Es una mujer como una flor, una pequeña flor, la princesa lejana de un corazón extraño, el mío, mi corazón, mi sibilino corazón. Ella es, como dije una pequeña flor, una margarita azul, delirante, encantadora, una niña radiante como un amanecer soleado. Me acuesto a su lado con mi diminuto cuerpo de nomo retorcido, contemplo absorto sus delicados pétalos, me atrevo a tocarlos, tienen algo de suavidad de terciopelo, de salvaje y atractiva suavidad, los acaricio con intención de perpetuidad; sin embargo, mis párpados cansados ceden al intenso trajín del día, los cierro y me pierdo en un sueño de húmeda primavera, de onírico enjambre de sentimientos extraviados. Luego de un indeterminado tiempo, lento, pausado despierto y su brillo añil sigue ahí iluminándome. Ella se voltea delicada, con encantado y mentiroso desdén, lo sé porque escucho su corazón retumbando como un rumor acompasado con el estruendo que sale de mi pecho. Me gustaría abrazarla, llevármela, pero no puedo, ella está arraigada en la tierra, sus raíces son jóvenes y débiles, y yo torpe aún así lo intento, me acerco cubriéndola con mis brazos, en ese instante el prado, el verde prado que nos rodea desaparece y sólo queda el vacío, el blanco papel de la nada que es escrito con polvo de estrellas por dos corazones: La de la flor y la del nomo.
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