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La Dulce Muerte

Un aire fresco azotaba la cañada y sobre la Mona de la Paz arrastraba papeles y se colaba entre los viejos edificios neoclásicos de una ciudad que etiquetan de colonial. Fernando salía satisfecho del teatro Principal y su paso por el Jardín de la Unión le había servido para despedir a funcionarios de cultura y una señora que se dijo su lectora.
El muchacho tenía buen humor y aún no decidía entre irse a casa a cumplir con su rutina o desvelarse un rato más en la Dama de las Camelias o Lobos, o bien quedarse en el bar Luna para esperar a que pasara alguna "fuente" y sacarle una nota para el "guardadito" o una dama que permitiera hacer honor a Eros. Como a pesar del viento hacía calor, optó por lo primero.
Pasó junto a la universidad y se fue rumbo al Cerro del Cuarto. Uno a uno, el reportero de 26 años trepó los escalones del callejón con sus zapatos de suela gruesa -made in Leon, Gto.- y la vieja y repintada puerta de madera, flanqueda por macetas junto a la gran reja de la ventana, se abrió para que Fernando entrara a extender una cortina que le permitía contemplar el panal cuevanense convertido en faroles. Arriba del caserío un Pípila iluminado lo miraba de frente.
Era tarde y todavía faltaba hacer el trabajo nocturno obligado para un reportero de cultura: ordenar su archivo. La sección tenía sus ventajas: presenciar gratis películas, conciertos y obras de teatro; el goce de los vinos en las galerías y ligarse a alguna chavita de comunicación, tan snob como inculta, con el pretexto de enseñarle periodismo a sabiendas que la muchacha terminará casada -ama de casa ilustrada- o en alguna sección de sociales.
Primero constató que no había nada interesante en su correo electrónico. Le dio güeva navegar y prefirió ver las páginas de los diarios. Observó un obituario y le llamó la atención un hecho a simple vista curioso: hombres y mujeres de entre 40 y 50 años morían uno tras otro y las actas de defunción citaban paros cardiacos. Lo más interesante es que se trataba de gente de éxito. Habían sido hombres y mujeres dedicados a la pintura, la música, el periodismo, la política; brillantes empresarios y connotados catedráticos habían muerto y en unos meses la lista se hacía extensa.
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Al día siguiente Fernando preparó una serie de reportajes sobre esos hombres y mujeres de prematura muerte. Poco a poco contactó a personas cercanas a los fallecidos: sus compañeros o compañeras, gente del entorno, editores, clientes, correligionarios. Cada entrevista aportaría datos sobre vida y obra de los notables.
Empezaron las conversaciones y Fernando indagaba detalles íntimos. Luego de la charla periodística el reportero continuaba un diálogo abierto, más personal, con sus informantes. Le dijeron que ninguno de los investigados tenía una vida en conflicto grave como para suicidarse. También supo que tenían cierta inclinación por el esoterismo y que habían amado los excesos. Las buenas conciencias se deshacían en loas para los difuntos en los actos de homenaje, pero en corto se escandalizaban porque los reverenciados tuvieron una "juventud desenfrenada".
Circunstancialmente se enteró que varios de los personajes habían sido pacientes de la misma psicoterapeuta. ¿Quién era aquella mujer que tenía por clientes a tan ilustres cuevanenses? ¿Qué tenía de casual que sus consultantes ahora fueran difuntos? El tema le atrajo. Aunque no era reportero de nota roja intuyó que en esa mujer había un misterio y que estaba relacionada de alguna manera con la muerte de sus consultantes.
Consiguió el dato: Enriqueta Fernández, psicoterapeuta, egresada de la UNAM. Tenía su despacho en Paseo de la Presa . Con una tarjeta de presentación en la mano, proporcionada por uno de los entrevistados, decidió profundizar en las historias que escribía. Llamó por teléfono a la mujer y tuvo que conformarse con dejar los datos en una contestadora.
Intentó una y otra vez, pero nunca la encontró. Días después acudió a la casa y vio una descuidada finca porfiriana que parecía abandonada. Tocó con la palma de su mano la puerta gruesa y alta, pero nadie le respondió. Unas cortinas descuidadas cubrían las ventanas y le pareció ver que alguien se asomaba. Como no salieran, se fue calle abajo y encontró a un viejecillo que vendía tacos de canasta, quien le informó que la doctora sólo abría por las noches. Ya con el dato, Fernando optó por regresar apenas oscureciera.
Esa noche, desde el lado opuesto de la calle, Fernando divisó una casa sombría, helada e inhóspita. Le incomodó tener que acercarse y cuando se había animado a hacerlo se detuvo porque se le adelantó un hombre de unos 45 años. El reportero reconoció en el recién llegado al director de uno de los museos de la ciudad y prefirió observar desde lejos. El visitante se acercó a la base del pórtico e hizo sonar una campana. Entonces la puerta se abrió y el hombre se perdió en el frente de la construcción.
Fernando miró cómo hombres y mujeres de entre 40 y 50 años llegaban a la casona. Luego de pensarlo un rato, se animó y al acercarse vio un cordón que bajaba de una campana de bronce verdoso, con una base con figura de diablo. Órale, pensó, parece más un sátiro que un demonio. El tañer fue como conjuro e, inesperadamente, por el jardín de al lado, se asomó una mujer bajita, morena, con un vestido negro y un delantal blanco. Fernando se estremeció al percibir a una mirada severa.
-Vengo a ver a la doctora, dijo ligeramente turbado
- ¿De qué color quiere el umbral?, le preguntó la mujer
Fernando se desconcertó aún más:
- No le entiendo.
- ¿Es usted un paciente?
- No, quiero que me ayude, necesito su apoyo.
- Espere tantito, por favor.
Casi tres minutos más tarde la mujer regresó, pero esta vez se asomó por la puerta.
- La doctora no puede recibirlo. Sólo atiende clientes por recomendación.
- Es que la persona que me la recomendó ya falleció.
- Disculpe, pero éste no es horario de visitas.
Cuando Fernando iba a replicar, la puerta se cerró.
En dos ocasiones más intentó comunicarse con la psicoterapeuta y, enfadado, renunció al propósito.
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El reportero volvió a su rutina y se olvidó de su empeño. Sin embargo, días después supo que acababa de morir un hotelero, muy popular en la ciudad, a quien había visto visitar a la psicoterapeuta aquella noche que fue a verla. Ya para ese momento su curiosidad era tal que decidió espiar la casa y esperar que salieran los pacientes que habían acudido. Estacionó su coche en un lugar discreto y ahí amaneció, expectante. Para su fortuna, las arboledas del Paseo de la Presa permitían el espionaje. Estaba aferrado a develar el misterio y aguardó a que la doctora saliera. A las diez de la mañana su espera rindió fruto.
A la luz del sol vio a una mujer madura, de entre 35 y 40 años, elegante, con un cuerpo armonioso, de piel blanca y cabello negro partido por algunas canas que se distribuían por la cabeza. Detrás de los lentes oscuros adivinaba la belleza de ojos de color. Disfrutó el paisaje de una mujer con falda ajustada, ligeramente corta, y su cadencia que partía la banqueta.
Enriqueta llevó su automóvil por el Paseo de la presa hasta el mercado de Las Embajadoras y él la siguió, la contempló con discreción mientras ella adquiría víveres y flores. El hombre observó, además, que su perseguida compraba algo a un yerbero. Cuando ella salió del mercado y al llevar las bolsas al auto, se le cayeron; Fernando acudió, solícito, a ayudarla.
Gracias, joven, sonrió la doctora mientras dirigía una mirada entre lasciva y recelosa. Fernando no supo que hacer. Pensativo, se alejó, pero cuando llevaba unos metros caminados escuchó que el motor del auto de Enriqueta no funcionaba. Se acercó nuevamente y, de pronto, del auto salió humo. Ella bajó y abrió el cofre; él, con rapidez, zafó las cables del acumulador, fue por el extintor y apagó el fuego. Más tarde llegó el mecánico de la agencia y se llevó el auto en una grúa. Enriqueta se quedó con su carga y la oportunidad fue inmejorable para que el joven reportero ofreciera su coche.
Aquella mujer resultó ser una lectora de las notas de Fernando. Compartieron durante varias salidas los temas sobre arte y cultura y no podía faltar el acompañamiento al teatro y la velada nocturna con el destino de estar ambos desnudos bajo las sábanas.

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Pasó el tiempo y Fernando y Enriqueta vivían un discreto amasiato. Cuando se reunían el muchacho llegaba a la casa y a la pregunta de "¿de qué color quiere el umbral?", citaba la contraseña: "en tono de luna llena".
Sin embargo, Fernando enfrentaba un misterio: las noches eran tan apasionadas que al amanecer sentía haber vivido el sexo como un sueño, como si lo hubiera hecho ebrio. Estaba preocupado; algo pasaba en las noches eróticas con Enriqueta. Si Fernando preguntaba sobre los difuntos ella desviaba con habilidad el tema; él terminó por angustiarse al ver el afán de su amante por evitar el punto.
Cuando el reportero estaba solo le asustaba evocar ese estado de narcotismo. Algo pasaba y no sabía qué era. Rememoró que Enriqueta tenía qué ver con los hombres y las mujeres que habían muerto y le entró miedo. Decidió, entonces, resolver una vez por todas el caso.
Tenso, caminó a medianoche por la calle subterránea. Los arcos humeados por el trajín de los automotores y la luz amarillenta lo aislaban del resto de la ciudad, airosa y con noctámbulos parsimoniosos. Había cenado poco y mal en uno de los carritos taqueros de El Baratillo y no se sentía cómodo. De vez en cuando algún auto resonaba en la piedra del que fuera el colonial drenaje de la ciudad. Ahora, la subterránea le ayudaba a reflexionar.
Primero pensó que se le drogaba. Hizo memoria y no había una constante para comprobar la sospecha: a veces comía o bebía algo, pero otras no. No se trataba de alimentos, pensaba y repensaba para concluir que se trataba de una paranoia y quiso mejor recordar los momentos de dicha. Suspiró al recordar el cuerpo blanco y suave de esa mujer mayor que él, pero tan bella y seductora que a su mente vino la sensación de la piel perfumada. ¡El perfume, eso es! Fernando tenía la primera pista.
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La jornada fue desesperante, desde temprano, sin haber dormido, el reportero bajó a zancadas por el callejón. Llegó a la redacción y revisó los diarios; vio sus notas y las de la "competencia" y con ansia esperó el mediodía para llamar a Enriqueta y tratar de concertar la cita. Seguía muy tenso y escribió lo de rutina. Ni crónica ni reportaje, sólo notas "changas". Su corazón latía entre el temor y la ansiedad.
Terminó temprano y se fue a Las Botas de mi General a tomarse unas cervezas y, raro en él, no probó la botana. Neurótico, caminaba por Sopeña cuando sonó el celular. Era ella y lo esperaba esa noche.
Esta vez Fernando se arregló con manos temblorosas que le hicieron pequeñas heridas en cachetes y cuello. Se limpió con pedacitos de papel bañados con loción y bajó por el callejón rumbo al recoveco donde semi-escondía su coche. Como sus manos temblaban, abandonó el propósito y mejor buscó un taxi. Lo abordó y dio la vuelta hasta el túnel de Los Ángeles y entraron por el de Embajadoras hasta llegar al Paseo de la Presa.
Enriqueta lo recibió efusiva. La energía de la treinteañera la hacía verse lozana. Ella confiaba en la sabiduría de que había adquirido con los años y conocía el arte del erotismo como afrodisiaco infalible. Fernando tenía preparado su plan. Sin ser visto se taponó con algodón las fosas nasales. Aun cuando aspiraba algo de la fragancia por la boca, no surtía el mismo efecto.
El embeleso de Enriqueta apareció una vez más. Fernando, por su parte, echó a andar su estrategia. Tenía en cuenta que sólo se acordaba con cierta claridad de cada relación hasta antes del orgasmo. Dedujo que se desmayaba o quedaba en trance en ese momento y así lo fingió justo cuando iba a eyacular y en ese instante dejó de moverse. Enriqueta, con rapidez, tomó un recipiente que tenía a la mano e hizo eyacular al muchacho en el fondo del cristal. Le apretó el pene hasta tomar la última gota.
Luego ella tomó otro frasquito y raspó con él sus paredes vaginales. Con el líquido en ambos receptores, corrió, desnuda, a una habitación contigua. Ahí estaba listo el escenario: paredes negras, un gran círculo al centro, hecho con veladoras. De inmediato aromatizó el ambiente con hierbas e incienso quemados.
Fernando la siguió con cautela y, entre asustado y curioso, entreabrió la puerta. Desde ahí divisó a una Enriqueta con cabello largo y desordenado, blanqueado por el humo y con un contraste rojizo por la luz de las veladoras, gritaba una serie de conjuros. El reportero contemplaba la desnudez perfecta de la mujer y entre las penumbras visualizaba objetos en los muros -acaso cuadros o quizá máscaras- adivinaba las figuras dibujadas con velas en el piso y la danza frenética de una científica de la conducta. Las gesticulaciones de Enriqueta evidenciaban un éxtasis y una concentración extrema. Danza y entrega reflejaban la intensidad del rito. Por la apertura se filtraban los olores de hierbas, de la cera quemada, inciensos, flores silvestres y el contacto de los pies de la mujer que daban ritmo a sus movimientos y parecían arrancar una percusión armada con el silbar de los ramilletes agitados en el viento. Una voz que sonaba profunda salió de Enriqueta, mientras se retorcía, poseída por su representación:

Dulce Muerte,/ llena mi cuerpo/ con tus placeres./ Dame la vida eterna,/la felicidad sin fin.
¡Ayaéeee, aéeee, aéeee!

El canto estremecía la pieza. Los objetos clavados en los muros vibraban con el sonido que sacudía el espacio. Las velas agitaban sus llamas y parecían apagarse cuando la psicoterapeuta aumentaba su jadeo hasta que la danza llegó a su clímax y ella lanzó un alarido de satisfacción. De pronto cesó el movimiento y Enriqueta, agitada y sudorosa, frotó contra su cuerpo los recipientes con el semen y su flujo vaginal. El cristal se empañaba con la humedad caliente y a su paso por la piel de la mujer quedaba un leve surco de suave amoratamiento. Ella meneaba pausadamente su cabeza, con los ojos cerrados, mientras mordía sus labios en un goce más lento, pero evidentemente cautivador.
Junto a ella estaban otros recipientes con líquidos verdosos que dejaban escapar un penetrante olor a hierba, perceptible por la puerta entreabierta. Fernando observó cómo Enriqueta mezclaba en un solo recipiente el semen y el flujo vaginal con las otras sustancias. Empezó una nueva danza, más rítmica que la anterior, sin el frenesí de la primera pero igual de arrebatadora. El vaivén del cuerpo se acompasaba con la agitación del frasco donde estaba la mezcla. Al principio la sustancia tuvo una reacción, como si hirviera, luego, después de más conjuros, el líquido se fue tornando de color rosáceo. Conforme se transformaba el contenido Enriqueta incrementaba la cadencia y, de igual manera, a la vez que terminaba la erupción ella regresaba a una quietud.
Cansada, se sentó en hinojos y tapó con cuidado el recipiente. Así permaneció durante unos minutos y, ya serena, se puso de pie y tranquilamente caminó hasta uno de los muros. Entonces guardó el frasco en una caja fuerte colocada atrás de un cuadro. En seguida, muy calmada, tomó una toalla y empezó a secar su cuerpo con delicadeza.
Se encaminó nuevamente rumbo a la recámara. Fernando, confundido, regresó a la cama y se recostó más o menos como había quedado antes de la ceremonia. Enriqueta llegó hasta él y empezó nuevamente a excitarlo. Apenas sintió las caricias, el muchacho, asustado, se incorporó, ante la sorpresa de la mujer, quien soltó un ahogado grito de espanto.
¡Tú los mataste, tú los mataste!, gritaba el reportero al tiempo que cubría su cuerpo con la sábana, como protegiéndose de una agresión.
Enriqueta sólo balbuceaba. Fernando, en tanto, arremetía, histérico, contra ella:
¡Voy a decirle a la policía que tú los mataste!
La psicoterapeuta corrió a abrazarlo y le dijo:
-Espera, te voy a contar la verdad.
Fernando se distanció nuevamente y, pegado a la pared, escuchó:
Yo soy una bruja, la sacerdotisa de la secta de la Dulce Muerte. Soy parte de un grupo de personas que hemos vivido con intensidad, acostumbrados al triunfo y al éxito. Nos angustia el fracaso y preferimos morir antes de sufrir la decadencia. Por eso, alrededor de los 40 años, cuando muestra capacidad física empieza a declinar, cuando dejamos de ser los impulsores en las artes, la ciencia, la política o el deporte, preferimos morir a quedar en el olvido o ya no ser como antes.
Fernando atendió, entre curioso, incrédulo, sorprendido y temeroso, la explicación de la mujer:
Como psicoterapeuta mi trabajo es preparar mentalmente a los miembros de la secta para morir. Cualquier noche de luna llena se realiza la ceremonia, hacemos un rito mágico y el o la voluntaria bebe el elíxir de la Dulce Muerte, el mismo que me viste preparar. Luego se va a su casa a dormir y, gracias al efecto del líquido, experimenta todos los placeres del mundo. El elíxir les genera el mismo efecto que el goce sexual, el placer por la venganza, los sentimientos de amor y el disfrute del daño hecho a alguien cuando se le odia. Es tan intenso que hace morir al cerebro, paraliza el corazón y causa una muerte sin dolor y con felicidad plena.
El joven observó tal vehemencia en Enriqueta que del miedo comenzó a pasar a la fascinación. Aquellas palabras convencidas y emotivas, dichas por labios maduros y carnosos; la desnudez subyugante a la vista; y ese olor embrujador, la turgencia de una piel, el recuerdo de orgasmos y pasiones, le atenuaron sus temores.
Ella se acercó y sintió cómo Fernando aún temblaba. Lo empezó a acariciar como si fuera un bebé. La humedad femenina se posó en los hombros y el pecho del muchacho y la voz cálida y amorosa de Enriqueta llegó hasta el caracol de la oreja y ahí dictó la sentencia:
Tú, hermoso Fernando, mi Apolo, mi Paris, mi escultura de placer y carne, serás mi sucesor, el nuevo brujo de la secta; aprenderás el ritual y con tu belleza buscarás mujeres para con ellas y con tu esencia de erotismo producir el elíxir de la Dulce Muerte.
Pronto cumpliré 40 años; tú, en cambio, máquina de goce, tienes mucho tiempo para vivir. Tú serás mi heredero.
Otra vez el olor del perfume hizo que la lujuria de Fernando se estimulara y fuera sacudido por la sabiduría lasciva de la mujer. El muchacho, mientras se transportaba al paraíso anhelado, repetía una y otra vez, en voz baja y con tono ceremonioso:

Dulce Muerte,/ llena mi cuerpo/ con tus placeres./ Dame la vida eterna,/ la felicidad sin fin.
¡Ayaéeee, aéeee, aéeee!

Texto agregado el 08-03-2007, y leído por 291 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
08-03-2007 me tarde en leerlo...pero esta bueno...! el final...pobre fernanado!! jja....!beso! Maggie_Lee
 
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