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Esta es una historia que quizás conocen o quizás no, pero es interesante y creo que merece que le dedique algunas líneas para que subsista en el tiempo y no desaparezca y se deforme al estar solo grabada en la inestable vaguedad de mi memoria. Por experiencia he notado que una buena historia que solo vive en la memoria pierde los detalles que la hacen vivir como un relato digno, la escritura es una herramienta que permite, con mayor o menor belleza, de acuerdo a las capacidades del escritor, llevar a cabo la tarea que me ocupa y es, por lo menos desde mi punto de vista, la más perfecta. Me han dicho, y estoy de acuerdo, que la belleza también radica en el uso moderado de la palabras, por lo tanto, para no abusar innecesariamente de ellas, iniciaré el relato que me motivó a sentarme frente a mi máquina de escribir.

Cuando joven, yo vivía en el campo junto a mi familia. Mi padre, mi madre y un hermano un año menor que yo. La casa era antigua, rodeada de pasillos de baldosa. Las paredes eran rojo ladrillo y el techo tenía una altura considerable, según recuerdo, aproximadamente debían ser unos 5 metros. El pasto contrastaba maravillosamente con las rojas baldosas del pasillo y con el blanco inmaculado de los pilares que, cada tres metros, sostenían el techo que lo cubría. Los colores presentaban a cada hora del día un juego agradable a los ojos. En la mañana, el rocío depositado sobre los pilares y el pasto, brillaba dándole a todo el ambiente un aire de frescura sublime; a medio día, el calor deformaba la percepción, los pasillos se veían más largos y el pasto producía tanta humedad, que estar cerca de él era como entrar a un baño Turco. En esa hora del día, el único lugar posible de habitar era el interior de la casa. Las paredes de adobe, de un metro de ancho, lograban que las piezas conservaran la frescura de la primavera. Dentro de la casa, la temperatura era perfecta, y era mi lugar preferido durante el día. Pero la noche era la que producía las impresiones más vivas a mi joven cerebro. Quizás porque los colores nocturnos son más difusos, la mente puede darle interpretaciones más lejanas a la realidad. Era en esos momentos, que yo vivía más profundamente que a cualquier otra hora. Las noches de luna llena, eran particularmente agradables, y cuando el calor inclinaba su frente y dejaba paso a las refrescantes brisas de verano, podía pasar muchas horas sentado fuera de mi pieza, en una silla de lona, mirando la oscuridad e imaginando inflexiones en las sombras que estimulaban mi despierta imaginación.

Recuerdo muy bien que fue en una noche como esas cuando vi al perro. No era un perro cualquiera, sino que nuestro perro, Bruno; un pastor alemán de fina raza que nos había acompañado los últimos diez años. El perro era pura fidelidad y obediencia, pero esa noche, cuando lo llamé para que viniera a mi lado, siguió su camino, no sin antes detenerse para hacerme notar que me había escuchado, pero que lamentablemente no podía obedecerme. Yo adoraba a ese perro, tenía una personalidad mágica, sabía hacerse entender a la perfección. Podía levantar las cejas o mirarte con ojos de alegría, pena o indiferencia, para hacerte saber claramente lo que pensaba de cada situación.

Como dije, el perro no me obedeció y siguió su camino, adentrándose entre las sombras, donde la luz de la casa ya no llegaba y la de la luna no se asomaba. Seguí sentado en mi silla mirando la oscuridad, imaginando sombras vivas y esperando que apareciera Bruno. Algo en su caminar y su forma de desaparecer entre los arbustos me intrigó. Pero no lo vi de nuevo esa noche. Fatigado ya, me fui a acostar, dejando para la lucidez de la mañana cualquier pensamiento en relación al comportamiento de Bruno.

Al día siguiente, en la mañana, Bruno me estaba esperando en el pasillo frente a mi puerta, siguiendo una costumbre que ya llevaba una década. Bruno estaba acostado sobre las baldosas tratando de contactar la mayor parte posible de su cuerpo con el frío suelo. Solo había una cosa que escapaba a lo normal y cuando la vi, un estremecimiento me recorrió el cuerpo; a los pies de Bruno, yacía muerto el loro regalón de nuestras vecinas, dos ancianitas que desde que tengo uso de memoria han sido igual de viejas, apenas caminando, pareciendo que con cada paso que dieran fueran a desarmarse y quedar repartidas por ahí. El loro era su única compañía y Bruno, en un ataque de incomprensible locura, había entrado a su casa y ahora descansaba con el loro sucio y seco, entre sus patas. Lo mostraba como un trofeo y me lo ofrecía como un invaluable regalo, que debía aceptar si no quería herir sus sentimientos caninos. No me quedó otra que tomar el loro y llevarlo dentro de casa.

El problema que se me presentaba ahora era como lograr que las ancianitas no se dieran cuenta que Bruno había matado a su loro, seguramente todo el lugar estaría lleno huellas delatoras del paso de mi perro, pisadas, babas, olores, y seguramente la jaula estaría destrozada por las fuertes sacudidas que Bruno debió haberle propinado para abrirla. Pensé rápidamente en algún plan para proteger a Bruno de la justificada ira de que sería víctima. La única solución, a mi parecer, fue ir inmediatamente a la casa de las ancianas, borrar todas las huellas que podría haber dejado Bruno y meter al loro en su jaula, simulando una muerte natural o, por lo menos, una en que no hubiera intervenido Bruno. Partí inmediatamente hacia la casa de las ancianas, seguí el camino más probable que podría haber tomado Bruno, para ir borrando las huellas delatoras, pero extrañamente no pude encontrar ningún indicio de su aventura nocturna. Quizás tomó otro camino, pensé.

Al llegar a la casa de las ancianas noté con agrado que ellas no estaban, las cortinas corridas no dejaban ver hacia el interior, la puerta principal estaba con llave y una inconfundible mezcla de encierro y silencio completaban el cuadro de casa solitaria. Lo más probable es que hubieran salido la noche anterior y no supieran nada de la desaparición del loro. Este acontecimiento me tranquilizó ya que era poco probable que volvieran antes del atardecer.

Entré por la ventana del living esperando encontrar una escena de lucha de proporciones descomunales, pero no fue así. No había indicio evidente que indicara que Bruno había matado al loro. La jaula, intacta, colgaba de su gancho habitual en el medio del living y no había ninguna mancha en las alfombras. Todo me empezó a parecer muy extraño, además, una mirada más cercana me permitió darme cuenta que estaba cerrada. Era altamente improbable que Bruno o el loro la hubieran abierto, si esta hubiese estado abierta, la cerrasen. Nada calzaba con la escena que me había imaginado. Mi atareado cerebro encontró como explicación posible, que las ancianas hubiesen dejado al loro libre mientras ellas iban a la ciudad, para que no se sintiera además de solo, aprisionado; Bruno entró por la ventana, lo pilló sobre el brazo del sofá, y antes que el loro se diera cuenta lo atacó por la espalda y lo mató instantáneamente. Esto explicaría la ausencia de lucha en el lugar, pero aún no podía entender como había entrado un perro a la casa sin dejar ninguna huella ¿Acaso se había limpiado los pies(patas) antes de entrar?; Decidí no dedicarle más tiempo al problema y dejé al loro, lo más limpio y compuesto posible, sobre el sillón del living. Quizás se preguntará, querido lector, porque dejé al loro en el sillón del living y no en la jaula correspondiente, y eso tiene una muy sencilla explicación, la escena que vi, me permitió darme cuenta que no era necesario proteger a Bruno ya que nada evidenciaba su autoría, incluso yo ya empezaba a dudar del hecho, pero la imagen de Bruno con el loro a sus pies era demasiado concluyente. Además, la jaula estaba cerrada y quería dejar las cosas tal como estaban, no hacer cambios innecesarios al entorno.

Salí rápidamente de la casa y en diez minutos estaba sentado en mi silla de lona, mirando el paisaje. Me quedé en la silla hasta que empezó a oscurecer. Era ya tarde, como las nueve de la noche, cuando sentí el carruaje de las vecinas llegar tranquilamente, como adormecido por las luces lunares de la noche. Esperé unos veinte minutos para ver si había una reacción extraña en la casa de las ancianitas. Sentado en mi silla de lona, jugaba con las sombras cuando una imagen muy clara apareció entre ellas. Las dos viejitas, muy abrazadas, caminaban asustadas por entre el cerco que separaba nuestras casas. Era obvio que habían visto al loro y esto las había afectado, pero lo que yo no podía entender era porque estaban asustadas, ya que según mi experiencia, el sentimiento correspondiente a estas situaciones era el desconsuelo, no el miedo.

Me puse de pié para ayudar a las temerosas visitas y ellas, necesitadas de apoyo, se acercaron caminado más rápido de lo habitual, poniendo en peligro el delicado equilibrio que las mantenía en pie. Sin embargo, nada pasó, llegaron completas y me miraron. Supuse que debía empezar a calmar a las señoritas y les pregunté delicadamente que les pasaba.
-Miré joven- empezó una de ellas- nos pasó la cosa más extraña que pueda imaginar.
Preparado para lo inevitable, las invité a continuar.
-Acabamos de llegar de la ciudad y, la cosa más extraña, encontramos a nuestro loro muerto en el living.
En ese momento las interrumpí, di mi pésame y usé toda mi capacidad de convencimiento para demostrarles que a veces los animales mueren sin explicación, que era muy poco lo que sabíamos, incluso del funcionamiento corporal del hombre, como para asombrarnos de una muerte así. Se me ocurrieron muchas otras explicaciones que presenté categórica y ordenadamente, siempre tratando de justificar la muerte del loro.
Las ancianitas me miraban extrañadas, tratando de comprender sobre que les estaba hablando. Para ellas parecía que la historia que les estaba contando pasaba en cámara lenta. De repente, una de ellas, se da un golpe en la cabeza y dice.
-Joven, usted no nos está entendiendo. Nuestro problema no es la muerte del loro.
-¿Cómo dice?- pregunté ya sin palabras y sin explicaciones.
-Lo que le digo pues. El problema no es con la muerte del loro.
Una luz estaba entrando a mi cabeza nublada ¿Sería posible que.....?, claro, era la razón, ya estaba todo claro. Cuando la idea apareció en mi cabeza, escuché a la anciana confirmarlo.
-El loro murió hace una semana. Lo que no nos explicamos es como salió del hoyo donde lo habíamos enterrado y apareció en el living.
La luz de la luna creaba imágenes extrañas en las sombras mientras las viejitas me miraban y yo pensaba en mi increíble estupidez.

Texto agregado el 06-03-2007, y leído por 312 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
10-03-2007 Narración y descripción de los detalles ambientales e individuales, precisa, gradual, explicativa, atenta y motivadora. Y es que "lo que le hagáis a un perro, a mi lo hacéis" pudo decir el profeta. Y de como el simple hecho de la desaparición de un loro se convierte en toda una historia llena de intriga. azulada
10-03-2007 Una historia preciosa, con sorpresa final. Excelentemente contado. margarita-zamudio
07-03-2007 interesante, bien meditado texto curiche
07-03-2007 felicitaciones!! tiene un aire inevitable de recuerdo, pero un ritmo dinamico y agradable... me encantó!! y el pobre Bruno? acaso lamentaba la muerte el loro?? Eien-
06-03-2007 Excelente relato. Yo le quitaría la "introducción" y arrancaría directamente en "Cuando joven, yo vivía..." juanramon
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