Sentado en la banca del colegio, veía a todos los alumnos entrando apurados por no llegar tarde a la sala de clase. Vi que la puerta del colegio estaba cerrándose, pero no me moví, quise ir en contra la corriente. Se cerró y tras de esa puerta quedaron apoltronados diferentes personajes llenos de miedos, sueños, ilusiones. Quizá fue la voz de ese cura quien me hizo entender que el temor es la madre de la ignorancia, o que los pasos del alma se dan cuando los ojos de la gente miran hacia la otra esquina. No estoy muy seguro, pero ya estaba afuera. Es seguro que mis padres llegaran a enterarse de mi falta y de mi total abdicación al trono de hijo ejemplar. Miré y escuché por más de media hora los gritos y saludos de alumnos y profesores. Cogí mis cuadernos y los regalé al primer pordiosero que pasó por mi banca. Este me quiso dar unos caramelos pero se los negué. Insistió. Acepté, me los puse en los labios y empecé a saborearlos, dulces como la tranquilidad, amables como la sonrisa gratuita del mendigo. Seguí en mi banca y me puse a mirar a la gente que corría hacia su centro de labor. Una jovencita se le cayó una ruma de papeles. Me iba a parar pero no lo hice, quería verla angustiada, preocupada, temerosa, y, si era posible, ver a un jovencito acercársele para ayudarla. No pasó mucho rato y eso mismo ocurrió. Este era un tipo muy bello, la ayudó en todo, la invitó a su auto, y ambos se fueron muy contentos. El era muy alto y ella bajita, pero muy bien despachada. Intuí un romance. El auto partió y desparecieron por una de las esquinas. Iba a pararme pero recordé que aún no era el momento. El tiempo pasó y el mendigo volvió hacia mí. Traía una lata llena de comida. Este comía con las manos, me dio asco. Me invitó a comer junto a él. Iba a decirle que no, pero tenía hambre. Acepté. Le iba a pagar pero no aceptó. Comí despacio y con las manos. A medida que comía, me sentí tan a gusto comiendo con mis dedos como si fueran una cuchara. Mientras comíamos, el mendigo me dijo qué hacía sentado por más de cuatro horas. Nada, le dije. Se rió. Y, ¿vas a estar todo el día sentado? Le dije que no, que iba a estar hasta que sintiese el llamado. ¿El llamado? ¿De quién?, preguntó el mendigo. Y allí le conté mi sentimiento. Le dije que todos éramos iguales por dentro, que nada de lo que sucede afuera es igual. Todo es movimiento, es pura diferencia, casi hasta una metamorfosis natural. Dentro de cada uno de nosotros buscamos una sola cosa, y esa cosa es el bienestar, independiente de que afuera se caiga o se levante el mundo entero. Todos somos iguales dentro de uno mismo, porque buscamos la misma cosa que llevamos desde que nacimos. ¿Y? ¿Qué es eso?, preguntó. Le dije que en una sola cosa somos iguales por dentro, y esa cosa es la felicidad. ¿Y tú sabes ser feliz? No, le dije, pero estoy esperando, sentando en esta banca que la claridad me llegue. Oye, me dijo, tú no pareces un chico de quince años, pareces un anciano de setenta. No, le dije, soy un ser humano, y eso no tiene edad, tan solo, en eso somos iguales, y eso es lo que espero, que venga esa claridad, y, me doy cuenta que me está llegando… ¿Cómo te está llegando, si no ha venido nadie a buscarte?, me cuestionó. En ese instante no supe qué decirle pero me relajé y vi sus ojos, y supe que era él a quien estaba esperando. Le miré a los ojos y le dije que esa persona era él mismo. Me miró y se puso a reír como un tonto. Estás loco hijito, pero me has hecho reír. Ten estos caramelos y anda a comer a tu casa, fíjate que ya se fueron todos los chicos de la clase y a esta hora ya llega la gente de mal vivir. Iba a pararme, pero desistí. Anda, ve y déjame solo, le dije. Este se paró y le vi en sus ojos una señal especial… Eran los ojos de un ángel, un ser humano lleno de gratitud. Adiós jovencito y no se quede toda la noche. Le dije que no se preocupara, que todo saldría bien. Se fue y al poco rato, las calles oscurecieron. Las luces se prendieron, otro tipo de gente merodeaba y cuando ya estaba por negrearse todo, vi que un hombre muy alto, vestido con una capa y un sombrero de hongo, se acercaba a mi banca. ¿Nos vamos ya?, preguntó. No, le dije. ¿Me puedo sentar? Puede, respondí. Se puso a mi lado y empezó a mirarme a la cara. Vi un rostro pálido, aguileño, ojos hermosos y grandes, y unos labios delgados. Sentí confianza. Le pregunté quién era él. Sonrió y respondió: tus temores. ¿Y vas a irte muy pronto? Depende de tu confianza, de tu claridad. Le miré un buen rato y vi que su mirada bajaba, como si sintiera sumisión. ¿Tienes vergüenza de mi mirada?, pregunté. No, me dijo, no temo nada, pues soy aquel que vigila todo ser que va por el camino de la igualdad de sentimiento. ¿Puedes hablarme de ello?, pregunté. Solo si me sigues, me dijo. No, no puedo moverme aún, aún no veo la claridad. Entiendo, entonces, sigue allí que verás lo que aún no se te ha revelado. Se paró y se fue por el bosque de la noche. Me eché a descansar y vi que una colonia de perros se acercaba a mi banca. Uno de ellos empezó a gruñirme. Otro se orinó en la banca. Luego todos pasaron como pandilleros, sólo uno se acercó hacia mi banca. Era un perro muy viejo. Me miró a los ojos y sentí que era la persona que traía un entendimiento para mí. Dame lo que tengas, le dije. Este me miró y empezó a lamerme las manos. Luego se dio media vuelta y miró la oscuridad de la noche. Y justo allí, la luna empezó a brillar. El perro aulló. Y en ese instante miré toda la luna. Y ella me dijo, casi en susurros… Cierra los ojos joven, que ya vienen por tu cuerpo. Recuerda que eres hijo del entendimiento y del corazón. Ve con tus padres y escarba dentro de esa felicidad que aún no logras tocar, pero sé que llegarás. Cerré los ojos y quedé dormido. Cuando desperté, estaba echado en mi cama. Me levanté y me puse a mirar el lugar en que estaba. Era mi cuarto. Alguien tocó la puerta. Pase, dije. Era mi madre con una fuente llena de comida. Me miró y vi los ojos de la luna, de la noche estrellada. La abracé y ella se puso a llorar. La besé y le dije que todos somos iguales y todos tenemos algo que decir, y eso, solo en eso, anhelamos sentir la felicidad. Mi madre me miró y vi en sus ojos la misma expresión de claridad que la luna, el perro, el hombre de vestido negro y de aquel mendigo… En esos pensamientos estaba cuando sonó la puerta. Me paré y vi a través de la ventana, al mendigo. Abrí la puerta, nos miramos y como los dedos de una mano, nos abrazamos… Y mientras lo abrazaba, sentí el dulce sabor de los caramelos que vendía por la calle.
San isidro, marzo de 2007
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