No, no, y mil veces no. No puedo escribir si la hoja no es inmaculada.
Blanca... ni muy brillante ni muy amarillenta, perfecta, con la densidad justa y los bordes intactos.
Tomo el lápiz. Si, uso lápiz en vez de bolígrafo. Con el tiempo aprendí que me ahorraba mucho dinero en papel a un costo muy bajo, el de una goma de borrar.
Apoyo suavemente mi antebrazo en la mesa, con extrema dedicación dibujo los primeros trazos de lo que será una letra E, y allí lo noto. Maldición! Arrugué el margen de la hoja.
Tomo la pálida muestra de papel con ambas manos, prolijamente, la aprieto con furia transformando la suave y delicada hoja en un bollo más de papel inútil. Calculo la distancia y la arrojo al cesto. Hoyo en uno! Tomo otra pieza de la resma.
El mismo y enervante ritual. La admiro en silencio, tan pulcra, tan virgen.
Me dispongo a escribir con trazo prolijo y cuidado (mi letra es jeroglífica, de otra forma no podría leerlo yo misma).
“El día brillaba en sus o...”
Un zumbido, molesto, irritante. Una mosca? Una mosca detenida en mi hoja? Y aseándose desvergonzada? Maldita sea!
Tarde, la espanto. La descarada ya había ensuciado la hoja.
Un nuevo bollo perfecto, otro enceste impecable. Esos son los momentos en que creo que hubiera sido más productivo dedicarme al basketball.
Definitivamente, así no puedo. La luz de la habitación es suave, Mozart suena inmejorable, el ambiente huele a jazmines. Pero yo, sin una hoja perfecta y absolutamente blanca, con ese blanco justo, no puedo escribir.
Enciendo la computadora. Microsoft Word. Excelente, gracias Bill.
Toco, no uno solo porque tengo la seguridad de que no voy a conseguir el efecto deseado, sino todos los botones del monitor.
Más brillo, menos contraste, ajusto el ancho, centro la pantalla.
No, no, y mil veces no logro reproducir la hoja!
El Corel, asi voy a intentar diseñar mi hoja perfecta.
Una pizca de amarillo, una gota de azul, algo de gris claro, y un toque rosa.
Todavía con mucha luminosidad. Le saco brillo a la imagen, le agrego textura, toco una vez más los botones del monitor. La pequeña serenata nocturna suena romance andante, los jazmines intensifican su aroma con la llegada del atardecer. El clima es perfecto, inmejorable, sublime, solo me falta mi hoja de papel!
Desisto, la tecnología no puede reproducir mi hoja perfecta. Vuelvo a la resma y escucho el zumbido. Busco con la mirada al dañino insecto, tomo el insecticida, y agazapada detrás de una silla, lo espero. Se acerca, con cautela, creo que notó el extraño movimiento. Con destreza y desconfianza se posa en un respaldar, me acerco como una tigresa camuflada entre los muebles, la miro... me mira... rápidamente empuño el aerosol, un sonoro “ssssssssshhhhhh”, rompe la armonía un instante, unos segundos, tal vez un par de minutos. La mosca muere, al fin! Ahogada antes que envenenada.
Ahora si, es mi momento. Allegro vivace para la sinfonía número 41. Tomo otra hoja, la apoyo en la mesa, tomo mi lápiz, comienzo a escribir.
“El día brillaba en sus ojos canela”. Punto y aparte. Me quedo mirando el cielorraso, intentando buscar la continuación... debería haberlo pintado hace tres meses. No! Tengo el papel, tengo la música, tengo el perfume y la luz, y ahora... Qué escribo? Cuanto más me esfuerzo y concentro más incoherentes son las palabras.
Demonios! Un nuevo bollo de papel, el tercer enceste perfecto.
Creo, mejor, me voy a dormir.
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