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El misterio de las fotos

Salomón observaba una y otra vez las fotografías. La palidez de los cuerpos resaltaba el coágulo negruzco que envolvían pechos y yugulares. En las espaldas de los cadáveres se dibujaban juegos de surcos profundos e inquietantes. Mientras comía su torta nocturna de rigor, el detective privado fingía leer la sección policíaca de un diario local, donde también se publicaban las gráficas.
Sabía que la ciudad vivía un estado de sitio, entre sensacionalismo, morbo y superstición: la policía intensificaba sus rondas. Los patrulleros, empero, no confiaban en sus armas. Bajo los chalecos antibalas retenían los Cristos benditos, los escapularios y las estampas milagrosas. Había quien, discretamente, portaba su collar de ajos. Estaban dispuestos a enfrentar al más temible delincuente, pero no a un hijo del diablo; balearse con un asaltante es un riesgo de oficio, pero destruir al hombre-lobo exigía ayuda divina.
En las oficinas de la policía judicial los estudios revelaban lo inverosímil: las pruebas de ADN y las huellas analizadas en la computadora decían que los pelos encontrados en los lugares de los crímenes señalaban que se trataba de un perro... o un lobo.
Por eso los dueños de mascotas vivían en el terror. El gobierno municipal ordenó sacrificar perros y gatos. Se especulaba sobre una enfermedad que atacaba el cerebro de los animales y los volvía agresivos.
En la prensa el mito del hombre-lobo multiplicaba ganancias y servía de pretexto para la guerra política. Los reporteros más avezados iban tras la pista que la judicial no encontraba. Por otra parte, a las redacciones llegaban cientos de llamadas para tratar de ganar la recompensa de cinco millones de pesos para quien denunciara al monstruo. Los señalamientos alcanzaban lo mismo a gobernantes y opositores. Más que ganar la recompensa se pretendía descalificar al contrincante.
El prestigiado investigador veía cómo, a pesar de todo, no se vivía un terror clásico, en el que la neblina hacía de las calles espacios translúcidos y misteriosos y los aullidos se proyectaban como sinfonía kitsch para representar miedo. No, esta vez el terror era institucional, plasmado en los medios de comunicación:
"Por culpa del hombre-lobo disminuirá el turismo"; "Se afecta la planta productiva"; "Se ha alterado el orden social"; "Vivimos una profunda crisis de seguridad pública"; "El hombre-lobo es una cortina de humo para distraer la opinión pública", rezaban los editoriales en prensa, radio y televisión.
En los cruceros y los autobuses pululaban los vendedores ambulantes: "¡para que no lo compre a cincuenta pesos en tiendas de autoservicio y supermercados, llévese su llavero del hombre-lobo a diez pesitos o dos por quinceeee!"
Tras el recuento, Salomón observaba de nueva cuenta las fotografías mientras contemplaba el movimiento en la acera de enfrente. Entre los faros de los automóviles destacaban las luces de neón con letreros de refrescos y licores. Las marquesinas lucían los nombres de los centros nocturnos de la zona de tolerancia de la ciudad. Hombres, mujeres y policías deambulaban bajo los faroles tenues y los rostros forjados entre alcohol, drogas y desvelos.
Aquí no existía el temor al hombre-lobo. Junto a un poste, un hombre con chamarra de cazador entregaba un sobrecillo a cambio de dinero. En los interiores el alcohol encendía deseos y las mujeres iban de mesa en mesa mostrando gruesas piernas y grandes bustos. Lejos se hallaban de un ambiente lúgubre, digno de película o relato de terror. El detective miraba una realidad cruel que derribaba ilusiones, incluso literarias.
Salomón esperó paciente. Tras semanas de trabajo y reflexión estaba por demostrar su hipótesis y sólo esperaba el momento adecuado para resolver el caso y ganar la recompensa. No habían pasado cuarenta minutos cuando su alerta fructificó. Bajo la marquesina apareció el sospechoso. Era un joven alto, flaco y fuerte, de rostro afilado y labios delgados, rodeados por una bien cuidada barba de candado. Con sus ojos escudriñaba cada rincón del paisaje urbano. Apenas se posó en la esquina se corrió la voz y varias mujeres llegaban solícitas. Le acariciaban el rostro, jugaban con los vellos de su pecho y paseaban las manos por las caderas del joven macizo. A cambio de una promesa o el compromiso de momentos de sexo y el acuerdo de la protección ellas entregaban sin más ceremonias la cuota del día o, mejor dicho, de la noche.
El detective conocía la rutina. Luego de recibir el dinero de las prostitutas el joven daría la parte correspondiente a los patrulleros y judiciales de rigor. Quizá está protegido por algún funcionario, pensó el detective. Lo inmediato era ver cómo las mujeres idolatraban esa figura de pachuco, anacrónico y convencional, contrastante con la edad del muchacho. La escena no solo carecía de misterio, simplemente no llegaba al nivel de thriller y sí, en cambio, representaba la más viva imagen de provincianismo.
Cumplida su labor, el joven se alejó de la esquina. Salomón aplicó sus técnicas de persecución. La noche enfriada y el cielo nublado facilitaban el espionaje. La noche de los autos de noctámbulos motorizados echaban a perder la escena de suspenso impuesta por las lámparas rotas entre una sinfonía de aceleraciones de motor y mentadas con los claxon. No había nada tenebroso en el ambiente, sólo un vividor que seguramente también mata a sus víctimas.
El hombre joven, flaco y fuerte, viró de repente hacia el callejón de la derecha. Era la acción que el investigador privado, ex-policía y ex-reportero, esperaba. Al fondo estaban la penumbra y un muro alto que cubría toda salida. Era un hecho que el criminal planeaba en ese rincón sus asesinatos, dedujo Salomón.
Sin mayor esfuerzo el también ex-seminarista y ex-vendedor de seguros planteó en su cerebro la conclusión del caso: "seguramente las putas le dieron datos sobre los nombres con los que han realizado su antiquísimo oficio; le dirán quienes son, a qué se dedican y dónde localizarlos. El asesino sabrá cómo y dónde encontrarlos y serán una víctima más del supuesto hombre-lobo".
La ya crónica deficiencia del alumbrado público facilitaba el espionaje. Salomón se ocultó en un poste y desde ahí esperaba el desenlace de una historia que suponía inevitable. Sus pensamientos lo evadían del resto de la realidad y no se percató de que las nubes se despejaban y en el fondo de la noche aparecía una luna grande, como si unas manos gigantescas le hubieran abierto el espacio. De inmediato el callejón quedó plenamente iluminado y las pintas de las bandas, la publicidad de los carteles y las láminas fueron la escenografía de lo impensable para un investigador exageradamente racional.
El joven padrote volteó hacia la luna y apenas sintió la presencia del satélite se construyó la escena clásica. El muchacho se convulsionaba y lanzaba alaridos. Salomón dedujo que en la piel del sospechoso había un ardor insoportable. La luna lo quema, pensó. A pesar de lo que veía, el detective razonaba con base en su postura escéptica: es absurdo, afirmó para sí, el hombre-lobo no existe, aquí hay una farsa. La curiosidad se impuso y el investigador se acercó al fondo del callejón.
Separado por unos cuantos metros, Salomón contempló cómo al padrote le crecían el cabello y las uñas. Observaba cómo el presunto criminal se cubría el rostro con sus manos y se revolcaba en el pavimento. El cuerpo convulso giraba y mostraba cómo el tórax aumentaba de volumen y forzaba la camisa de seda. La escena duró acaso un par de minutos. Las convulsiones cesaron y el joven quedó bocabajo mientras que una respiración intensa agitaba el cuerpo. Pasaron unos cuantos segundos -una ertenidad para Salomón- y nada más se oía el jadeo del padrote. Salomón estaba paralizado. Su corazón latía con frenesí y en su mente la confusión formaba una tormenta. El hombre famoso por descubrir los más difíciles casos se hallaba ante una realidad imposible e impensable para su formación científica.
El resplandor lunar constituía una invitación al misterio. Esa eternidad de segundos dibujaba dos cuerpos aislados del universo, inmóviles, cada uno con su destino. Salomón, sorprendido, miraba perplejo la ropa sucia del cuerpo sobre el piso. El ser, por su parte, disminuía su agitación y una vez que se calmó se puso de pie lentamente.
Salomón recordó las historias y las películas de hombre-lobo y de inmediato sintió que la gelidez bajaba por su rostro. Con la iluminación de la luna, el detective contempló de frente a quien hace unos segundos fuera un joven alto, delgado y fuerte. La conversión no era la primera sorpresa. El rostro varonil ya no estaba en ese cuerpo deseado por mujeres. Frente a él, Salomón tenía a una mujer de fábula, subyugante y hermosa. Una piel morena clara destacaba con la luz plateada. En el rostro angulado resaltaban unos ojos moros y gatunos, profundos y negros. Los labios carnosos invitaban al placer y la mirada penetraba con una mezcla de acechanza y deseo. Un par de pantorrillas excelsamente torneadas apoyaban soberbias piernas, redondas y firmes como las nalgas. Los senos reventaban sobre la camisa sin botones y eran más evidentes gracias a una cintura pequeña y un delgado cuello.
La ahora mujer humedeció sus labios y caminó en sus cuatro extremidades para en un santiamén librar la distancia y acercarse al detective. Lo contempló con lascivia, mientras él se petrificaba con el miedo. Los ojos moros de la hembra brillaron y lentamente movió las manos y apenas rozándolo con las uñas largas lo acarició muy despacio, ocasionando un estremecimiento en el cuerpo del investigador.
Una lengua húmeda y tibia se paseó por el rostro de un Salomón inmóvil. La caricia continuó por pecho y abdomen mientras los dedos recorrían cabeza, brazos y espalda. Un olor salvaje e intenso enloquecía al detective. La calidez y suavidad de ese cuerpo femenino, la fuerza y el erotismo de sus movimientos provocaron que la sensualidad venciera al miedo y la excitación llegara al cuerpo de un hombre que vivía un proceso hasta hace unos minutos impensable.
La agitación, consecuencia del deseo, ocupó el sentir del investigador privado, quien cerró los ojos para intensificar las sensaciones. Ella también destrozó su camisa y su pantalón y ambas pieles se juntaron e incrementaron la exaltación sexual.
A la placidez de los primeros movimientos siguió la intensidad de la posesión. Ella envolvió a Salomón con unas piernas duras y suaves y él la penetró con idéntica desesperación.
Bastó poco tiempo para llegar al clímax. Salomón fue transportado al más lejano paraíso. Cuando eso acontecía, el detective sintió cómo unas uñas, convertidas en fuertes garras, se clavaban en su espalda, a la vez que unas fauces le destrozaban la yugular.
En una fracción de segundo Salomón comprendió el misterio de las fotos. Por fin entendió porqué todos esos hombre muertos por el licántropo tenían en el rostro una expresión de placer, de felicidad; había encontrado la solución al problema, pero ya era demasiado tarde. En ese instante emprendía un dulce, pero eterno viaje.

Texto agregado el 06-03-2007, y leído por 398 visitantes. (0 votos)


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