La niña que tuvo alas
Del despertador de falluca china salió un metálico canto de gallo. Enseguida, una voz con acento oriental dijo la hora. Paula, de diez años de edad, abrió lentamente los ojos. Estaba acostada bocabajo y se sentía como si no hubiera descansado. No podía darse el lujo de llegar tarde a la escuela por el riesgo de un fuerte castigo. Con ese cuerpecito que le pesaba como costal con tierra, giró para apagar la alarma. Fue entonces que se percató que algo le calaba en su espalda.
Con sus manitas no alcanzaba a detectar lo que tenía. Sólo sentía un cosquilleo, como de plumas. Asustada, se puso de pie. Se acercó al espejo del ropero y vio que en su espaldita brotaban, con un brillante color amarillo, un par de plumillas suaves.
¡Me va a pegar mi mamá! -fue su primer pensamiento.
Trató de arrancarse las plumas, pero el dolor la disuadió y optó por ponerse una camisetita debajo de la blusa de la escuela y salió corriendo de la casa sin desayunar, tratando de evitar que su mamá la mirara.
Esa mañana, Paula se sentía más incómoda que nunca. Sus ojitos negros con brillo de inteligencia se perdían entre los lentes de fondo de botella con una gruesa armadura negra.
Con su uniforme descolorido, mal peinada, aunque limpia de ropas y cuerpo, aguantaba las constantes burlas de sus compañeritas, que en la televisión habían encontrado el enésimo apodo para ella: la nerd.
Había dejado ser “La Rata de biblioteca”, “La Matada”, “La Machetera”, la acusada de lambiscona para sacar 10, la causante de que otras niñas y otros niños fueran regañados y comparados:
- Mira, Ivonne, fíjate en Paula, es más chiquita que tú y ya hace re bien los quebrados.
- Francisco, no te distraigas, toma el ejemplo de Paula, siempre está atenta.
Paula era el motivo de envidias, burlas y agresiones. Paula, la de la estrellita en la frente desde el Jardín de Niños; Paula, la torpe para educación física, pero muy hábil para las matemáticas y de prodigiosa memoria para la historia.
Era Paula, la que sufría con llanto silencioso y clandestino los chistes crueles, la que cada mañana sentía que las plumitas crecían en su espalda como rama de árbol. Era la niña que hacía sus tareas a pesar de que su mamá la mandaba al parque cuando llegaba acompañada por algún señor con el que se besuqueaba y manoseaba con la creencia de que la pequeña no los veía.
Era Paula, la niña a la que le escondían los libros en la escuela, la que en alguna ocasión sorprendió a su madre en la recámara, quejándose de algo mientras otro señor se movía encima de ella.
Paula, la que ganaba los concursos de declamación, la que en más de una ocasión cenó tortillas duras y rancias porque esa noche su mami llegó en la madrugada, hablando raro y oliendo feo.
Paula, la que en cada alabanza de sus maestros tenía como contraparte un nuevo sobrenombre, por lo regular surgido de algún personaje de la televisión.
Con el paso de los días, Paula se volvió más taciturna. Para su madre, el silencio de la niña era comodidad, era menos tiempo de atención, era deslindarse de su obligación de atenderla. Le extrañó el carácter ahora apacible, pero nunca observó que Paula no le daba la espalda, que era común verla con la mochila cargada a cuestas.
En la escuela, los niños sí notaron el bulto y empezaron a corear, ante la más leve frase de su compañerita un “¡¿qué dijo?!”, en alusión a “Igor”, un personaje jorobado de la televisión comercial.
Ahora le apodaron “Igora” y las burlas arreciaron hasta que en un recreo empujó a una de las niñas que más le cargaba la mano. El empujón fue respondido con un jalón de cabello y Paula contestó con rasguños y mordidas.
Media hora después, a la oficina de la directora llegó la mamá de Paula. Había pedido permiso en la tienda donde trabajaba como vendedora, porque por el teléfono celular le dijeron que algo grave pasaba.
Paula estaba arrinconada. Por momentos lloraba con leves pujidos que contenían un llanto mayor. Otras más se ponía agresiva. Lo primero que hizo su madre fue golpearla en la cabeza y reclamarle el haberle afectado en su trabajo, ante la sorprendida mirada de las maestras que observaban el típico cuadro de maltrato infantil.
Señora –le preguntó la directora mientras la contenía-, ¿qué tiene Paula en la espalda?.
Fue entonces cuando la madre se fijó que su hija tenía un bulto, como una joroba que se prolongaba a lo largo de la espalda.
Quítate la blusa, le exigió con voz amenazante.
Paula se resistía, pero ante el temor de ser golpeada de nuevo, con lentitud se fue desabrochando la blusa del uniforme.
Nadie esperaba la sorpresa. La maestra de quinto grado se desmayó. La de tercero, que era muy creyente, elevó las manos y comenzó a rezar.
La mamá permanecía estupefacta y la directora abría desmesuradamente los ojos y de su boca escurría un hilillo pegajoso.
Paula se dobló y se hizo un capullo mientras en su espalda empezaban a desplegarse, brillantes y vigorosas, un par de alas.
Al sentirlas libres, la niña salió corriendo al patio y su carrera se convirtió, repentinamente, en un vuelo lento y majestuoso.
Sus compañeritos recordaban la escena de Dumbo, el elefante de Disney, que revoloteaba por la pista del circo. Pero no era una película, era Paula, que del llanto pasaba al asombro.
La noticia llegó a todos los rincones de la ciudad. Los supervisores escolares hablaban del prodigio de una niña muy aplicada, a la que le habían salido alas y podía volar.
Los reporteros la acosaban. Camarógrafos y fotógrafos le pedían una y otra vez que volara. Transmitían en vivo por el canal local cómo Paula revoloteaba en el patio de la escuela, mientras la maestra de cuarto año se soñaba como nueva directora del plantel y la mamá de la pequeña coqueteaba con los entrevistadores con la esperanza de conocer a un productor y llevar a la pantalla la historia de su niña y así salir de pobre.
Para Paula, volar no era tan fácil ni tan placentero. Se le cansaban las alas y a veces el viento amenazaba con estrellarla contra algún edificio.
Su mamá se ponía a temblar sólo de pensar que la niña se atorara en los cables de electricidad y... ¡adiós coches, cuenta bancaria, viajes y residencia!
Paula ahora disponía caprichosamente de otros seres humanos. Despreciaba a los que más se burlaban de ella y veía con satisfacción cómo le rendían pleitesía sus compañeras de salón y cómo la buscaban para salir con ella en la tele.
Observó que sus alas habían disminuido de tamaño y decidió volar lo menos posible, pues dedujo que por tanto hacerlo se habían gastado.
Conforme pasaba el tiempo, la niña cambiaba su carácter cada vez más. Exigía que le dieran helados y todo tipo de regalos. Imponía sus privilegios y era crecientemente altanera tanto con sus compañeros de escuela como con sus maestros. Su madre la soportaba porque ahora cobraba por cada entrevista y ya tenía rato que no la hacía volar porque había fijado una cuota muy alta por exhibirla.
De todo el mundo llegaban las cámaras para, previo pago en dólares, grabar la niña alada. Los científicos de la Universidad le rogaban a la señora porque les exentara el pago para estudiar a la pequeña.
Con el dinero cobrado le pagaron la operación de los ojos a Paula y ahora sólo de vez en cuando usaba unos finos lentes importados de Italia para protegerse de los rayos del sol.
Llegó el día en que una cadena estadounidense le ofreció mucho dinero a la mamá de Paula para grabar un vuelo más de la niña. Los productores de Walt Disney ya preparaban el guión de Dumbo and the little Paula. Spielberg quería contar la historia de The fantastic flayer girl y se vislumbraba para madre e hija un futuro prometedor.
Los productores hospedaron a Paula en una suite de lujo. Le compraron un bata de seda y un ejército de fornidos hombres impedían que la gente se acercara.
Bloquearon varias calles a la redonda del parque donde las unidades móviles se habían instalado y Paula fue trasladada del hotel a la zona de la grabación en una limousine. La pequeña estaba primorosamente maquillada, con ropa importada y una capa de seda le cubría sus valiosas alas. Paula, con enfado, saludaba a la gente que se había apostado en el camino para verla pasar. Sonríe, le pedía su madre y sólo obedeció al productor porque sabía que esa orden significaba dólares.
Custodiada por los guardaespaldas y con varias ayudantes que vigilaban que luciera impecable, Paula bajó del auto y se colocó en el centro del jardín donde iba a grabar la transmisión en vivo para más tarde filmar su primer comercial.
Se despojó de su capa de seda y notó que sus alas estaban mucho más pequeñas que antes. El productor frunció el ceño. No se van a ver espectaculares, dijo en inglés a la mamá. Es que cuando vuela se estiran, mintió la señora.
Paula no podía echarse para atrás. La ambición y el ver cómo la admiraban los espectadores le inspiraron confianza. Se percató de que las alas apenas le medio cubrían la espalda. Empezó a moverlas lentamente y no se movía. Hizo un esfuerzo mayor y apenas se levantaba.
¡Court!, gritó el gringo.
Espere, míster, ahorita vuela mi niña, dijo la mamá tratando de ocultar su preocupación.
Paula sabía que no podía fallar, que había mucho de por medio y se acordó que los aviones tienen que correr para despegar y así lo hizo. Emprendió la carrera y se elevó unos metros. Forzó al máximo el aleteo y logró subir más... y más... y más.
El productor respiró aliviado, aunque no le gustó mucho la pequeñez de las alas, pues le restaba espectacularidad a las tomas. La mamá ocultó su ira y pensaba cómo castigar a esa niña irresponsable por haber descuidado el crecimiento de las alas.
Paula vio cómo las cámaras la seguían. Desde el helicóptero la grababan y desde las alturas escuchaba la gritería. Cerró los ojos y se soñó más rica y poderosa, se imaginó cómo tener a grandes y pequeños al pendiente de su más mínimo deseo y cómo castigar a los que la humillaron.
En ese momento sintió cómo las alas empequeñecían más. Las agitó cual colibrí, pero con las buenas comidas y las comodidades había subido de peso y las alas ya no podían sostenerla.
Tanto los centenares de curiosos, los extras, los técnicos y camarógrafos, la mamá y el productor y los millones de tele espectadores vieron que el cuerpo de Paula caía. Pensaban que era una acrobacia hasta que escucharon la voz de la narradora que decía que la niña se precipitaba cual pájaro herido.
La caída fue vista desde varios ángulos y repetida una y otra vez en los noticiarios de todo el mundo. La ciudad estaba conmocionada, en la escuela las clases se suspendieron y sólo hablaban de Paula.
El presidente hizo un enlace en vivo para comentar la tragedia y decretar luto nacional. Las compañeritas de escuela declaraban una y otra vez en entrevistas en los medios que Paula fue una amiga ejemplar, que la admiraron mucho desde el primer año. La directora propuso ponerle a la escuela el nombre de la pequeña. La madre se desmayaba ante cuanta cámara le ponían enfrente.
Dos días después, luego de que médicos y científicos analizaran el cuerpecito para conocer el secreto del brote de las alas, el cadáver fue velado entre reflectores y cámaras.
La mamá de Paula negociaba las imágenes exclusivas. La directora gestionaba ante las autoridades educativas más recursos para la escuela. El partido en el poder, muy dado a ganar votos a través de spot, preparaba una candidata que aprovechaba el momento para utilizar la referencia a Paula y promoverse políticamenteEl alcalde promovía sus aspiraciones a la gubernatura del estado. El Presidente de la Cámara de Comercio de la ciudad daba cifras de la derrama económica generada por el fenómeno Paula, en las plazas y autobuses, los vendedores ambulantes vendían muñequitas con alas:
¡En una promoción, una propaganda de Mercantil la Moderna, llévese una Paula por 15 pesos o dos por veinteeee!.
Pasadas las guardias de honor, luego de que el horario de los noticiarios de la tarde y el cierre de edición obligara a reporteros, fotógrafos y camarógrafos a retirarse por lo menos durante algunas horas, al pequeño y fino ataúd blanco donde estaban los restos de Paula, se acercó otra pequeña, tímida, triste y serena.
Era Diana, la única amiguita que la pequeña tuvo en la escuela. Habían sido vecinas desde bebés y era quien la defendía de las agresiones de las otras niñas. Cuando Paula fue famosa, cambió y la despreció, pero podía más el recuerdo de los buenos momentos.
Primero, Diana miró el rostro apacible y pálido de su amiga. Ya le había llorado mucho, era el tiempo de la despedida, pues no le dieron permiso de ir al panteón.
Diana miró al resto de los niños, que contagiaron su egoísmo y vanidad a aquella pequeña noble que sólo cumplía con su deber de prepararse mejor y ser una buena persona; miró a esa señora, que primero tenía en Paula a un estorbo y luego la vio como mina de oro; volteó hacia los camarógrafos y percibió en ellos la insensibilidad de una sociedad que todo convierte en mercancía; miró a la directora y los maestros, que sólo utilizaban a Paula, una niña excepcionalmente inteligente y sensible, como parapeto para ocultar su mediocridad como docentes y ganar inmerecidos privilegios; despreció al alcalde y los políticos que lo rodeaban, porque el fenómeno Paula les permitió que la gente se olvidara de que sus autoridades eran frívolas, corruptas e ineficientes; por último, miró nuevamente a su amiga.
Le agradeció los momentos en que jugaban a la casita y se quedaban a dormir en improvisadas carpas de cobija montadas sobre el jardín en las noches cálidas, evocó los juegos con las muñecas, los juegos de té en los que el café era agua de lluvia, de las tortas de lodo, del préstamo del suéter en los tiempos de más frío. Así, con esos recuerdos que le hicieron sonreír, Diana olvidó los desplantes de Paula la famosa y se quedó con Paula la amiga de infancia.
Diana besó el cristal del pequeño ataúd blanco. Cuando salió de la agencia funeraria y el llanto le humedecía sus mejillas, empezó a sentir una ligera comezón en su espalda. Abrazó a su muñeca de trapo, la Negra Tomasa, que le regaló Paula cuando tenían cuatro años, levantó del jardín una ramita y se rascó, para seguir su camino y perderse en el tráfico de la ciudad.
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