EL CASO MÁS FÁCIL
El tren había llegado puntual a la estación, pero una vez en el andén, comprobé abatido que una huelga de taxistas me iba a retener allí durante algunas horas hasta que consiguiera que alguno de los escasos coches que cumplían con los servicios mínimos me llevara a mi destino en la ciudad.. Armado de paciencia, compré tres periódicos y me dirigí hacia la cafetería con la intención de que el tiempo transcurriera lo más levemente posible.
Cuando iba a iniciar la lectura del segundo de los periódicos, noté que alguien, un hombre de unos cincuenta años, de mi edad, se acercaba a la mesa que yo ocupaba con pasos dubitativos y con gesto de indecisión. Me dirigía miradas furtivas que rápidamente desviaba al suelo. Se debatía entre saludarme o pasar de largo.
Pero fui yo quien, de pronto, lo reconocí y salí en su ayuda:
- ¡Coño, Peláez! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás?
Peláez había sido compañero mío en el Instituto. Lo recordaba como un chaval muy tímido, introvertido, que sacaba buenas notas, sin exagerar, pero que nunca se integró completamente con los demás. No creo que tuviera ningún amigo íntimo en la clase. Vivía un poco aparte, en su mundo, y le costaba conectar con los demás.
Me saludó brevemente y como yo estaba ya harto de leer las mismas noticias le invité a sentarse y a que se tomara un café conmigo. La espera de mi taxi no me parecería tan larga.
- El bueno de Peláez. Que tal, cuéntame que es de tu vida ¿qué estas haciendo aquí?
- Vengo a recoger a mi jefe. Su tren tarda todavía dos horas en llegar, pero me gusta ir a los sitios con tiempo... Por si pasa algo.
Hablaba en voz baja, mirando la taza del café que le acababan de poner. Seguí preguntando:
-¿Dónde trabajas?
Tardó un poco en contestar:
-¿Te acuerdas de don Amaro, el conserje?
Aquello me sorprendió. Derramé un poco del café que estaba bebiendo. Peláez sacó rápidamente un pañuelo de tela del bolsillo de su pantalón y se puso a limpiar la mancha de la mesa. Después, poco a poco, fue desgranando su historia. Amaro había sido el conserje del Instituto donde ambos estudiábamos. Era un hombretón grande y rudo, y recuerdo que los chavales lo hacíamos rabiar con nuestras burlas y bromas. Un buen día dejó de ir a trabajar y surgieron rumores que apuntaban a que le había tocado la lotería y que se había retirado a una playa a descansar. Peláez me confirmó que, efectivamente, le tocó una importante cantidad de dinero, pero, por el contrario, no se dedicó a descansar, sino a rentabilizarlo. Como no tenía estudios ni otras habilidades profesionales, hizo lo que le pareció menos problemático y más lucrativo para él, compró un enorme solar bien situado y lo convirtió en un aparcamiento de coches con varias plantas, que le proporcionaba unos ingresos permanentes e ininterrumpidos que engordaban su saldo bancario.
-Al poco tiempo se acordó de mí –continuó apocadamente Peláez- y me llamó para que trabajase para él. Decía que yo era de los pocos que no le tomaban el pelo cuando era el conserje. Desde entonces le llevo las cuentas.
Aquello me interesaba. A pesar de su resistencia alegando que no bebía nunca y que le iba a sentar mal, logré invitarlo a un cubata para que siguiera hablando. La bebida fue haciendo su efecto más rápidamente de lo que yo esperaba. Comenzó a hablar con un tono más elevado y seguro, moviendo mucho las manos, y fueron aflorando las primeras confidencias.
-Al principio Don Amaro –él seguía poniéndole el don- me trataba como a un hijo, con mucho cariño y consideración, claro que yo nunca le llevo la contraria, no me atrevo porque me impone con ese cuerpo tan grande que tiene y ese vozarrón que, en los primeros días, me hacía temblar. Luego me di cuenta de que era un egoísta, que yo no le importaba nada. Me grita, me humilla, me asusta con los manotazos que da en la mesa.
-Sigue, sigue. Camarero, otros dos cubatas.
-No, por Dios, que digo muchas tonterías. Aunque está rico esto ¿qué has dicho que es? En fin, don Amaro resultó ser un viejo cascarrabias muy desconfiado y muy miserable. Me paga una ridiculez y a pesar de todos los años que llevo, todavía no se fía de mí, ni de mí ni de nadie. No se gasta un céntimo en nada. Tiene contados los bolígrafos de la oficina y si falta alguno me echa la bronca.
-Pero será ya muy viejo.
-Tiene edad para estar tres veces muerto Huy, perdón, es el alcohol, que no estoy acostumbrado y me ha salido sin pensarlo. Pero este tío no se morirá nunca, nos va a enterrar a todos. Yo digo que tiene el corazón tan bueno de no utilizarlo nunca. No quiere a nadie, sólo se quiere a él y a su dinero. ¿Puedo pedir otro cubata?
Peláez siguió hablando y siguió bebiendo, contando ridículas anécdotas del viejo avaro, refiriendo cómo nunca compraba nada, que se pasaba las horas arreglando una estufa vieja o que recogía papeles usados del suelo para aprovecharlos. Fue animándose cada vez más, desahogándose. Estaba claro que llevaba mucho tiempo guardando la inquina para sí mismo y ahora disfrutaba explotando.
-En la oficina, los dos solos con una triste bombilla, se sienta a mi lado mientras reviso las cuentas y paso los números al ordenador. ¡Bueno, tenemos ordenador porque recogió uno viejo que iba a tirar el banco! Toda la tarde allí, encima mía, me tiene hasta... ¿Te vas a terminar tu cubata? Se cree que lo voy a engañar. ¡Pero si yo quisiera engañarlo, no se iba a enterar nunca! –se paró un poco, y con una pícara sonrisa añadió- Aunque si yo te contara, pero no, no...
-Cuenta, Peláez, cuenta.
Acercó su cara con gesto exageradamente misterioso y bajó la voz:
-No debería, pero te lo cuento a ti, en confianza, porque somos viejos colegas- sus ojos estaban vidriosos y sonrió ampliamente sin notar, o sin importarle, que una viscosa saliva le asomaba por la comisura de los labios-. Tengo un plan perfecto. Nunca se dará cuenta. Verás, cada noche voy pasando al ordenador las ventas que se han hecho durante el día. Largas filas de números que no se terminan nunca, una cantidad por cada coche que ha aparcado, con la fecha, la hora, los minutos y el dinero que ha pagado. Como es tan tacaño no se ha querido comprar un programa automático que lo hace solo. Pero eso es lo que yo aprovecho.
-Camarero, dos más de lo mismo.
-Excelente idea. Como te decía, el programa informático para la contabilidad lo hice yo, y hace unos años descubrí por casualidad que los resultados de las sumas y las divisiones variaban ligeramente si los configuraba con dos decimales o con diez o doce. Es una pequeñísima diferencia, de céntimos, y no se da en todas las operaciones, pero si lo multiplicamos por los cientos de apuntes que hay cada día, puedo distraer algunos euros sin que don Amaro lo note.
-Perdona, pero no te sigo, a mí los números nunca se me dieron bien.
-Sí, hombre sí. Piensa que a la cantidad que paga un usuario, le tengo que descontar los impuestos, que van a otra cuenta, pues entonces, no es lo mismo que el resultado sea, por ejemplo, cinco con veintiocho que cinco con veintisiete y varios decimales más. El tío del coche ha pagado cinco con veintiocho, pero yo apunto como entrada cinco con veintisiete, y para mí el céntimo- le costaba vocalizar, pero no había perdido del todo la lucidez.
-Pero eso es una miseria.
-¡Que te crees tu eso!- saltó herido en su amor propio- ¿Sabes cuantas entradas hay cada día? Cientos y cientos, sin descanso, durante años, con sábados y domingos, que también me hace trabajar el mamón ese.
-¿Y cuanto tiempo llevas así? ¿Has conseguido mucho?
-Bueno- se echó para atrás orgulloso-, he conseguido mis ahorrillos. No te digo más.
No hacía falta que me dijera más. Me despedí cordialmente de él, pidiéndole su dirección y su número de teléfono con la excusa de vernos otro día. Pagué y nos levantamos para irnos, él tambaleándose y yo con la mano en el bolsillo donde llevaba una nota con el encargo que me había hecho don Amaro. Sospechaba que le estaban robando en su empresa y quería que yo lo averiguara.
En todos los años que llevaba como detective privado, este había sido el caso más fácil de resolver.
|