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Felipe, el hombre de mundo, atractivo, millonario, ganador consumado en las lides de la vida, caminaba con paso seguro por las calles empedradas de su lujoso barrio. Las mujeres, en cuanto le veían, se convertían en una argamasa blanda y pegajosa, demasiado maleable, acaso. Él las conquistaba a todas, con esa prestancia de galán que no se rendía ante ninguna y sin embargo, permitía que fantasearan con una aventura.

Muchas, por no decir todas, terminaron horriblemente humilladas por su inapelable actitud de renegar de lo ya conquistado. Al fin de cuentas, él era como el pistolero que iba agregando muescas en su revólver, sólo que eran los nombres de sus furtivos amores, los que quedaban agenciados en una libreta electrónica como un simple y banal inventario.

Se decía que Felipe era un amante de otro mundo y –en el terreno opuesto- que sólo se enredaba con hermosas mujeres para ocultar una sexualidad desviada. La gente opinaba y elucubraba diversas teorías. Nadie, sin embargo, habría podido afirmar a ciencia cierta cual era la verdad de todo.

Hasta que apareció Rumania, una bella y estilizada mujer. Ella era tan millonaria como él y en su excentricismo, gustaba de ir por la vida jugando. Solitaria y nimbada por un halo de misterio, no se le conocían romances, pese a que era objeto de una minuciosa persecución mediática. Una noche cualquiera, coincidieron en una aburrida fiesta, congeniaron y hasta le dieron razones a los que los contemplaban con disimulo, para que al día siguiente se arguyese que entre ambos había nacido un apasionado romance.

Desde entonces, se les vio en cuanto lugar elegante estuviese disponible y las mujeres, tan proclives a vibrar con estas cosas, suspiraban con envidia ante esa pareja de sueños.
A decir verdad, quienes los espiaban a hurtadillas, parecían estar presenciando un film romántico, una obra sublime en la que todo era propicio para que naciera un amor grande y novelesco.

Se comentaba que las mujeres lloraban sin poder evitarlo, al sentir el suave aroma a rosas y esa música de violines encantados que lo sublimaban todo. Los hombres miraban de reojo, con celo y también con un poco de envidia, al compararse con aquel efebo, favorito de las mujeres y regalón de las musas.

Pero, de un día para otro, la relación se acabó. Los bellos amantes dejaron de serlo y de Felipe nunca más se supo nada. Con respecto a Rumania, la bella y misteriosa mujer, se encerró en un alejado castillo y jamás volvió a aparecer a los ojos de los demás.

Muchos años más tarde, una anciana horriblemente estragada por los años, comenzó a frecuentar la cantina de Abelardo, un tugurio en el que se reunía gente de medio pelo que antes había tenido un buen pasar. Allí se conversaba de todo, pero predominaba el lenguaje culto, vestigio innegable de mejores tiempos.

La mujer, entre trago y trago, con su lengua traposa y oculto su rostro entre sus crenchas grises, dijo una noche.

-Si, mi señor, aunque ahora usted se ría, fui un referente para todas las chicas de mi época. Pude haberme casado con el más aristócrata de los hombres, haberme lucido en las páginas de la sociedad, pude ser todo eso, pero ocurrió algo que me obligó a recluirme, un hecho que nadie supo y que sólo guardo en mi alma. Mas, ahora ya no tiene sentido callar algo que será más tarde tergiversado. Hagámosle pues, honor a la historia.

Y la vieja, con su voz cascada pero utilizando un lenguaje elevado, contó que se había enamorado de un hombre que parecía reunir todas las condiciones. Un ser maravilloso, con fama de donjuán que, no por eso, desmerecía ante sus ojos. Fue un romance corto pero turbulento, un encuentro que quedaría grabado para siempre en los corrillos de la gente bien.

Regresando a ese pasado refulgente, la mujer, una elegante fémina de sociedad, fijó sus ojos en ese doncel que la atrajo de inmediato. Ambos existían como dos estrellas errantes que divagaban en el espacio amplio de las habladurías. El encuentro era algo que todos consideraban inevitable y cuando se produjo, muchos creyeron que sus vidas confluirían para emular a un poderoso astro dorado reinando para siempre en ese expandido y vanidoso universo.

-Esa noche, nos besamos como ningún otro ser pudo haberlo hecho jamás, recuerdo que el estío invitaba a eternizar cada instante y al calor de las caricias, tanto o más contundentes que los besos, comencé a desnudarme. Él se levantó bruscamente y se asomó al ventanal, que coqueteaba con la luna llena. Vi su estampa egregia de espaldas a mí y con voz que delataba ansiedad, susurré su nombre. Él hizo caso omiso a mis llamados y cuando me levanté para invitarlo a recostarse conmigo, pude ver sus ojos anegados en lágrimas. Entonces, de su boca salieron las palabras más desgarradoras, enfundadas con el acento más triste que pudiera uno imaginarse.
-Te amo como nunca amé a nadie y eso no bastará para detenerte. Te alejarás de mí como el viento se aleja de los poblados fantasmas ante la inutilidad de sus embates, partirás en cuanto sepas que nada puedo hacer para avivar tu pasión.

La vieja se enjugó un pequeño arroyo de lágrimas oxidadas que descendió por sus riscosas mejillas y prosiguió.

-Sin saber, a ciencia cierta, que era lo que aquel hombre intentaba decirme, me arrojé a sus brazos para sentí como su corazón desbocado me traspasaba sus latidos. Lo imaginé herido de muerte por alguna cruel enfermedad, pensé que debía viajar a tierras lejanas en la búsqueda de algún derrotero desconocido para mí.

Cuando lo supe todo, no fue compasión la que sentí por él, sino una dulzura inmensa, un amor inimaginable. Él sufría de un severo daño que le impedía consumar cualquier relación amorosa. Por lo mismo, todos sus intentos de relacionarse con las mujeres, se reducían a tentativas fugaces, antesalas sin destino que eran el prólogo de una despedida apresurada.

-¿Y en que terminó todo?- preguntó uno, cuyo espíritu navegaba en mares etílicos.

La anciana le miró a través de sus crenchas y sonriendo dulcemente, le dijo:
-Su recuerdo se traspapeló en mi memoria. Sólo sé que al día siguiente, él partió para siempre, dejándome sumida en una desolación oceánica. Sé fue y en más de alguna ocasión me debe haber enviado alguna postal. Pero, nunca más supe de él y se debió haber muerto de viejo o bien aún llora su frustración.

Los concurrentes, que habían rodeado a la anciana, se fueron retirando respetuosamente de su lado, cada cual con la convicción que eran testigos privilegiados de una sublime historia.

Ninguno se dio cuenta, sin embargo, que tras esos rasgos de ambigua vejez, se ocultaba un ser asexuado, un esperpento amorfo que aún guardaba con celo entre sus refajos una agenda inservible que hacía mucho que no cuantificaba nombres. La última pudo ser, con mucha probabilidad, una tal Rumania…


(Con respecto a ti, Hijo de la Gran Perra, esta es la última vez que tendrás el alto honor que te dedique algunas palabras. Ahora comprendo, inmundo animal, fecas vestida a la usanza de una persona, desperdicio de la naturaleza, holgazán ignorante que no sabe juntar un par de letras para decir que lo que leíste no te gustó, perro-hiena, saludos a la perra de tu madre, animal arestinoso que no tiene remedio y por eso, chao. Chao nomás, animalejo repulsivo, estas son las últimas palabras y que no me castigue Dios al sorprenderme escribiendo algo en represalia para ti, pestilente alimaña. Emporca todo lo que quieras porque lo que para mí, ya no perderé mi tiempo contigo y eso, porque ya no existes. Chao bestiecita hedionda...)

















































Texto agregado el 06-03-2007, y leído por 229 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
06-03-2007 Estás muym equivocado mi amogo al decir lo que me dijiste de este texto.De verdad es muy bello, y pienso que para amar a alguién eso no sería un obstáculo, porque el amor se puede dar de tantas maneras, En cuanto a ella, sin comentarios. El aludido, no creo se tome la molestia de leer Debe envidiar esa creatividad que tú tienes y que nadie puede quitarte.********** Besitos Victoria 6236013
 
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