A Dolores le gustaba lastimarse de vez en cuando. Nadie lo notaba, es que sabía hacerlo de forma sutil, poco a poco. Dolores tenía un pelo precioso, largo, rubio, esplendido, pelo de propaganda de Sedal. Y su manera de lastimarse, cuando creía que lo merecía era sacarse mechones de raíz. Es que su castigo era ese, arrancarse los pelos de la cabeza. Entonces se encerraba en su cuarto, y en los ratos en que sabia a su marido fuera de casa comenzaba la tarea, lentamente, uno a uno, la pequeña tortura como ella misma a veces la llamaba. En los momentos de mayor desesperación no podía esperar hasta que su pareja saliera de la casa para hacerlo, por lo que mientras ésta estaba en la cocina o en el living Dolores se encerraba en el baño y empezaba el sacrificio, cerrando los dedos de manera firme alrededor de su pelo color sol y tirado bien fuerte, un tirón seco, que era así como mejor salían. Es verdad que a veces tenía que taparse la boca con la mano para no gritar de dolor, pero debía ser fuerte y soportarlo. Es que, además del dolor sentía un cierto placer, placer inexplicable, único, que ella no podía entender, apenas pensar. Las pocas veces en las que se había preguntado acerca de esa sensación placentera tan extraña se tranquilizaba pensando que no era más que la satisfacción de saberse en paz con Dios. Es que esa era su mejor manera de demostrarle su amor, ofreciéndole lo más preciado que ella poseía: su pelo. Eso, estaba convencida, era algo mucho mas valioso que ir a misa o a confesarse y Dios, que todo lo sabía y comprendía, seguramente lo entendía así aceptando complacido ese sacrificio particular que ella le ofrendaba. Aunque, hay que decirlo, había ciertas ocasiones en las que aún sin haber cometido ninguna falta se encontraba encerrada en el baño con las manos sobre su tesoro, cumpliendo un castigo por algo que no había cometido. Pero entonces, ante cualquier pensamiento molesto se decía a si misma que de esa forma estaba pagando futuros pecados, por lo que Dios desde el cielo, debía estar observándola muy complacido de tener una seguidora tan comprometida y fervorosa. Además, se satisfacía de saber que su madre desde el cielo también debería estar orgullosa de su hija, ya que había sido ella quien le había enseñado que su pelo era lo más lindo que poseía, enseñándole a cepillárselo y cuidárselo de la mejor manera para tenerlo reluciente. Como también había sido ella la que de niña la zamarreaba del cabello cuando Dolores se portaba mal, amenazándola con rapárselo al ras si volvía a cometer otra vez la misma falta. Dolores jamás se olvidaría del día en que su madre llegó a quedarse con varios mechones dorados entre sus dedos gruesos de tan fuerte que la había sacudido. Ahora no se acordaba que es lo que había hecho pero debía de haber sido algo muy malo para que su madre se enojara tanto. Por todo esto es que estaba segura que si ella estuviera viva sería la única que la entendería. Por la misma razón, para evitar cualquier pregunta molesta sobre esos agujeros entre su pelo de oro es que solía usar sombreros ó pañuelos, y el pelo recogido en un rodete apretado. Es cierto que luego tenía que escuchar a su marido quejándose de que extrañaba verla con el pelo suelto que le quedaba tan lindo, pero prefería oír los reproches antes de que algún curioso descifrara su forma tan particular de alabar a Dios.
Y todo hubiera seguido su rumbo sin inconvenientes, que arrancarse un par de pelos cada tanto no hacía mal a nadie, si no fuera por que Emilio, su marido, se le había metido la terrible idea de que quería tener un hijo. Idea que no dejaba dormir a Dolores y que la hacía tener pensamientos horribles, pensamientos que la hacían sentirse verdaderamente culpable. Esto hacía que los espacios pelados en su cabeza fueran en aumento y si bien Dolores podía ponerse sombreros, pañuelos y hacerse rodetes ajustados, el asunto se le tornaba decididamente más complicado a la hora de acostarse, momento en el que Emilio se ponía mimoso y quería jugar con el cada vez menos esplendido pelo de Dolores, que ya no sabía que mentira decir para mantener las manos de su hombre alejadas de su objeto de sacrificio. Mentiras claro, por las cuales luego debía cumplir a su vez más castigos, llevándola a una situación definitivamente peligrosa, que al ritmo de cómo avanzaban los hechos dentro de poco no le quedarían más pelos que arrancarse. Pero Emilio seguía con la idea fija, que sentía que ya era la hora, que hacía mucho que estaban juntos, que no quería tener un hijo del que se sintiera un abuelo, y etc, y etc,. Y por más que Dolores le diera vueltas al asunto no sabía que más decirle para aplacar sus ansías. Además, presentía que el deseo de su marido por un hijo era tan grande que si no accedía las cosas terminarían mal, y el estar en discordia con Emilio era algo todavía menos pensable que el tener un hijo, por más espelúznate que esta idea le pareciera.
Para colmo de males estaba ese maldito sueño que no dejaba de aparecérsele desde que su marido había empezado con el tema. Era un sueño espantoso, en donde aparecían Emilio con una nena que Dolores sabía era su hija, chiquita y rubia, preciosa. Estaban en un lugar que se asemejaba a un templo, por los techos altos, las ventanas de vitraux, el olor a incienso. Las pocas personas que había se hallaban de rodillas, solo una se encontraba parada en medio de lo que parecía un altar. Dolores no llegaba a verle el rostro casi cubierto por una capa negra. Solo podía ver su mano haciéndole un gesto a su marido para que se acercara. De la misma manera cada vez, Emilio se acercaba al altar con la nena de la mano y una vez allí escuchaba como la persona de negro decía con tono grave que la niña había hecho algo terrible por lo que debía ser castigada. Entonces el personaje encapuchado colocaba a la criatura frente a si y mientras con una mano agarraba unas tijeras, con la otra le recogía el pelo lacio y rubio casi blanco que le caía alrededor de la cara pequeña. Luego, muy lentamente, levantaba las tijeras en alto para un segundo después bajarlas con violencia. Era entonces cuando Dolores se daba cuenta de que no eran para cortarle el pelo sino la cabeza. Siempre igual el sueño se sucedía, noche tras noche, despertándose cada vez empapada de sudor con un grito de horror a punto de brotarle de entre los labios.
Pero nada de esto podía contar a Emilio quién comenzaría a preguntarle como sabía que esa nena era su hija y quien era ese personaje encapuchado del sueño, y tantas cosas que ella no sabría que responder, por lo que una vez mas, como en tantas otras ocasiones, guardó silencio. Además, luego de pensar miles de veces el asunto había llegado a la conclusión de que por más aterradora que la idea le pareciera aceptaría tener un hijo, es que las cosas con Emilio estaban de verdad malas. Por lo que esa misma noche se lo diría. Es más, prepararía una cena especial con vino y todo para que sea una verdadera celebración. Es que aunque sintiera que así estaría firmando su sentencia de muerte, era mejor estar muerta en su compañía que viva sin él.
Faltaba menos de una hora para que su esposo regresara, ya tenía todo listo, el vino, la cena, estaba vestida, y perfumada, solo le faltaban los últimos retoques de pintura. Se miro al espejo del baño, estaba casi de buen humor, sabía que esa noche las cosas irían bien, lo presentía, se arreglaría con su marido, todo volvería a ser como antes. Además debía de ser un buen augurio el que hacia días que no se castigaba, pensó mientras se cepillaba el pelo que esa noche podía darse el lujo de lucir suelto. Se miro al espejo otra vez y le sonrió a esa mujer que la miraba con el cepillo en la mano imaginándose la cara de alegría de Emilio cuando le diera la noticia. Si, si, las cosas definitivamente volverían a estar bien. Pero mejor se lavaba los dientes antes de terminar de empolvarse, además ya no debía faltar tanto para la llegada de su compañero. Abrió la canilla del agua fría, puso pasta al cepillo dental y comenzó a lavárselos. Sintió el gusto mentolado de la pasta de dientes en su boca, en su lengua, mientras su vista paseaba sobre la mesa del baño. Debería haberla ordenado un poco, que era un caos, se dijo a si misma mientras sus ojos iban de un objeto a otro. Había de todo, una esponja, una pincita de depilar, hilo dental, un cepillo de uñas, dos hisopos tirados. Sus ojos se detuvieron ante un objeto grande que brillaba, su mente tardó en reconocerlo, como si de repente hubiera olvidado el nombre de aquello. Era una tijera. Sus ojos se abrieron, sus manos se tensaron, el cepillo de dientes cayo al suelo, y sin importarle el agua que seguía cayendo se aparto del lavatorio, llevándose las manos sobre su pelo recién cepillado. Sus dedos se suspendieron sobre su cabeza, solo un segundo, para bajar con fuerza y comenzar a tirar con furia. Pero esta vez no frenó como siempre cuando pensaba que había pagado su culpa, que se había lastimado lo suficiente, esta vez siguió arrancando uno a uno los mechones de pelo rubios que caían muertos al piso negro del baño, igual que el agua que brotaba de la canilla que seguía abierta, como una catarata incontenible.
Cuando Emilio llegó la encontró tirada en el piso del baño en posición fetal, con las manos alrededor de la cabeza casi pelada, sus ojos desorbitados. Alrededor de ella incontables mechones de pelo rubio, su pelo, o lo que había quedado de él. Cuando desesperado le preguntó que había pasado lo único que escuchó de labios de su mujer con la voz entrecortada fue: ¨Yo era la de negro¨.
|