La frase
Creo que me ha llegado la hora, tengo que ir preparando una frase, porque aunque supongo que todavía tardará, estoy desentrenado. Hoy me he sorprendido diciéndole a mi hijo: “Ponte la ropa encima de la piel”. Así es como hablaba mi padre. Se creía muy gracioso y siempre repetía frases de ese tenor: “Cómete la comida por la boca”o “Ve caminando hasta allí, moviendo primero un pie y luego el otro”. Cuando yo era pequeño pensaba que todo el mundo hablaba así, hasta que comprendí que mi padre era un chistoso, uno de esos que en las reuniones de amigos no se cansa nunca de contar chistes, de esos con los que no se puede mantener una conversación medianamente seria porque en cuanto pueden sueltan la gracia.
Creo que mi infancia no fue normal porque me faltó un referente de autoridad paterna que me hiciera distinguir lo bueno de lo malo. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y mi padre se empeñó en criarme él solo pese a la insistencia de mis tías en recogerme en casa de ellas. En aquel momento me pareció una bendición quedarme en casa con mi papá y no tener que ir a vivir con dos viejas solteronas que se empeñaban en darme escandalosos besos y fuertes abrazos que me estrujaban el cuerpo hasta exprimirlo. Pero ahora ya no estoy tan seguro de que fuera tan buena idea. Si, por ejemplo, en mis notas del colegio llevaba algún suspenso, mi padre no me regañaba como hacían los otros padres. El cogía el boletín, lo leía muy serio, me miraba y decía:
-Hijo mío, esto no puede seguir así. Ya tienes un suspenso, si traes otro... ¡Ya tendrás dos!
Y empezaba a reírse y a darse manotazos en las piernas.
Me convertí en un adolescente tímido y serio, hablaba muy poco y nunca hacía bromas, quizás, sin darme cuenta entonces, para diferenciarme lo más posible de él. Sentía vergüenza si algún amigo venía a visitarme a casa, porque mi padre aprovechaba ese inesperado público involuntario para desplegar su retahíla de jocosidades, acompañadas siempre de sus propias risotadas a boca abierta, obsequiando a los escuchantes con gotitas de saliva o de alguna migaja de comida. Yo, bajaba la cabeza abochornado y en cuanto podía arrastraba a mis amigos hasta mi cuarto. “Tío, tienes un padre cojonudo, ojalá el mío fuera así” solían decir.
En cuanto pude me emancipé para alejarme de lo que yo consideraba una funesta influencia. Tuve que superar la gran prueba de fuego el día de mi boda, cuando mi padre, un poco bebido, arrebató el micrófono al cantante de la orquesta y quiso hacer un discurso “emotivo a la par que simpático”, que, a medida que se le fue calentando la boca, llenó de chistes cada vez más obscenos, para alborozo de los invitados y sonrojo mío, que no sabía donde esconderme y que ni me atrevía siquiera a mirar a mi flamante esposa. Durante mi matrimonio siempre he procurado comportarme con corrección, con formalidad y sin frivolidades. En las reuniones de amigos doy mi opinión sobre cualquier tema y nada más, no participo en las chanzas o en las burlas, y, por supuesto nunca cuento chistes. No me gustan las fiestas, es más, casi he llegado a odiarlas.
Por eso me inquieté esta mañana cuando, sin darme cuenta, le había soltado a mi hijo esa bufonada: “Ponte la ropa encima de la piel”. Estuve todo el día pensando en mi padre, algo que hacía mucho tiempo que no me pasaba. Recordé los paseos que dábamos los domingo por la mañana y los diálogos que repetíamos una y otra vez y que creía olvidados.
-¿Cómo se dice ginecólogo en japonés?
-Yotokotukosita- decía yo orgulloso de saber la respuesta.
-Yo, como un loco buscando por toda la casa el cinturón...
-Y tú aquí ahorcada con él- terminaba yo la frase sin apenas comprender lo que decía. Y así mil y una chorradas que nos hacían reír y pasarlo bien. Sí, tengo que reconocer que en aquellos años nos divertíamos mucho, no sé que me pasó después.
Yo a mi hijo nunca le he gastado bromas, nunca nos hemos reído juntos, porque no quiero convertirme en alguien como mi padre, alguien que no respetaba nada, ni siquiera su propia muerte. Estoy seguro de que pasó los últimos días de su vida buscando una frase para decirla en el momento de su muerte, no pudo ser fruto de la improvisación. Fue muy hábil, esperó a que el escenario fuera el más propicio, con la habitación en penumbra apenas iluminada por unas débiles lámparas. Él, yaciente en la cama, amarillento, con el rostro consumido por la enfermedad y rodeado por sus familiares más cercanos, conmigo sentado junto a él, cogiendo su mano y aguantándome las ganas de llorar, porque yo le quería, a pesar de todo, yo le quería mucho.
-Hijo mío, procura que el médico y el enterrador vengan en este orden.
Yo no quería que se muriese, pero me dejó. En estos momentos pienso que, quizás, mi padre había encontrado la clave de la felicidad, el sentido de la vida. Después de todo ¿para qué estamos aquí? ¿es esto un valle de lágrimas o un simple azar por el que deberíamos discurrir lo más afablemente posible? Ahora recuerdo que hace unos días conté un chiste en la oficina. Todos se quedaron muy serios porque no se lo esperaban, pero a mí se me escapó una pequeña carcajada. Tal vez deba ir preparándome, puede que al final los genes se impongan y termine siendo como mi padre, un tipo simpático, que caía bien a la gente, a pesar de que yo me negara a respetarlo o a comprenderlo. Tendré que ir buscando una frase final para cuando me llegue la hora.
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