"... y cuando finalmente ves la luz al final del túnel, resulta ser un tren de carga que viene hacia ti"
- Willie Coyote
Como todos los días, Oscar salió de su casa a las 8:00 en punto. Como todos los días, caminó a la parada de buses y esperó. Una vez sentado en el bus comenzaron, como todos los días, sus cavilaciones. Pensaba en lo triste, patética y monótona que era su vida. A sus 43 años no se había casado. Tuvo suerte de perder su virginidad a los 20, ya que si no hubiese aprovechado aquella turbia oportunidad no habría tenido sexo hasta los 28, edad en la que tuvo su primer hijo.
Muchas veces pensaba a qué se debía tanta mala suerte. Algunos de sus cercanos trataban de aconsejarlo, diciéndole que la suerte se la hace uno, que las cosas que pasan son siempre consecuencia de lo que uno hace, no al revés. Eso deberían decírselo al ascensorista que le cortó el meñique con la puerta de un elevador en mal estado. O tal vez era culpa de él que su casa se esté hundiendo, un poco más cada invierno. Así como va, tendrá que entrar por la chimenea en unos cinco años más. Claro, debe ser culpa de él por no estar ahí cuando al estúpido ingeniero se le ocurrió construir la población en un antiguo relleno sanitario. Hay otras casas del barrio que ya fueron deshabitadas por posibles fugas de metano. Eso a él no lo afecta. Es una suerte. Lo que no sabe es que la carta del ministerio de obras públicas que le avisaba de su preocupante situación se perdió en el correo.
Oscar baja del bus y se dirige a su trabajo. Es una suerte que todavía tenga empleo, después de tantas veces que ha llegado atrasado o ha faltado por causas ajenas a su control. La última vez llegó dos horas tarde porque a alguna persona inconsciente se le había ocurrido suicidarse en el metro. Desde ese día en adelante, Oscar toma el bus para llegar a la empresa. Se coloca su overol y sus bototos y entra a su lugar de trabajo. Su labor es recoger los paquetes de ampolletas nuevas que escupe una gigantesca máquina y colocarlos ordenadamente y con cuidado en una caja de cartón para su distribución. Por lo menos es mejor que hacerlas de fumigador y control de plagas, como en su último empleo, que como despedida le dio un siniestro caso de hidrofobia al tratar de desalojar una violenta familia de murciélagos de un edificio. Si, por lo menos este trabajo es mucho más tranquilo, predecible, sencillo y calmado. Así transcurre el día en la vida de Oscar, hasta que llega la hora de salida. Se acerca a la oficina de su jefe a recibir su sueldo. Este mes, se lo tienen en un bonito sobre azul. "Reiterados atrasos y faltas", decía la carta que acompañaba a su finiquito. En efectivo, ya que Oscar no puede obtener una cuenta corriente por un caso de "identidad robada" por el que todavía tiene 17 demandas pendientes. Dos meses de paga, una carta, un bonito sobre azul de recuerdo, y adiós para siempre. Por lo menos no salió enfermo de este empleo.
Triste, pero optimista, Oscar se dirige a la parada de bus para volver a su menguante hogar. Vaya. Dos horas esperando y no hay buses. La mayoría de la gente que esperaba junto a él se decidió a caminar durante la primera hora de inactividad. Oscar, por supuesto, con su eterna y ciega fe en el sistema, esperó y esperó. Ahora ya era de noche. No se iba a arriesgar a caminar hasta su casa con su finiquito en el bolsillo, por lo que tomó un taxi. Conversó con el chofer durante el trayecto, como siempre lo hacía, contándole todos los detalles de este día que había comenzado tan bien, pero que había terminado tan mal. Después de varios "atajos", Oscar ya no reconocía dónde estaba. El taxista le enseñó una pistola calibre 45 (la más grande que Oscar había visto en su vida) y le pidió amablemente que le entregara el dinero, el reloj y, por supuesto, las zapatillas que le había regalado su tercer hijo para su cumpleaños número 43.
Y así quedó Oscar, sin dinero, sin reloj y sin zapatillas en una población desconocida para él. Caminó descalzo durante horas, hasta que por fin una de las avenidas se le hizo familiar. Tres horas después, Oscar estaba en su casa llamando a la policía. Le dijeron que se presentara en la comisaría a hacer la denuncia, pero Oscar ya no quería saber más de taxis, buses o calles en general. Le dijo a la oficial que iría a primera hora de la mañana. Colgó el teléfono y trató de encender el televisor. No lo logró. Tan cansado y deprimido estaba Oscar, que no se dio cuenta de que estaba desenchufado. Se dirigió a su dormitorio a descansar.
Por muy malo que haya sido un día, Oscar tenía un rito nocturno antes de dormir. Aunque había dejado de fumar después que le descubrieron cáncer al pulmón, todavía mantenía la costumbre de fumar un cigarrillo en su cama, con la luz apagada, justo antes de dormir. Bastó la chispa del encendedor para que el metano se inflamara e hiciera explosión. Oscar voló por los aires, rodeado de trozos no muy grandes de su casa. Vio con tristeza pasar por su lado una de sus piernas mientras iba en ascenso. En el descenso, miró con melancolía su mutilada mano pasar a dos metros de sus ojos, aunque a estas alturas, Oscar sólo veía por el ojo derecho. Finalmente, todo se puso negro. Oscar pensó en el alivio de la muerte, ya que no sentía dolor ni tristeza ni depresión. En realidad no sentía nada de nada. Abrió su ojo derecho para encontrarse en la pulcra pieza de un hospital, y se dio cuenta que el alivio en realidad se lo daba la morfina. Descubrió que le quedaba sólo un brazo y una pierna, que estaba completamente sordo y que no podía hablar, probablemente porque estaba intubado. Por lo menos estaba vivo, y por eso dio gracias al cielo. Al mirar hacia arriba, vio la bolsa del suero casi vacía que tenía conectada al brazo que le quedaba. Con una extraña mezcla de pena y alegría, vio cómo una gran burbuja de aire bajaba inexorablemente por la sonda.
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