lejano, tan lejano que deja entrever la curvatura del planeta, y todos ellos allí abajo ignorando que alguien por sobre sus cabezas los está observando.
Poder ver la belleza del mundo, poder sentir su grandeza arrolladora, es una forma de comprender que indiscutiblemente, existe un Dios que nos ve de esa manera.
Erróneamente muchas personas creen que los pilotos no sienten miedo.
Cuando los instrumentos fallan, o las cosas no salen como se esperaban, todos sienten miedo. Recuerdo en un par de oportunidades haber sentido el imperioso deseo papal de besar la tierra luego de un aterrizaje desastroso. No lo hice. Si hay algo que tiene un piloto es el orgullo suficiente para no reconocer que por extraño que suene, está feliz de encontrarse en tierra.
A veces me pregunto, si realmente vale la pena tomar el riesgo. Mi vida, una máquina de 5000 dólares, y hasta la vida de otros, dependen de mi pericia y mis decisiones. Vale la pena tomar el riesgo y la responsabilidad por sentirme un ángel durante 20 minutos?
Si no hubiera estado allí, si no lo conociera, probablemente diría que no. Pero estuve allí y lo conozco y si existe la muerte divina, esta es la que tiene alas.
El altímetro sigue cayendo suavemente.
-Torre, aquí Blanik Eco Juliet Foxtrot, en inicial.
-Recibido Juliet Foxtrot, notifique en básica.
-Foxtrot.
Dudo que sepan, lo molestos que pueden volverse los controladores cuando por aburrimiento, y no por seguridad, piden notificación por cada metro recorrido. El paracaídas reglamentario, no trae un par de brazos extras para atender la radio. Llevo mis pies ocupados en los pedales, mi mano derecha en el comando, mi mano izquierda en los frenos aerodinámicos mis ojos bailan entre la pista, el altímetro y el velocímetro y la mente alerta a cualquier cambio que mis sentidos puedan detectar. El aterrizaje, es una situación crítica que requiere concentración y que en un planeador no permite margen de error y se considera siempre aterrizaje de emergencia. Un mal cálculo, una distracción, y en el mejor de los casos, terminaría fuera de la pista.
-Torre, aquí Blanik Eco Juliet Foxtrot, virando a inicial. Torre, estoy intentando aterrizar una aeronave sin motor, no me sobran las manos.
Sé que esto iluminará una sonrisa vengativa en los rostros de los pilotos de planeador que desde tierra, se mantienen alertas a las comunicaciones, y me costará un reto por la informalidad.
-Recibido Juliet Foxtrot. Básica, final y aterrizaje.
-Gracias Torre. Foxtrot.
Es hora de aterrizar, y no me puedo permitir distracciones. Sólo espero recordar, todos los pensamientos que me asaltaron una vez más en un vuelo de práctica y rutina.
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