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EGO TE ABSOLVO


"El deseo y la felicidad no pueden vivir juntos" (Epícteto).


"En la venganza, como en el amor, la mujer es más barbara que el hombre" (Friedrich Nietzsche).




El frío impacto del agua helada en su rostro y en su pecho la hizo volver en sí. A pesar de llevar así cuatro días no conseguía acostumbrarse a aquél castigo. El invierno había extendido su manto sobre la región; y los gélidos y regulares baños no tenían otro fin más que aumentar su sufrimiento. El soldado dio media vuelta y atrancó la puerta del torreón.

Afuera, el clamor de la multitud intimidaba a la muchacha a pesar del delirio por el que pasaba en aquellos momentos. Estaba acurrucada contra el muro, alguien había seccionado los tendones de sus talones y era incapaz de levantarse. Su espalda, que el látigo de nueve colas había torturado, seguía supurando el viscoso y desagradable líquido cuyo rancio aroma conquistó su sentido del olfato días atrás. Le habían realizado cortes interdigitales en las manos, y las fiebres le visitaban cada noche. Laura no era capaz de recordar cada práctica inquisitorial que la había hecho sufrir, pero sí sabía que, finalmente, fue el fuego lo que consiguió arrancar de sus labios la ficta confessio.

En sus momentos de lucidez, no muy abundantes, intentaba recordar cómo había llegado a tal situación. No recordaba nada de aquello por lo que la acusaban, no sentía remordimiento alguno y en el fondo de su alma, entre el ardor de su propio cuerpo y la rabia que derrochaba contra sus castigadores, reinaba la paz.

A su mente acudía una sucesión de imágenes ilustradoras acerca de cómo había comenzado todo, especialmente recuerdos de aquella mañana.





I


La punta de su faca traspasó la piel fácilmente, un movimiento rápido de muñeca y la justa presión fueron bastantes. Aprisionó la primera capa entre el filo del cuchillo y su dedo pulgar; tirando suavemente hacia atrás. Ya estaba lista. La primera lágrima de Laura no tardó en deslizarse sobre su tersa mejilla, siempre le ocurría lo mismo cuando pelaba cebollas.

Terminó añadiendo sal, pimentón y agua; el resto lo haría el fuego por ella.

Salió al callejón para vaciar el cubo de agua sucia directamente en el piso, no menos sucio. La villa entera hedía a orín y restos de pescado en salazón, el aire era denso y la mugre recubría las paredes de las modestas casuchas que formaban el anillo urbano alrededor de la fortaleza. Ciertamente no corrían buenos tiempos para el reino y Laura no se explicaba cómo ellas, tras la muerte de sus padres, habían logrado subsistir entre aquél caos. Gracias a los frailes del convento y a su trabajo deshollinando el horno de la fragua podían permitirse una hogaza de pan cada dos días y alguna cebolla rancia.

[[¡La sopa!]], pensó. Volviendo sobre sus pasos llegó hasta la portezuela de la cocina y ahogó un poco el fuego para que la cocción fuera más lenta.

A Laura le gustaba cocinar, ya que era uno de los pocos momentos que tenía para sí misma. Por la tarde debía dedicarse a adecentar la casa y por la noche, cuando terminaba la actividad en la villa, se acercaba hasta la fragua y comenzaba su labor. La noche era la parte del día que más detestaba: odiaba la oscuridad, hacía frío y para colmo, no podía estar con su hermana, a diferencia del resto de las familias, que disfrutaban los unos de los otros frente a la lumbre. En cambio cocinar… cocinar le dejaba tiempo para fantasear, canturrear canciones inventadas y esperar paciente la llegada de Alejandra. Sólo durante la comida podía conversar con su hermana pequeña y escuchar sus constantes bromas. Laura la adoraba, Alejandra era todo lo que le quedaba.

Alejandra era una muchacha de unos doce años, muy activa y alegre. Siempre iba corriendo a hacer los mandados que le encargaban, a la plaza del pueblo o al convento; donde servía y limpiaba las habitaciones de las novicias. Laura tenía esperanza en que, algún día, aceptaran a su hermana como novicia y tuviera la oportunidad de aprender latín, escritura, filosofía y religión pero sin una dote ésta era una cuestión harto difícil.

Unas pisadas secas antecedieron al rechinar de la puerta, que debía haberse abierto enérgicamente como lo solía hacer Alejandra. Las dos hermanas se abrazarían sonriendo y se harían preguntas convencionales sobre el transcurso de la jornada. En vez de esto, la puerta comenzó a lamentarse y a ceder tímidamente. Apenas se hubo abierto un poco, dejando entrar una fina estela de luz solar, apareció Alejandra que se deslizaba como un fantasma por la abertura. La expresión de su hermana era seria, indolente; pero un atisbo de tristeza relucía en la fría mirada. No dijo ni una palabra, tomó asiento y ocultó el rostro entre las manos.

- ¿Qué te ocurre preciosa?- Dijo Laura sonriente, sin darle mayor importancia. Un segundo, dos, tres segundos…-¿Estás enfadada conmigo? - El silencio fue la única respuesta que obtuvo.- Por Dios ¡contéstame!

Sin emitir sonido alguno, un amargo arroyo de lágrimas se escurría entre los dedos de la pequeña. Su hermana tomó las manos de ella, apartándolas de su cara y la acogió en un abrazo firme y maternal, como no habría sido capaz de darlo madre alguna. El lloro no cesaba y Laura sentía impotencia, no sabía qué hacer o decir.

Se levantó de la mesa, sirvió un cuenco de sopa para Alejandra y puso más agua a hervir. La pequeña no hacía amago de probarla, así que trató de insistir dándosela ella misma; pero fue en vano. La ebullición le hizo volverse a levantar y, tomando un trapo pasó el agua caliente a una cubeta dirigiéndose, acto seguido, hacia la mesa; pero, en vez de sentarse frente a Alejandra, se arrodilló junto a ella y comenzó a limpiar los pies de su hermana con mimo. Cuando hubo terminado comenzó de nuevo por las manos, las muñecas, subiendo por los brazos y la cara. Tenía intención de limpiarle el cuello pero, un brusco movimiento de la niña y un agudo alarido frustraron su intento. Violentamente, apartó la mesa de un empujón y echó a correr por la portezuela de la cocina a través del callejón. Laura era bastante más torpe que su hermana y, tratando de alcanzarla resbaló deslizándose por el barro. Enseguida la perdió de vista pero no se dio por vencida; alzó la cabeza, levantó una rodilla, después la otra y, automáticamente sus pies iban adelantándose el uno al otro hasta reemprender la carrera.

Deambuló toda la tarde entre callejuelas, puestos del mercado y gentes de toda clase, rastreó los lindes del muro de la ciudad, pero no la encontró. Derrotada emprendió el camino de vuelta a casa.

Aquélla noche fue especialmente agobiante para Laura, no sólo sentía el hollín oprimiendo su nariz, pulmones y garganta a pesar del paño que llevaba habitualmente atado sobre nariz y boca. Esta vez, además de la opresión del hollín sobre sus bronquios debía soportar la incertidumbre acerca del pesar de Alejandra. [[ ¿Habrá vuelto a casa?]], se preguntaba incansable.

Cuando hubo terminado por fin, faltaban poco más de tres horas para el crepúsculo y tuvo que omitir el higiénico y rutinario ritual que realizaba cada madrugada; desincrustando la carbonilla de los poros de su piel con aceite de semillas y agua posteriormente, con lo que paradógicamente su tez se confundía de camino a casa con esa oscuridad que tanta inseguridad le causaba.


Sucia, cansada y taquicárdica llegó por fin al hogar; dirigiéndose con gran apuro al otro habitáculo que, junto con la cocina, formaba la cabaña. Laura sintió un alivio similar al que puede sentir un procesado al escuchar su absolución; Alejandra dormía en su lecho tapada hasta los pómulos. Sin rozarla siquiera, se acercó un poco a ella, la miró con ternura unos instantes y procedió a acostarse un poco más tranquila

Como Laura dormía normalmente hasta las nueve de la mañana, más o menos, no solía coincidir con Alejandra quien, debido a los estrictos horarios religiosos, debía estar en el convento antes de la salida del sol. Se despertó un poco sobresaltada, con la necesidad de averiguar la verdad acerca del misterioso incidente. Arregló, presta, la cocina y dirigióse hacia el exterior del pueblo con intención de preguntarle a las monjas sobre lo ocurrido. No quería que su hermana se percatase de su presencia, por lo que esperó hasta la hora del almuerzo, hora en la que Alejandra estaba más atareada, para buscar a Sor Elena; una joven monja con la que Laura había tratado alguna vez.
Fue recibida en la propia celda de la religiosa, más austera si cabía que su propia habitación.

- Buenos días Sor Elena, tengo una preocupación enorme y creo que usted podría ayudarme a aplacarla si me dedica unos minutos de su tiempo.

- Claro que si, buena Laura.- Contestó sin más.

- Se trata de mi hermana. He notado un cambio de comportamiento en ella; está muy callada pero sé que algo la atormenta. ¿Vino ayer a laborar?-. Intriga, angustia y suplicio se adivinaban en su temblorosa y entrecortada voz.- ¿La encontró usted bien?

- En verdad que no me he percatado en lo más mínimo, puesto que ayer estaba cumpliendo voto de soledad.- Respondió ella.

- ¿Han comentado algo las novicias sobre ella esta mañana?- Insistía.

- Me temo que no, las novicias tienen prohibido hablar con extraños a la orden y las hermanas más mayores se limitan a darle instrucciones de vez en cuando, que ella acata sin más; es una chica muy obediente y rara vez contesta.- Se excusaba Sor Elena.

- Bueno, estooo…yo no quisiera importunarla más, me marcho. Muchas gracias.

- Vaya usted con Dios y vuelva por cualquier cosa que necesite.


Laura volvió a respirar pensando que todo había vuelto a la normalidad, que aquél trastorno no era más que el reflejo de una edad difícil, en una época difícil y en una situación no menos complicada.

Dedicó la hora que le restaba hasta la comida en rayar pan duro y empanar unas rodajas de queso que aún guardaba en la fresquera, esperando con nerviosismo el retorno de su hermana. Pero otra vez igual; la puerta se abrió apáticamente y terminó de hacerlo gracias a la ayuda del viento. En el umbral, la silueta marchita de su pequeña se recortaba en el fulgor del medio día. Como una autómata, la niña se sentó en la mesa. Mas esta vez si comía, lentamente pero comía. A Laura se le derrumbó su Torre de Babel al comprobar que su esperanza no era más que eso; y que el estado de su hermana no parecía variar. Tuvo que morderse la lengua, aguantarse las lágrimas y tragarse el corazón para no influir en el desarrollo de la comida. No hizo preguntas, no cantaba ni para sí, ni tan sólo trató de reconfortarla; simplemente dejó que terminara el queso y se perdiera en la otra habitación. Poco después la pequeña volvió a marchar.

Mientras recogía, continuaba dándole vueltas en su mente. Incluso a veces hablaba sola, se hacía preguntas y trataba de responderlas…pero era inútil. Habiendo terminado, se disponía a tirar el cubo de agua negruzca en el callejón y, allí, creyó ver algo inusual: en una esquina, asomando tras unos cajones pudo distinguir el calzón blanco de Alejandra…manchado de sangre.

Apretó los puños y las mandíbulas, fue acercándose lentamente hacia la prenda, la tomó entre sus brazos, acercó sus mejillas y rompió a llorar entre espasmos y blasfemias; dejándose caer al suelo abatida. Cuando recuperó la entereza, se apresuró al interior de la casa y prendió fuego al vestigio mirando atónita las llamas. Resolvió no comentar nada, al menos de momento, con la pequeña. Alguien debía pagar por aquello y, no sabía muy bien cómo, ella iba a tomarse la justicia por su mano.

Los días siguientes pasaron sumidos en aquella extraña dinámica plagada de silencio y llantos no compartidos, Alejandra parecía haber tejido un telón entre sus pensamientos y el mundo; seguía sin hablarle.

La deshollinadora había elaborado mentalmente todo un dossier de sospechosos siguiendo la ruta de comercios y viviendas desde su casa hasta el convento. Pero se veía a si misma como una ingenua por lo irracional que, a veces, le parecía su idea. [[Puede haber sido cualquiera de esos bastardos, hay un trecho de camino que ni siquiera transcurre en el interior del pueblo, ha podido ser incluso un forastero]], se decía.

Aquél domingo Laura intentó volver a la normalidad; despertando a Alejandra, quien lo hizo sosegadamente, como si se le hubiera olvidado todo aquello. Le extrañó que no opusiera resistencia cuando le caló las “ropas de ir a misa”. La peinó con suavidad y le dio un beso en la frente; incluso se conmovió al creer observar un soplo de ternura en los ojos de la niña como respuesta a su gesto. Iban cogidas de la mano, parecía que hubiera pasado un lustro desde que tenía que ir gritándole a Alejandra que no corriera, que la esperara camino de la iglesia. Pero no, aquello sucedió tan sólo seis días antes.

Al ver la iglesia, le inundó el alma una fe que no había conocido antes .

Al tratar de no violentar a su hermana, había tenido que vestirla con suma lentitud; por lo que, al llegar, la ceremonia ya había comenzado; y Don Pascual estaba oficiando la liturgia. Seguía guiando a la niña de la mano. Dispuesta a presignarse con el agua bendita, mientras mojaba en ella su dedo…

- ¡¡¡¡ AAAAAAAARRRRRRRRGGGGG HAAAAAA !!!!- Alejandra dejó escapar un grito de angustia y, de un tirón, se soltó la mano echando a correr como la última vez.

Los feligreses se giraron al mismo tiempo para contemplar la escena que había interrumpido el sermón; pero llegaron tarde, lo único que pudieron ver fue la cara de Laura con una expresión mestiza de vergüenza y coraje. Ella sabía que aquel canalla estaba entre los presentes pero no distinguía a nadie en concreto, sólo una masa informe que susurraba y chistaba. Ganó la vergüenza y el sentido común cuando se decidió a abandonar el edificio y perseguir a su hermana.

Corrió a toda prisa y finalmente la encontró acurrucada tras unos familiares cajones en el callejón de detrás de su casa. Temblaba, ocultaba de nuevo su rostro y lloraba desgarradoramente, pues esta vez el silencio no camuflaba su pesar; no hacía falta. La tomó en brazos y pasaron al interior, trató de reconfortarla pero no había forma. De nuevo esa impotencia…pero esta vez era distinto, esta vez conocía la razón, sabía que conocía a esa rata; no tenía su nombre…pero sabía que estaba allí.

- ¿¡Quién Alejandra, quieeeeeeeeen!?-. No pudo soportarlo más y se delató a si misma frente a la pobre criatura que, sin mirarlo directamente señaló el crucifijo colgado en la pared.

Ninguna de las dos pudo descansar esa noche; una desvelada por horribles pesadillas; la otra buscando nexos de unión y compadeciéndose. Las dos, encogidas en el mismo colchón, abrazadas y…en silencio.

Con las primeras luces del día decidió su postura: [[Probablemente sólo hay un hombre que puede visitar el convento a diario y que, a todas luces, se encontraba allí; ensalzado sobre los demás, ejemplificando con sus manos gruesas y rechonchas, engatusando con su viperina voz, defendido por la institución más poderosa del reino, mimetizado en aquél mundo injusto bajo una túnica blanca; como lo eran los calzones de Alejandra… Te mataré, lo juro ante tu dios si es capaz de oírme, si es capaz de entender que no me importa tu condición de pastor suyo; que nada importa ya si él es o no el único que puede otorgar y desposeerte de tu sucia vida. Con mis propias manos, ya lo verás]].




II




Se puso en pié, buscó entre las cosas de Alejandra la tosca llave de la entrada principal. Ató la portezuela del callejón desde fuera para impedir que la niña pudiera escaparse y regresó a la habitación. Descolgó el crucifijo, lo envolvió en un pañuelo y lo guardó en su macuto. Iba revisando cada rincón de la casa reuniendo todos los utensilios punzantes y cortantes, apagó las brasas, retiró todas las cuerdas que pudo encontrar, salió decidida por la puerta principal y cerró con llave.

Subía despacio por la calle que desemboca en la plaza de abastos, que pasa junto a la iglesia y continúa en curva hasta llegar al pórtico de la ciudad; saludó a los guardas amablemente y salió al exterior. Aligeró su andar al dejar atrás el molino de poniente y, pronto, estuvo frente a la valla del convento. Directamente entró en busca de la Madre Superiora y justificó la ausencia de Alejandra alegando que no se encontraba bien, que había caído enferma y que, mientras fuera necesario, ella la supliría en sus tareas.

Pese a lo extraño que le pareció en un primer momento, la Madre Superiora aceptó, sin preguntar cosa alguna sobre el estado de su hermana, la propuesta de Laura.

En su primera jornada, Laura se tomó tan en serio su cometido que llegó a pensar en la situación como un “primer día de trabajo”. Fue diestra en las caballerizas, con la escoba y en el comedor. El tiempo se le escurría como arena entre los dedos hasta que una monja de avanzada edad se acercó:

- Tienes que ayudar a Don Pascual en la sacristía, eso también era cosa de tu hermana-. [[Hijo de perra]], pensaba mientras asentía dócilmente.-La misa es a las seis, debes estar allí media hora antes-. Insistía.
- De acuerdo.

De repente, comenzó el nerviosismo previo a cualquier gran evento; le sudaban las manos y caminaba torpemente. Entre toda aquella marea de sensaciones, en medio de su excitación, tuvo tiempo de levantar la cabeza en dirección al cielo pero tenía los ojos cerrados. [[Gracias, gracias por dejármelo a mí]].

Tomó un trago de agua de una fuente y se encaminó hacia el almacén del huerto; estaba abierto. Entró rápidamente y entrecerró la puerta, dejó que la luz entrara por la rendija y contempló las múltiples posibilidades que El Creador le ofrecía. Desenganchó una hoz de la pared y tras asestar un rápido golpe al saco de heno que se hallaba debajo la volvió a depositar en su lugar. Después posó su mirada en el hacha…[[Demasiado grande]]. De pronto lo vio: un punzón de jardinería, era perfecto: podía esconderse sin dificultad, tenía un mango de madera que parecía haberse tallado para su mano, estaba oxidado y era algo insignificante; pero serviría para acabar con aquél cerdo. Imaginó el momento; en su mente, vio penetrar el férreo instrumento en la garganta de Don Pascual, sus ojos de sorpresa, su densa sangre de anciano. Lo escondió entre sus ropas y llevó consigo dos odres vacíos para llenarlos en la fuente con el fin de acercárselo a los jornaleros de extramuros y…así de paso, disimular.

Laura llegó a la ermita exactamente treinta y ocho minutos antes de la misa; fría, aparentemente despreocupada y con la mejor de sus caras. Un monjerío ocupaba los últimos bancos, aunque parecía absorto en su meditación. Sus pasos resonaban en cada rincón de la lúgubre capilla; tenía miedo y el incienso no contribuía a calmar su respiración, creía ahogarse. Hizo una genuflexión al pasar frente al altar, giró a la derecha y entró en la sacristía cerrando la puerta tras de sí.

- ¡Hola Laura! Es una pena que tu hermana haya enfermado, cuida de ella.- [[Cómo osas mentarla frívolo batracio]], pensó para sus adentros. Aún así fue capaz de contenerse y responder gentilmente.

- Oh, no se preocupe Don Pascual, ella es una chica fuerte y pronto se recuperará-. Ni en lo más profundo de su ser creía en esta afirmación.

El cura comenzó a ordenar sus alhajas ceremoniales y abrió un armario lujosamente adornado con filigranas pintadas en oro. Extrajo una túnica blanca con bordados verdes muy parecida a la que usaba cada domingo en el pueblo y, enrollando un poco las mangas intentó ponérsela; pero la vejez y una panza que sólo un clérigo y algunos más por aquél entonces podía lucir le complicaban la maniobra.

- Laura, ayúdame a colocármela.

Al tiempo que solicitaba su auxilio se volvió dándole la espalda, dando a entender los pasos a seguir para encajar la túnica. La situación era perfecta; la gruesa puerta de madera noble y las campanas, que avisaban a las hermanas para que asistieran al oficio taparían los jadeos de alguien desangrándose a garganta abierta, Don Pascual no podía ver nada puesto que su cabeza estaba casi totalmente liada en el tejido. Echó mano del punzón, agarró al párroco por la coronilla, marcándose en la tela su ancho cuello. En su mente se libraba una batalla colosal por culminar la acción; de repente: “toc toc toc”. Como una centella guardó el útil, todavía no podía ser considerado un arma, y tiró de la túnica hacia abajo en el momento en que una joven novicia hacía su aparición en la sacristía.

- ¿Puedo confesar Don Pascual?
- Por supuesto Inmaculada. Muchas gracias Laura, ya me las apaño yo solo.

[[¡Dios!]], le rechinaban los dientes. Aquélla chica debía ser sólo un par de años mayor que Alejandra…sintió náuseas, pero asintió; dio media vuelta y abandonó la capilla. Continuó andando hasta rebasar los límites del convento y, bajo una higuera, estalló su rabia contenida en forma saladas lágrimas. Golpeaba el árbol como si de aquél gordo y miserable ser se tratase, lo pataleó, escupió sobre él y finalmente cayó abrazada a su tronco emitiendo un desgarrado grito de impotencia. Lloriqueando desandó el camino hasta la ciudad.

Al abrir la puerta de su casa encontró a Alejandra tendida en el suelo, bocabajo, pero la niña la miró con una sonrisa en los labios.

- ¿Ya?

Laura negó con la cabeza acariciando el cabello castaño de su hermana mientras sorbía las mucosidades provenientes de su nariz.

- Pronto cariño…pronto.

La amarga sensación del fracaso casi le hizo pasar por alto que aquél monosílabo era lo primero que salía de los labios de Alejandra en mucho tiempo.

Laura extrajo de su zurrón todos los utensilios que se había llevado de la casa para evitar un posible suicidio de la pequeña, cortó dos trozos de pan y unas zanahorias que las hermanas le habían dado en el convento, las lavó con cuidado pero sin demora y ambas se sentaron a cenar.

Esta vez recogieron entre las dos; por alguna extraña razón, su hermana era consciente de sus intenciones y, por sorprendente que pudiera parecerle, esto le confería a la pequeña energías renovadas. Volvió a repetir la operación de retirar todos los peligros de en medio; pero esta vez le pareció totalmente innecesario; aún así se llevó el zurrón repleto de cosas consigo.

Camino de la fragua, comenzó a notar el cansancio acumulado, pues no había conciliado el sueño desde el domingo, tragó saliva, se ajustó la capa y apretó el paso.
Mientras quitaba capas de hollín meditaba la manera de volver a acercarse a su objetivo. No lo había pensado con anterioridad, pero era consciente de que jamás podría salir impune porque Don Pascual rara vez moraba solo y el único momento idóneo sería mientras pernoctaba; pero era una locura intentar entrar en la casa parroquial sin ser vista, en plena noche, con los perros y los guardas merodeando por la zona. [[ ¡Ya está!]], sería la primera en llegar a la iglesia ese martes por la mañana, esa misma mañana. [[Probablemente estará el sacristán]], pero estaba decidida a hacerlo con o sin testigos, si el precio que debía pagar por la paz de su hermana era su propia vida estaba resuelta a aceptarlo.

Restregaba por su rostro y su cuerpo el aceite de semillas a conciencia, debía estar impecable, como una buena creyente que madruga para acallar su conciencia mediante la confesión. Una vez que estuvo lista buscó, esta vez si, un arma apropiada; iba vestida de largo, así que tenía espacio donde esconderla. Se trataba de una daga larga, de unos veinte centímetros de hoja; la ató a su muslo derecho y dejó la fragua. Gastó paseando las tres horas que tenía por delante hasta que abrieran la iglesia. Llegadas las nueve, caminó en procesión hasta el lugar.

Efectivamente, el párroco no se encontraba solo, dos viejas enlutadas estaban sentadas en el primer banco y el sacristán encendía velas y ataviaba los ropajes de los santos mientras Don Pascual observaba ocioso. Se aceleraban sus pulsaciones a cada paso que daba hacia el sacerdote, le costaba levantar la vista del suelo pero, finalmente se plantó frente a su víctima.

- Me gustaría confesar, padre.

- El perdón de Dios nunca es negado a nadie, hija-. Respondió mientras hacía un ademán con la mano, invitándola al confesionario.

- Desearía hacerlo cara a cara y afrontar mis vergüenzas.

Tomándola del brazo, el cura empezó a andar hacia la puerta de la sacristía. Al llegar, el cura cerró la puerta y arrimó dos sillas sonriendo afablemente. [[Otra vez solos, malnacido]].

- Ave Maria purísima.

- Sin pecado concebido.

- Hace dos semanas que no me confieso, padre-. Sentía un nudo en la garganta que apenas le dejaba articular las palabras.

- ¿Qué pecados has cometido?

- Ayer le mentí a usted en el convento, mi hermana no ha caído enferma-. La cara de Don Pascual cambió de expresión-. Está indispuesta por mi culpa.

- ¿Por tu culpa?-. Preguntó extrañado.

- Si, padre. Últimamente no hay quien trate con ella y el domingo tuve que propinarle una paliza para que entrara en razón-. Ella misma no sabía por qué le mintió; cuando pensaba contarle toda la verdad y apuñalarlo sin compasión.

- Bueno, mentir no está bien, hija mía. En cuanto a la mano dura: es necesario en los tiempos que corren corregir a los más jóvenes, sobretodo después del espectáculo del domingo. La Iglesia viene siendo muy permisiva ante este tipo de conductas; pero yo soy de la opinión de reprimir, incluso con castigo físico, tales atrevimientos. De no hacerlo, nadie sabe hasta el punto que puede llegar el libertinaje y falta de respeto de los muchachos.

Lo tenía a dos palmos de distancia, con su sudorosa frente y su manía de relamerse los labios cada dos frases, hablándole de castigar físicamente a su hermana; ganándose con cada palabra su merecida muerte. Pero no, no era capaz de darle muerte a un ser humano, si es que era así como debía llamarlo. Ni podía matarlo allí en ese instante ni podría hacerlo fría y directamente nunca.

- ¿Qué más, hija?

- Nada padre.

- ¿Y los pensamientos? ¿Pecas de pensamiento?

- No padre.

- Entonces: “Yo te absuelvo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo”

- “Amén”.

- Reza tres “Padres Nuestros” y diez “Ave Marías”. Vete en paz.

No fue precisamente en paz como Laura desalojó el lugar. Prostituida en sus ideas, corroída por la rabia, empezó a correr sin un rumbo aparente. Los aldeanos la miraban con curiosidad, muchos cuchicheaban al verla pasar gimiendo de dolor, gruñendo de cólera, llorando y hablando sola mientras corría veloz. No podía volver, no podía ver a Alejandra otra noche más para negarle su derecho a la venganza.

Salió de la aldea por el camino del sur y tras media hora deambulando, tras haber pasado tres días en vela, trabajando y con la presión que conlleva planear y ejecutar un asesinato, desfalleció en una cuneta desapareciendo entre los espartos.






III





- ¡Mírala, está muerta!

- No lo está, achúchale con esa caña.

Volvió a tomar posesión de su conciencia al escuchar esas voces femeninas y joviales, exaltadas ante tal hallazgo. Sintió cómo su tronco se meneaba al toque de la vara, se giró y dirigió la vista hacia las dos muchachas que la miraban con asombro…volvió a desmayarse.

- Pobrecita-. Dijo una de ellas.

- ¿Qué le habrá ocurrido?-. Preguntó la otra, en una demostración de púber curiosidad.

Le dieron la vuelta y examinaron su estado minuciosamente.

- No parece estar herida.

- Debe haber sido mal de amores, tiene las ojeras muy marcadas y churretes por toda la cara-. Laura volvía a escuchar aquellas voces susurrantes en su cabeza, hablando de ella, especulando sobre su historia.

- Mi prima Alberta cayó en desgracia por culpa de un mozo y gracias a la Isidra conquistó su corazón.

- Bah, eso son habladurías. La Isidra es una loca y nunca tuvo poderes-. Opinaba la chica con incredulidad.

- ¡Noooo! ¡Hizo un pacto con el Maligno!-. Alegó su amiga.- Me lo contó mi padre.

Las dos amigas levantaron el cuerpo de Laura y emprendieron el regreso a la aldea. Según llegaban a la puerta sur, preguntaron a los alguaciles sobre la identidad del bulto que cargaban.

- Esa es la deshollinadora. Me ha dicho un compañero que está demente; que esta mañana salió corriendo por aquí maldiciendo todo lo conocido, llorando y vociferando improperios hacia no sé que.

- ¿Lo ves?, te dije que era desamor.

Siguieron rumbo a la plaza de abastos y le refrescaron la cara con agua del pilón. Cuando volvió en sí, Laura agradeció a las muchachas el rescate, sintiéndose avergonzada. Eran dos chicas muy distintas: una vestía ropajes nobles y llevaba un elegante recogido en su negro cabello, la otra era de estatura menor y aspecto desaliñado, iba recubierta por harapos similares a los que Laura solía llevar aunque, ese día, llevaba sus mejores vestimentas.

- Escucha…

- Laura-. Puntualizó.

- Escucha Laura, yo que tú iba a ver a la Isidra-. Insistió confiada la chica de porte noble.

- ¿La Isisdra?

- Si, vive en una choza sobre una loma, hacia el este. Debes bajar todo el valle cruzando el bosque, es la única casa en muchos kilómetros, es fácil de encontrar.

Estrechando la mano a ambas, reiteró sus agradecimientos. Las jóvenes estaban sobreexcitadas por la experiencia y por tener algo que contar sobre la loca. Se despidieron. [[¡Alejandra!]], recordó el cautiverio que le había impuesto a su hermana y echó a correr rauda por la cuesta de su calle. A su llegada, no encontró a Alejandra en la cocina, estaba en la habitación, encogida en un rinconcito, muda de nuevo.

- Perdóname cariño por esto que te estoy haciendo, hoy iba a intentarlo otra vez y no quiero que andes sola de nuevo por la calle.

- ………..-. La niña la miró ávida de nuevas pero Laura volvió a negar con la cabeza.

- Aún no he terminado, mi vida, yo me encargaré de acabar con él-. Realmente hablaba por hablar ya que, la opción de esa tal Isidra le parecía una pantomima. Tampoco había sido capaz de hacerlo con sus propias manos y dudaba que llegase a ser capaz.

Laura cerró la puerta de nuevo con llave pero, esta vez desde dentro; estaba agotada a pesar de su inesperado descanso y decidió que lo mejor era recuperar fuerzas. Aún era media tarde y decidió acostarse.

Se despertó en una oscuridad total, tanteó la mesa en busca de una vela e hizo uso del yesquero para encender la mecha. Alejandra seguía en la misma posición, en el mismo rincón en el que la había dejado. Ignoraba la hora que debía ser, pero no le importaba. Se acercó a la chimenea, la desalojó de cenizas y, primero gateando, consiguió ponerse en pié dentro. No era de extrañar que la deshollinadora guardara sus ahorros y bienes más preciados dentro de la chimenea. Desencajó uno de los ladrillos y extrajo ese medallón precioso que su madre le había dejado como única herencia, casa aparte; también encontró una bolsa de cuero con algunas monedas de plata y la pluma de su padre, recaudador de impuestos. De nuevo colocó el ladrillo como le correspondía y abrió la despensa, miró aquél tarro de azafrán y lo hizo suyo. Retornó a la habitación, posó su mano sobre la frente de Alejandra y partió.

Tiznada, cubierta por el hollín de su propio hogar, su aspecto se fundía con la negrura de las calles; ya había pasado la media noche y el toque de queda había recluido a la mayoría de habitantes en sus moradas. Fue la misma oscuridad la que logró confundir su figura entre las sombras y evitar que los guardas de la puerta este repararan en su presencia. Tuvo la precaución de esperar al cambio de turno de los vigilantes, aprovechando un despiste de éstos, y consiguió deslizarse sigilosamente hacia el exterior.

La villa estaba flanqueada en su zona este por un manso río de aguas rojizas; debía su color en parte a la composición arcillosa del terreno en parte a los desechos vegetales que arrastraba de las riberas. Sin perder tiempo, Laura cruzó por el puente que atravesaba el río y que estaba hecho de gruesos tablones en su mayor parte. Con el camino del valle frente a ella decidió continuar por los bancales de avena y trigo que se extendían a ambos lados; prefería evitar que alguien la viera y, de paso, ahorrarse cualquier tipo de sorpresa.

El cielo estaba totalmente despejado, lo que contribuía a acusar, más si cabe, el frío de la madrugada. La luna se encontraba probablemente en su último día de mengua, potenciando la desoladora oscuridad. Laura trataba de ultimar su discurso para exponer su situación y pedir favor a la bruja pero, al final, optó por improvisar e intentar convencerla por la pureza y naturalidad de sus sentimientos.

No transcurrió demasiado tiempo hasta llegar a los lindes de los cultivos. A poca distancia, podía divisar el hayedo que con sus desnudas ramas apuntando al cielo evocaba una colonia de exiliados infectados con lepra, clamando condescendencia. Entre ella y el bosque se extendía una franja de terreno yermo, quemado por el hombre para evitar el feroz avance de la naturaleza sobre el suelo cultivado. Pasó a través del trecho con suma ligereza, pues tampoco lo consideraba un lugar apto para exponerse a la vista de posibles merodeadores. Una vez hubo alcanzado el primer matorral, paró para tomar aire y sosegarse, hizo amago de utilizar la vela y el yesquero que había llevado consigo para encontrar el sendero del bosque; pero finalmente descartó la idea: [[Más que ayudarme a ver, podría delatar mi presencia]]. Por otro lado, sus pupilas habían dilatado al máximo y, a pesar de la escasa luz, podía distinguir con precisión las distintas formas que se hallaban ante ella. La travesía entre las hayas fue más difícil que entre los cereales, no sólo por la dureza del terreno que descendía abruptamente, sino por la congoja que le acompañaba en todo momento. A cada dos o tres pasos que lograba dar, un nuevo ruido en la maleza la sobresaltaba sin remedio. El corretear de las ginetas, zorros y de otros mamíferos de menor tamaño; el vuelo de las rapaces nocturnas conseguían sobrecoger su corazón; pero ella lograba apartar sus pensamientos de aquél suplicio, concentrándose en su meta: no podía negarle a Alejandra su venganza, ni podía dejar a ese indeseable sin castigo.

Poco más de dos horas estuvo deambulando por ese entramado de ramas, maleza y raíces pero, finalmente consiguió llegar al otro extremo. Con una facilidad pasmosa consiguió reconocer el paraje tal y como se lo había descrito aquella dama esa misma mañana. Era como si hubiera estado conviviendo toda su vida con un lienzo que plasmara tal paisaje. La loma de suave pendiente, salpicada de castaños, y la tenue lucecita que brillaba parpadeante a mitad de la misma…todo le resultaba familiar.

Empujada por la urgencia corrió cuesta arriba a un ritmo endiablado hasta que se detuvo, por precaución, a unos cien metros de la choza. El ambiente desprendía un olor dulzón, similar al que produce la quema de romero o pino, la quietud que reinaba no le daba buena espina. La puerta estaba abierta y el fuego parecía encendido; sin llegar a penetrar en el habitáculo tragó saliva, respiró hondo y, titubeante, preguntó:

- Eh… ¿Doña Isidra? ¿Hay alguien ahí?

Súbitamente, una ráfaga de viento cerró la puerta ante sus narices con una violenta sacudida; pudieron escucharse múltiples chasquidos en el interior y, a su lado, pudo sentir de inmediato una presencia, antecedida de una gélida brisa. Notaba cómo la sangre se paralizaba en cada vaso, en cada vena; y cómo el aire se resistía a alcanzar sus pulmones ante la esperpéntica visión que pudo contemplar cuando giró la cabeza. A su izquierda, una espeluznante figura la miraba fijamente ladeando su cabeza a modo de péndulo.

Los ojos de Isidra no tenían párpados y sus globos oculares, maltratados por años de irremediable claridad, le sobresalían de las cuencas; su nariz estaba considerablemente desviada; la mandíbula inferior oscilaba de un lado a otro haciendo rechinar los pocos dientes que aún le quedaban; el recuerdo de lo que un día pudo haber sido su pelo ondulaba sin sentido alrededor de su pequeña cabeza. La anciana estaba desnuda, y su cuerpo mostraba todo un corolario de pliegues y cicatrices; se contoneaba al tiempo que clavaba sus ojos en Laura. Paralizada, la muchacha no pudo ni retroceder cuando los finos y agarrotados dedos de aquél ser agarraron su barbilla y acercaron su rostro a poco más de quince centímetros del de la anciana.

- ¿Quiiiien?-. Preguntó con punzante voz y fruncido ceño.

- Lau…Laura, Doña Isidra, mi nombre es Laura-. Contestó, sintiéndose insignificante.

- ¿Porrrrrr qué?

- He venido a pedir consejo y ayuda.

- Siempre venís a pedirrrrr.

La bruja soltó la barbilla de Laura y la puerta se abrió suavemente. Renqueante, la anciana entró despacio en la cabaña, ella la siguió.

Isidra tomó un batín de seda que estaba arrugado sobre una silla, se cubrió con él y, como si de la consulta de un doctor se tratase, la invitó a tomar asiento al tiempo que ella hacía lo propio tras una especie de mostrador.

- Yo...yo no sólo vengo a pedirle, también le he traído unos presentes.

- Shhhhhhhh-. La mandó callar.- Primero he de saber por qué has venido hasta mi.
- Es un poco complicado Doña Isidra. Mi hermana pequeña fue violada por el cura del pueblo, estoy segura que ha sido él, lo veo en sus ojos-. La expresión de la bruja perdió severidad llegando incluso a dulcificarse.- Yo misma he intentado acabar con él en varias ocasiones, pero no he tenido el valor suficiente para hacerlo con mis manos.

- Essso esssss que rrrrrealmente no deseas que muera, niñita.

- ¡No, no y noooo! Deseo su muerte como nada en este mundo, es sólo que no tengo la fuerza de voluntad que requiere una ejecución. Me sobran escrúpulos y carezco de maldad…

- ¿Sabes?, tu hermana no es la primera pequeña que sirve de entretenimiento a ese club de solteros barrigudos; cosas como esta ocurren cada día en cada pueblo…niñita.- La vieja sonreía mientras acariciaba el tablón de la extraña mesa.- Siii…conozzzzco bien a esos bárbaros que se jactan de culturrra, bondad y sabiduría y…en lo único que son realmente diestrosss es en el arte de la torrrtuura-. Dijo señalando sus desprotegidos ojos.

- ¿E…Ellos fueron los que te hicieron eso?

- Y mucho más, niñita, mucho más.

- ¿Y cómo conseguiste librarte de ellos?

- ¿Librarme?-. Preguntó la bruja, tras un carraspeo.- Yo le arranqué el ojo primero a aquél inquisidor; primero uno solo y… lo degusté obligándole a mirar cómo lo hacía-. La vieja se relamía mientras le relataba el suceso.- Después el otro y después la lengua.

- ¿Y no le persiguieron?

- No hasta aquí, querida. Vengo de muyyy lejossssss. ¿Podrías tu escapar como lo hice yo?

- Lo dudo mucho señora, pero esperaba que usted pudiera ayudarme a acabar con él. ¿Qué necesita? ¿Una prenda, cabello, alguna pertenencia?

- Jajajajajaja. No bonita, yo no atento ya contra la iglesia. Debes hacerlo tú.

- ¡Pero no puedo! Soy incapaz de matar con mis manos a una persona.

- ¿Realmente lo deseas? ¿Qué precio estarías dispuesta a pagar?

- Lo que sea, pagaría hasta con mi propia vida por saber que ese cerdo ha tenido una muerte dolorosa.

- Bien, porrrque… probablemente sssea ese el arancel.- La vieja se cruzó de brazos sobre la mesa y prosiguió.- Y ahora… ¿qué has trrraído parra mí?

Laura volcó su macuto sobre la mesa, esparciendo los cuatro presentes que portaba para la anciana quien, detenidamente, pasó su mano sobre el medallón. Luego sujetó el frasco de azafrán con ambas manos y lo miró a contraluz, agitándolo vivamente.

- ¿Azafrán?

- Si señora, es muy cotizado en la plaza.

Observó la pluma con decoro y, sin siquiera abrir la bolsa de las monedas cogió ésta, junto con el medallón y se los lanzó de vuelta.

- Toma hija, a mi el dinero no me interessssssa.

- ¿Entonces me ayudará?-. Preguntó impaciente Laura.

- Con mucho gussssto.

Isidra se levantó y fue, con su particular vaivén, hacia un estante repleto de trastos inverosímiles, alcanzó con esfuerzo un bote púrpura y volvió a sentarse en el mismo sitio.

- Escucha bien niñita: realmente debes desear su muerte más que nada en este mundo.

- Así es señora-. Puntualizó hierática Laura.

- Espero que si, porque el poder de esta pócima es implacable. Si no deseas su muerte con todas tus fuerzas, el conjuro tendrá que cobrarse una víctima de todas formas y, ésta, en la mayoría de los casos, suele ser la misma persona que ingirió el brebaje.

- No se preocupe por mi Isidra, tenga por seguro que no hay otra meta en mi vida mas que acabar con él, pero qué más debo hacer.

- Oh, nada preciosa; simplemente vuelve a tu casa y antes de acostarte mañana por la noche concéntrate en su figura, recuerda todo el mal que os hizo a ti y a tu hermana, revive tu odio, exprímelo hasta que te canse y…duerme.

- Sólo hay una cosa más que debo preguntarle. Yo…yo no duermo por las noches, suelo hacerlo por las mañanas.

- ¡¡No!! Es fundamental que se conjure por la noche.

- Así será, Doña Isidra, así será.

- Bien hija, ahora debes marcharte, no creo que te apetezca conocer a mis amigos y están a punto de llegar. ¡Corre!

Inclinando la cabeza en señal de agradecimiento saltó de la silla y se despidió de la hechicera. Bajó la colina con grandes zancadas y, a ratos, rodando. Se internó en el bosque y comenzó a remontar el valle entre los árboles; ya no le importaban los arañazos de las zarzas, las caídas o los coscorrones contra las ramas; a fin de cuentas…iba a morir casi con toda seguridad. De vez en cuando tanteaba su zurrón para comprobar que la pócima seguía en él. El crujir de las hojas y ramillas a su paso le infundía pánico de alguna manera, pero no tenía punto de comparación con lo ya superado. De pronto escuchó algo parecido a un silbar de flecha, luego otro… y dos más; el quinto vino acompañado con un agudo aullido que se perdía en la distancia. Gracias a esto pudo percatarse de esas extrañas cosas pasaban sobre las copas de las hayas; pero no le dio importancia porque su misión estaba casi finalizada. Laura no lo sabía, pero esa noche iba a celebrarse un Akelarre.

Cuando hubo abandonado el bosque faltaba poco para el alba, en esta ocasión, en vez de atravesar los campos de cereal iba andando por el camino principal. Dicha tranquilidad tenía su explicación; y es que Laura prefería esperar en los alrededores de la villa a que se abriera la puerta con la salida de los jornaleros. Se sentó en una roca al borde del camino y esperó paciente.

Al llegar a la puerta de la ciudad, la gente se le quedó mirando; pues su aspecto era realmente desagradable: seguía manchada por el hollín de la chimenea, cortes y magulladuras poblaban sus brazos y piernas, sus harapos lo eran más que nunca y, aún así, portaba una sensación de triunfo y satisfacción tal, que no podía evitar el mirar a los demás con cierto aire de superioridad. Enseguida llegaron los rumores y cuchicheos que ya eran habituales sobre su persona. [[Está definitivamente loca]], concluían sus conciudadanos.

Al llegar a casa cayó en la cuenta. [[¡¡Maldición, cómo me olvidé de cerrar la puerta!!]]. Alejandra no estaba allí, revisó el inmueble a conciencia, de arriba a abajo, pero no la encontró. Sin perder ni un instante volvió a introducir el medallón y la bolsa de monedas en la chimenea y, esta vez, también el frasco purpúreo.

Volvió a salir corriendo, dejando la puerta abierta de par en par, en dirección al convento. Las miradas de la gente eran cada vez más hostiles; pero poco le importaba. Llegó a la valla del convento chillando el nombre de la pequeña, desgañitándose la voz. En seguida consiguió que la echaran del convento, pero sólo consiguieron alejarla de la zona cuando le prometieron que su hermana no se encontraba allí. Regresaba jadeante a la villa gritando por el campo pero no obtenía respuesta alguna.

Al llegar a la plaza de abastos siguió llamando a su niña.

- ¡Alejandraaaaaaaaa! ¡Alejandraaaaaaaa!-. Le escocían las mejillas de tanto llorar.

- ¡Cállate ya loca! ¿Es que quieres volvernos a todos como tú, majadera?-. Un alguacil intentaba hacerla callar en vano; entre tanto, unos niños que habían contemplado la escena se acercaron a hacer leña del árbol caído.

- ¡Loca, loca, loca, loca…!

Se dio por vencida y decidió volver a su pequeña cabaña, a esperar la hora de la verdad; ya sólo le quedaba el consuelo de poder cumplir la tácita promesa que había hecho a la pequeña; y era consciente que, de seguir así, conseguiría que la arrestaran por escándalo.
Así que se mordió la lengua, suspiró un par de veces, se levantó y marchó discreta a la casa en donde tantas cosas buenas y bastantes peores había compartido con su Alejandra. Pasó el resto del día esperando el momento, contemplando los enseres de su hermana y recordando tiempos mejores.

Los pensamientos de Laura viraban rumbo a Don Pascual, aún sin desearlo. En su mente, la cara de Alejandra aparecía eclipsada por una curtida mano, adornada con una sortija coronada por rubíes. La mano sostenía el rostro de la niña con fuerza. Podía verla sollozar y creía escuchar sus lamentos retumbando en sus oídos. También llegaron a ella recuerdos de aquella mudez que usurpó el carácter de su hermana, de la huída de la iglesia, de su confesión con el cura. No pudo reprimirse más y acabó golpeando el colchón de paja una y otra vez; para entonces el sol había abandonado el horizonte, y la ciudad volvía a estar arropada por la densa tiniebla.

No tardó en rescatar el frasco de la chimenea, y en retirar el corcho que recluía el líquido púrpura en la pequeña botella. Pensó, por última vez, en el rostro del agresor y, recostada sobre su lecho, cerró los ojos sumiéndose al poco en un profundo sueño.








IV




No podía ver nada entre tanta niebla, pero notaba el movimiento por la ondulación de sus vestiduras. De pronto, la niebla se disipó; y pudo contemplar una cordillera, forrada en sus cumbres por hielo y nieve, desde una gran altitud. Las montañas aumentaban de tamaño a medida que se acercaba a ellas a una velocidad pasmosa. Sintió cómo un hilillo de templado líquido chorreaba por su mano; al mirársela se sorprendió al ver su puño cerrado aprisionando un corazón. Su cuerpo se detuvo en seco cuando se hallaba sobre la cima del pico más alto, levitando suavemente. Su atención fue captada por un negro y escamoso cuerpo, que emergía de entre los cortados. Ante ella, un dragón colosal hizo su entrada, plantándose frente a ella. Impulsivamente, Laura alargó la mano que sostenía el corazón, ofreciéndolo a la criatura; ésta se acercó solemnemente a la chica y, tras abrir sus fauces, desenrolló su larga lengua roja, rodeando con ella la mano de Laura. Podía contemplar cómo su mano ardía y se consumía lentamente, siguiendo el corazón igual suerte; no obstante, no fue capaz de sentir ni una pizca de dolor. El dragón replegó la lengua dejando tras de sí un vapor hediondo y lo que había sido la mano de la muchacha, era ahora muñón.

El diabólico ser flexionó sus patas delanteras, ofreciéndole su grupa. Ella no dudó en montar a la magnífica bestia que remontó el vuelo con un poderoso salto. Al desplegar sus alas membranosas causó una violenta sacudida, que tomó a Laura desprevenida. El dragón descendió a ras de suelo y fue entonces cuando pudo reconocer los campos que rodeaban su pueblo. Lo primero consiguió distinguir era el convento. Un ruido arrullador comenzó a mascarse bajo sus nalgas y comprendió lo que estaba apunto de suceder: El dragón emitió un rugido escalofriante que dañó sus tímpanos, y una gran bocanada de fuego cubrió de llamas el lugar. Acto seguido, el reptil lanzóse contra uno de los muros del edificio en que se alojaban las monjas. Gritos y carreras, cadenas humanas con el fin de apagar el fuego, histeria y pánico reinaban en aquellos momentos, allí abajo. De un fuerte coletazo derribó el campanario; con sus garras destrozaba los cuerpos del ganado que, liberado por las monjas, corría despavorido. De improviso, el dragón levantó la testa hacia el firmamento y, tras olfatear con sus grandes fosas nasales, volvió a ponerse en marcha. Atravesó el cielo de la villa sin causar daño alguno, pero ya había ciudadanos corriendo por las calles en dirección al convento. Dejando atrás el poblado, seguían desde los aires el camino del norte y, entornando los ojos, Laura pudo distinguir un carruaje; que parecía apresurarse a dejar la zona. El alado animal aterrizó justo delante de los caballos, que aún intentando detenerse fueron a golpear contra ellos sufriendo las fatales consecuencias. El conductor, que había salido despedido, recuperó la verticalidad y se perdió en la oscuridad como alma que lleva el diablo. El negro verdugo aprisionó la parte delantera del carromato con sus garras, resquebrajándolo como si de barro seco se tratase; en su interior, un hombre envuelto en un mantón chillaba de miedo. El dragón asestó un certero zarpazo que provocó el desgarrador aullido de su blanco. Lo apresó y volteó, lanzándolo a pocos metros. Laura disfrutaba la escena especialmente cuando, aún vivo, Don Pascual se retorcía de dolor, mientras sus piernas eran devoradas con ansia. Pronto no quedó nada de él.

Un violento movimiento de su lomo y salió despedida. El ignívomo se acercó a ella y mirándola con sus desorbitados ojos clavó sus colmillos en uno de sus muslos; ahora si era capaz de sentir un punzante dolor, que se acrecentaba conforme se le desgarraban los músculos de la pierna. La siguiente embestida fue sobre su rostro, cubriendo su vista una total oscuridad.

“Pom, pom, pom, pom”. Unos golpes la devolvieron a la realidad; estaba sudando como nunca antes lo había hecho, su respiración era irregular y, ni levantarse pudo, antes de que un seco impacto desencajara la puerta de su cabaña.

- ¡Por orden del Conde quedas arrestada! ¡Prendedla!-. El alguacil hizo un gesto a los tres soldados que lo acompañaban para que ejecutasen su orden.

- ¿Quién…dónde?-. Las irracionales preguntas de la muchacha fueron acalladas a base de golpetazos.

La casa se encontraba en penumbra ya que no había ninguna ventana abierta. Los soldados la llevaban a rastras, tropezando en más de una ocasión con el escaso mobiliario de la casa. Al salir a la calle, Laura quedó deslumbrada por la incisiva claridad de la mañana. Era incapaz de distinguir a los ciudadanos, que la abucheaban a su paso, ni siquiera era capaz de distinguir su propia sombra.

Conducida a la fuerza, fue llevada hasta la fortaleza; en donde la engrilletaron y condujeron posteriormente hasta el castillo. Era la segunda vez en su vida, la primera con motivo de su orfandad, que traspasaba sus muros; y la recordaba como un lugar frío y oscuro, a pesar de las numerosas antorchas que había alineadas por sus pasillos y estancias. La sentaron en una banqueta y dos de los soldados bloquearon la entrada cuando se hubo marchado el resto. Hizo su entrada un hombre de avanzada edad, vestido con sotana, portando algunos documentos, que ocupó el escritorio.


- Estás acusada por el asesinato de Don Pascual de Méndez y Ballesta-. Escupió el extraño fríamente tras ordenar sus papeles.

- ¿El padre Pascual ha muerto?-. Fueron sus palabras de asombro, ante las que el inquisidor no se inmutó.

- Hay un testigo que afirma haberte sorprendido in fraganti, aquí tengo la declaración. Si quieres puedes leerla para confirmar los hechos o confesar ante lo innegable.

- Yo…yo no se leer.

- De acuerdo, entonces lo haré yo-. Dijo el justiciador, tomando un papel entre sus huesudas manos y entonando:




“Estando mi persona cumpliendo sus obligaciones de guarda y vigilancia de la residencia de Don Pascual de Méndez y Ballesta, pasadas las tres de la madrugada, pude escuchar un ruido de cristales que llamóme la atención. Como es menester abandoné mi puesto en aras a comprobar que todo seguía en orden. Por el contrario, al entrar en el jardín, sito junto a los aposentos de Don Pascual, llegaron hasta mí unos lamentos procedentes de la habitación del sacerdote; junto con un gran alboroto. Al levantar la vista hacia el lugar de donde provenían, pude comprender que el ruido que había escuchado tenía su origen en la ventana del mismo, pues se hallaba rota.

Sin perder tiempo, di la vuelta al edificio para acceder al mismo y subí por las escaleras, espada en mano, para defender la vida de mi benefactor. Cuando me introduje en la estancia, la escena me sobrecogió: Don Pascual estaba tendido sobre el suelo; y su asesino estaba de espaldas a mí, mordisqueando frenéticamente distintas partes de su cuerpo. Me quedé paralizado mirando el funesto espectáculo. Recuerdo ver, junto a ellos, un candelabro tirado en el piso, bañado en sangre.

Como el asesino no pareció percatarse de mi presencia pude verlo perfectamente. Iba cubierto por negros ropajes, el color de su pelo (largo como el de una mujer) era también negro. Cuando me armé de valor y di un primer paso hacia él, se giró hacia mí lentamente, mirándome directamente con sus luminosos ojos. Su cara me fue difícil de identificar ya que, teñida de azabache, al igual que sus brazos, se confundía con la oscuridad de la habitación. Entonces reparé en los rumores que circulaban los últimos días por la villa sobre la deshollinadora y pude entender que se trataba de ella.

Me avergüenza reconocer que cuando susurré su nombre y me sonrío mostrándome su dentadura, que contrastaba con el resto del ambiente, retrocedí unos metros para salir corriendo del edificio; en cuanto la siniestra figura comenzada a acercárseme gruñendo al tiempo”.



- ¿Y bien?-. Formuló con severidad.

- Yo no fui, lo juro por Dios.

- De acuerdo muchacha, yo no esperaba encontrar obstáculos con esta declaración, pero te aseguro una cosa, pequeña…confesarás







V



Mientras Laura pensaba en todo aquello, el cajón con el que iban a transportarla hasta la horca había sido depositado frente a la puerta del torreón; que se abrió bruscamente. El inquisidor apareció junto a dos soldados que la liberaron de sus cadenas. La levantaron suavemente entre ambos y la depositaron con cuidado en su provisional transporte de madera. El funesto continente tenía un orificio por el que podía ver las caras de compasión de algunos de los soldados y de desprecio por parte de otros.

El itinerario hasta la plaza de abastos, lugar en donde habían situado la horca junto a la iglesia, se convirtió en todo un muestrario de insultos y abucheos por parte de sus vecinos; que vociferaban barbaridades al paso de la compañía. A pesar del jaleo reinante, Laura tenía sus ojos cerrados y la calma inundaba su corazón. No lograba entender cómo la poción había surtido efecto; pero si, que, en efecto, había cumplido sus expectativas. Le perturbaba sin embargo el hecho de no haber encontrado a Alejandra al despertar de su trance. [[¿Habría sido ella misma la que acabó con Don Pascual en un sueño sonámbulo?]], de ser así era probable que también hubiese arremetido contra la pequeña…mas era incapaz de recordar nada parecido; y Alejandra no aparecía en su sueño para nada. [[¿O quizás el dragón había existido de veras?]]. Nunca lo sabría, pero sí podía estar segura de haber finalizado un encargo que nadie le había hecho, pero con el cuál se sintió profundamente liberada.

Arrancaron a tirones la tapa de madera de su sarcófago; de nuevo, la luz era insalvable, dañaba sus ojos y le impedía tener una visión clara de la masa popular que se había congregado para contemplar su ejecución. La subieron por los escalones hasta la tarima y la dejaron sentada en una silla común. Poco a poco su visión iba aclarándose a medida que sus pupilas se adaptaban. Mientras el inquisidor que la había torturado y juzgado exponía a la audiencia el caso, los hechos y confesión de Laura; ella se sintió muy atraída por una circunstancia inusual…por más que miraba al suelo que le rodeaba, aunque pasaban ya unos minutos de las doce del medio día, y se veía brillar con fuerza un sol abrasador; era incapaz de reconocer la sombra que, su cuerpo, debía proyectar. Agitaba las manos para comprobar aquél extraño fenómeno; no se cansaba de hacerlo, ajena al ejemplificador discurso del inquisidor.

Laura volvió a reparar en su situación cuando los ayudantes del verdugo la levantaron para colocarle la soga alrededor del cuello, al tiempo que era leída en alta voz la sentencia y su condena. Pero ella no escuchaba, había realizado un blindaje psicológico contra las palabras de aquellos hombres, dicho escudo se resquebrajó cuando el inquisidor se dirigió directamente a ella.

- ¡¡Arrepiéntete!!

- Jamás, eso nunca…- Respondió la muchacha con una dulce sonrisa.


Tras su contestación, dejaron que se mantuviera por sí misma sobre la trampilla, cuestión dificultosa, puesto que sus pies estaban inutilizados y sus manos amarradas a su espalda. La tensión desapareció, junto con el suelo de madera a sus pies, al tiempo que el verdugo accionaba el mecanismo de la trampilla. El cuerpo de Laura, convertido en un peso muerto, cayó con violencia hasta que la gruesa cuerda no dio más de sí. Al contrario de lo que suele ocurrirles a muchos ahorcados, Laura no tuvo la suerte de que sus cervicales se rompieran con el impacto, comenzando a sentir una desagradable asfixia. Los espasmos y contoneos de la chica parecieron excitar a la multitud reunida, que gritaba de júbilo. Podía darse cuenta de cómo su legua comenzaba a obstruir la entrada de su garganta, al tiempo que su cuerpo se balanceaba a un ritmo constante. La cara de Laura, cambió de súbito cuando, entre las primeras filas de espectadores pudo distinguir el rostro de su pequeña, mirándola compasivamente con una mueca de dolor y satisfacción, de agradecimiento y ternura. A los pies de ella, una sombra informe se arrastraba a trompicones, dejando a su paso caras de terror e incredulidad en los ciudadanos; que se apartaban empujándose. Lo último que sus ojos pudieron ver fue como la sombría criatura llegaba hasta su posición natural, acoplándose finalmente al balanceo de su cuerpo…sin vida.

EPÍLOGO
________________________________

-¿Cuántassss semillassss de cilantrrrro?
-Dos por cada parte de sal.

Algunas décadas más tarde; en una solitaria cabaña, perdida tras un bosque de hayas, Iván preparaba su iniciación. Entre velas moribundas, y aromas de malva y salvia, su maestra lo miraba con orgullo, a través de sus incisivos ojos.

-Mmmmmm…veamosssss. ¡Batín!
-Llamado también Martín, duque de los infiernos. Grande y fuerte, que tiene la apariencia de un hombre robusto, luce cola de serpiente, monta un caballo de lívida blancura y conoce las virtudes de las hierbas y piedras preciosas. Transporta a los hombres de un país a otro con una ligereza increíble. Le obedecen 30 legiones infernales.
-Muuuy biennnn Iván. A ver, ¿qué son los cobolios?
- Genios o demonios respetados por los antiguos. Sármatas creía que estos espíritus habitaban los lugares más secretos de las casas y las hendiduras de los árboles. Se les ofrecían los más delicados manjares cuando tenían la intención de fijarse en una habitación.
-¡Brrrravo! Jajajaja.
-Dime, brujito, ¿qué es la liberación de sombras?
-Una potente fórmula que sólo se ha utilizado en contadas ocasiones. De implacables consecuencias, dota a la sombra del receptor de la autonomía necesaria para cumplir los deseos que la voluntad impide. Su objeto principal es el de acabar con las personas; aunque puede llegar a utilizarse para otros fines tales como sustracciones o causar visiones. La elaboración de este brebaje está restringida a los brujos noveles; siendo su composición: heliotropo, jazmín, marrubio, ortiga verde, llantén y violeta.

Al tiempo que Iván recitaba, de memoria, la liberación de sombras; los pensamientos de Isidra descendían hasta algún rincón de los infiernos, recordando, con cariño, a aquella joven que un día se postró ante ella buscando venganza. [[Valiente Laura, niñita sombría]].
FIN

"En ocasiones, la fuerza de voluntad trasciende nuestros propios actos."

Texto agregado el 06-03-2007, y leído por 543 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
07-07-2007 Sensible y épica novela. Contodos los ingredientes para poder decir: muy buena. sereira
22-06-2007 Mis 5 estrellas y las del firmamento!! Sabía que eras bueno, pero esta novela me confirma que lo tuyo es verdadero talento, seguramente innato. Es interesante, juegas con grandes sentimientos y sensaciones, es una verdadera obra de arte!!! Te felicito!!!!!!!! Besos cor isis737
26-04-2007 =) =) =) =) =) solo te hablo con sellas no tengo palabras para identificar tu novela.. -_- :) =) memoriosa
08-04-2007 Pues si francamente es largo tu cuento. casi 1 hora de lectura. Pero no hay manera de dejar el texto a la mitad. Si empiezas a leer te atrapará hasta el final. La idea central es muy buena, y me agradó la descripción de los efectos del brebaje y su explicación. claudiahernandez
22-03-2007 Me he quedado muy impresionada!! la Historia es genial! no menos que la anterior, aunque largo escrito, no lo senti, un placer fue leerte***** gfdsa_elisa
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