Cuando era niño, solía comerme las uñas. De los diez hermanos que fuimos, ocho teníamos esa costumbre y los otros dos vivían recordándonos que no debíamos hacerlo. Ellos aducían desde razones de salud (un amigo de la familia nos había contado alguna vez de un pariente suyo que habría muerto a causa de la acumulación de uñas en su estomago) hasta razones meramente estéticas. Aunque debo admitir que estas ultimas si nos importaban, también es cierto que no había nada que pudiéramos hacer al respecto. Lo habíamos intentado todo sin ningún resultado. Incluso llegamos al extremo de untar nuestras uñas en aji, elemento que, luego de un comienzo prometedor (no nos comimos las uñas al menos por una semana), se convirtió en el aderezo obligado de nuestros nerviosos festines. Nosotros, por nuestra parte, nos defendíamos alegando que la culpa no era nuestra sino de nuestros antepasados y los malignos genes que nos habían legado, porque, si bien era cierto que ninguno de nuestros padres padecía este mal, no era menos cierto que si lo habían padecido nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos.
Nunca supe como ni en que momento de mi vida me cure. Solo sucedió y, hoy por hoy, mis uñas son la mejor parte de mi anatomía, lo cual me llena de orgullo. Desgraciadamente, fui el único que lo logro. Para el resto de mis hermanos come-uñas las cosas no salieron tan bien. Por el contrario, algunos de ellos que, además y como si fuera poco, heredaron el gen de la diabetes, perdieron uno o más dedos al gangrenarse las profundas heridas que con sus propios dientes se inferían.
Para concluir, y como dato anecdótico, puedo agregar que ninguno de los dos hermanos que no se comían las uñas contrajo el mal y que uno de ellos, el mayor, de profesión peluquero, murio hace ya dos años de un cáncer producido por la gran cantidad de cabello humano que ingirió sin querer en casi cuarenta años de profesión.
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