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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Amelia: el plan kishime

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Cáp.1 – El valle, reaparece el poder.

Habían abandonado las tierras áridas y frías y pasado una cadena montañosa muy escarpada, un camino que Amelia no se había creído capaz de atravesar. Pero todavía lo seguía, un poco herida, muy cansada y hambrienta, porque tenía más miedo de quedarse sola en el medio de la nada que de ser su prisionera. Grenio se encaminaba sin descanso a la región de donde venían las piedras verdes, como las del adorno que le había entregado la jefa Vlogro. Creía que el secuestrador de Tobía lo había dejado como una invitación, o una provocación, de parte de los kishime que habían contratado a Fretsa, luego a Tavlo y habían hecho de todo para interferir en su vida. Tener que llevar consigo a la humana lo ponía bastante nervioso, pues no podía dejarla en ningún lado ya que en Frotsu-gra no la querían. Era lenta, débil y quejosa. No le gustaba la comida que él podía obtener pero no sabía conseguirse la propia y tampoco sabía encender un fuego. Por suerte, tenía al caballo como transporte, pues no podía seguirle el paso, se agotaba fácilmente y necesitaba dormir todos los días. Encima, casi se había congelado en el paso de montaña, a pesar de que tenía más ropa que él.
Ahora la observó descansando, sentada contra el tronco de un árbol junto al arroyo. Se encontraban en un valle donde la tierra era negra, la hierba abundante y por todos lados se veían manadas de animales y campos llenos de flores. Amelia dormitaba. Se despertó al sentir una sombra que caía sobre ella y al verlo, se levantó de un salto, espantada.
–¿Qué?
–Pogasa... –Grenio dijo en voz baja, aburrido de su expresión de sobresalto– ta go.
Ella siguió su brazo con la vista. Le señalaba un bosque lejano, cruzando el río. Amelia juntó sus cosas.
El valle de Vleni-gra, había sido en algún momento un lugar favorito para los troga, en el pasado distante, cuando no se escondían de los humanos. Ahora, por todos lados veía o presentía su presencia: un puente rústico de madera, una pala abandonada, los cimientos de una casa. Pasando el bosque, estarían a la vista de Tise, siglos atrás uno de los centros más florecientes de los humanos. Amelia contempló boquiabierta, en cuanto pudo divisarlos entre el follaje y las ramas, los muros y altas torres blancas de una ciudad. Casi saltó de gusto, iba a ver caras humanas de nuevo.
Pero antes de llegar, Grenio quería recopilar algo de información sobre quien habitaba allí. Bajando la colina, se encontraba un pequeño campamento humano, unas cuantas chozas de donde salía humo y no muy lejos, una manada de garro, esos animales que los humanos domesticaban.
¿Qué vinimos a hacer aquí?, se preguntó Amelia, los ojos clavados con deseo en los muros blancos. Pero al ver que se aproximaban a unas casas, su alegría volvió a nacer, pensando que tal vez le darían un buen recibimiento. Mientras tanto, Grenio iba especulando que él entendía bastante bien la lengua humana, pero seguro iban a armar un escándalo al verlo. Se volvió hacia la joven y empezó a revolver entre sus cosas.
–Oye... –se quejó, perpleja, mientras él encontraba algo con que cubrirse.
Amelia al fin comprendió sus intenciones, en cuanto lo vio ponerse una de las capas que le habían dado los tukés, y sonrió. Por su estatura y tamaño, sólo podía pasar por un humano superdesarrollado a base de esteroides.
–¿Eso es para ocultarse? –murmuró mientras lo seguía rumbo a la aldea, no muy confiada.
Grenio se acercó determinado a un jovencito que estaba distraído, lijando un pedazo de madera con ahínco, frente a la puerta de una casa. Le preguntó algo. El joven levantó el rostro para ver quiénes eran los recién llegados. Primero, vio a Amelia que llevaba de la brida al caballo y lo miraba expectante. Luego sus ojos se dirigieron a este extraño personaje, de figura impresionante y cubierto por una capa. Su rostro quedaba ensombrecido por la capucha, pero sus ojos refulgían y tenía la voz ronca. El muchacho se levantó y salió corriendo sin contestarle y gritando con todos sus pulmones que el monstruo había venido.
Grenio tiró la capa al piso, exasperado, después de toda su precaución para que no entraran en pánico. El joven desapareció, pero de las casas empezaron a salir como una docena de mujeres y hombres, algunos armados con picos y hoces, alertados por los gritos y creyendo que un monstruo venía a robar su ganado.
–¿Quién es ese? ¿Qué quiere? ¡Que se vaya! –gritaron, rodeándolo.
–Sólo quiero saber algo –gruñó Grenio, molesto.
Por un momento, estas personas quedaron impresionadas porque podía hablar en su idioma. Luego se percataron de la presencia de la joven y un anciano se dirigió a ella. Amelia se quedó sin saber qué responder, movió la cabeza y alzó los hombros, en señal de que no les entendía.
–¿Es otro monstruo? –preguntó una mujer, que estiraba el cuello para ver por encima de los que habían rodeado a los dos viajeros.
–No... –respondió otra, tocando tímidamente un hombro de Amelia con la punta del dedo índice–. Parece que es una chica...
Al mismo tiempo, Grenio, que ya se había cansado de sus amenazas y de que no le contestaran simplemente, tomó a un hombre del hombro y lo encaró:
–¿Hay alguien en la ciudad? ¿Quién vive ahí?
El hombre se estaba muriendo de miedo al notar sus manos con garras y el púrpura de sus ojos, y el resto tomó su movimiento como un ataque. Uno cometió el error de pincharlo con su herramienta y Grenio reaccionó; se dio vuelta y lo lanzó volando de un golpe. Tomó las herramientas de otros dos y las quebró como si fueran escarbadientes.
–¡No! –exclamó Amelia, viendo desvanecerse su sueño de tener casa y comida caliente por lo menos un día.
Aunque hasta el momento no había hecho más que golpearlos, si continuaba así, el troga iba a matar a esas personas, que evidentemente no tenían idea de cómo defenderse. Las mujeres se habían alejado, pero un par de hombres jóvenes se sentían con la responsabilidad de enfrentar al monstruo. Amelia trató de interponerse entre ellos y el troga. Grenio la apartó de un manotazo y cayó al suelo, sentada.
–Ouch... –exclamó– ¿Quién es ese?
De repente divisó a alguien que se aproximaba, caminando entre la hierba alta con paso tranquilo. Parecía tener una túnica suelta gris pálido y se movía con la suavidad de un bailarín de ballet.
La gente de la aldea no lo había visto y Grenio estaba de espaldas, esperando que se animaran a atacarlo. Por eso no se dieron cuenta de su presencia hasta que una bola de luz vino volando y explotó en medio de todos. Amelia eludió la bomba en el último momento, echándose a un lado. Grenio se volvió sorprendido, la bola de energía no le había dado por muy poco. El suelo quedó calcinado sin haber fuego; los aldeanos habían sido arrojados por la onda expansiva.
Se trataba del mismo kishime que aparecía siempre para molestarlo. Había tenido suerte, ya que venía a él sin tener que rastrearlo.
–¿Me buscabas? –escuchó la voz de Bulen claramente en su cabeza.
Grenio tomó su daga. Amelia se había incorporado y contemplaba al kishime con una sonrisa.
–¡Eres tú! ¡Mandaste a Fretsa y a todos esos inútiles tras de mí! –rugió Grenio.
Bulen sonrió con ironía.
–No grites. ¿Viniste a buscar las gemas, al tuké, o es por la profecía?
Amelia se dio cuenta de que la actitud de Bulen hacia Grenio era burlona, no le tenía miedo e incluso parecía despreciarlo. No tenía la cara de buena persona y la sensación cálida que había sentido antes con él. Esto la desconcertó.
–Vine a pelear contigo –respondió Grenio, lanzándose contra él.
Bulen también avanzó y chocaron. A pesar de la frágil apariencia del kishime, sus fuerzas eran similares. Grenio no pudo hacerlo retroceder. Bulen no llevaba un arma pero lo enfrentaba en igualdad de condiciones. Logró apretar su brazo en cierto punto y hacerle soltar la cuchilla. El troga trataba de empujarlo con todas sus fuerzas, apretando los dientes y gimiendo por el esfuerzo, mientras que Bulen lo contenía con absoluta calma.
Los hombres del pueblo murmuraron: esos no eran personas. Amelia se apartó de su camino, el caballo relinchó. Los dos estaban tan compenetrados en su lucha que ni siquiera se daban cuenta de donde pisaban. Bulen logró sacarse al troga de encima y le lanzó una bola de energía. Grenio la esquivó y esta fue a estrellarse contra una choza. Grenio tomó una de las vigas que saltaron luego de que la casa voló en pedazos y la lanzó contra el kishime. Los humanos habían huido a refugiarse, clamando por misericordia. Amelia trató de esconderse detrás de un tronco caído pero pronto se volvieron hacia allí y tuvo que correr hacia el otro lado.
–Me da risa tu mentalidad simple –le dijo Bulen, satisfecho consigo mismo.
Decían que el troga había desarrollado poderes similares a los de un kishime pero él podía ganarle todavía. Grenio había tomado una astilla y la movió en el aire como un garrote. Bulen esquivó su golpe, saltando. Con ligereza se elevó y retrocedió unos cuantos metros. Sulei no podía decir que este era un ejemplar que valía la pena, no entendía a qué se refería con eso.
Grenio vio que el otro se acercaba y pretendió darle un garrotazo pero se encontró con que Bulen no evitó el golpe sino que aferró la madera con sus manos. Una corriente pasó por ellas y la madera se iluminó un instante, explotando al siguiente en su cara. Cegado por las astillas que lo rociaron, no esquivó su siguiente ataque. El aire explotó frente a él y una onda de calor lo atravesó. Sintió como si le hubieran clavado mil agujas en el cuerpo y se tambaleó.
Amelia miraba de lejos con un corazón indeciso. Este era el kishime que la había salvado dos veces y que parecía tan amable, pero su poder era terrible comparado con el de esta bestia. ¿Estaba de su lado o no? Si le ganaba a Grenio, ¿podía ayudarla?
Grenio había caído al piso, debilitado por las heridas internas, y Bulen lo contemplaba en silencio. Entonces, Amelia se animó a aproximarse un poco. En eso, el kishime levantó una hoz que los aldeanos habían dejado abandonada. La alzó como si fuera a ejecutarlo, y ella quedó helada.
–¡No! –gritó, tapándose al mismo tiempo la boca.
El troga sentía que algo andaba muy mal porque nunca lo habían derrotado tan fácilmente. Bulen debía de haber golpeado algún punto vital con su explosión de luz. Sabía que estaba encima de él y que iba a terminarlo en cualquier segundo. La humana gritó y enseguida sintió el zumbido de un objeto que se dirigía a su cabeza a toda velocidad.
Levantó el brazo y atajó el extremo de la herramienta antes de que la hoja de metal tocara su cuello. Si bien el ataque no había funcionado, Bulen usó la hoz como conductor. Electricidad corrió de un extremo al otro. Pero ni la mano ni el cuello del troga explotaron. Como si tuviera un escudo, la energía rebotó en su mano y volvió hacia atrás. El kishime retomó su energía y retrocedió, un poco extrañado. ¿Cómo podía devolver su descarga? ¿Era verdad que tenía poder?
Había abierto los ojos y trataba de incorporarse. Bulen lo miró con fijeza y le pareció que estaba distinto, seguro, como si ahora pudiera levantarse y derrotarlo a él.
–¿Bulen? –dijo Amelia con voz insegura, interrumpiendo sus pensamientos.
Bulen se volvió y pasó caminando por el lado de la joven, sin detenerse ni posar los ojos en ella.
Amelia se sintió perdida. La había ignorado por completo de nuevo. Luego se desvaneció en el aire. Con el pecho dolorido y al borde de las lágrimas, despegó los ojos del lugar donde había desaparecido.
El troga había logrado sentarse y estaba tosiendo, y ella notó con consternación que le salía un hilo de sangre por la boca. Se agachó junto a él y oyó su respiración angustiosa.
–Eh... ¿Gre-nio? –dudó en preguntarle, pues seguro lo tomaría a mal.
Él la miró y en un primer momento le pareció que su mirada la atravesaba, como si estuviera viendo algo muy lejano; luego la enfocó y trató de hablar. La piel bajo su camisa estaba horadada, como si lo hubieran atacado con punzones. Sin embargo, no parecía tener miedo a morir, si es que podía decir lo que estaba pensando o sintiendo, con esa expresión suya. Parecía más tranquilo que de costumbre y no la miró con el mismo odio o disgusto de siempre.
–Falta poco –murmuró.
Colocó una mano sobre el pecho, conteniendo la respiración. El aire vibró a su alrededor, movido por una música sutil. Como por arte de magia, las heridas se fueron cerrando y el cuerpo recobró su funcionamiento habitual.
Amelia quedó pasmada, y no sólo por lo que había visto, sino porque sus palabras resonaron en su cabeza. Le había comprendido con claridad.

Cáp. 2 - Glidria

Grenio se agachó en la orilla del río para beber un poco. Mientras tanto, la joven caminaba de un lado a otro sin parar. Alguien los observaba, oculto entre unos árboles cercanos.
Amelia se detuvo y se quedó mirándolo.
–¿Cómo que no me entiendes? Entonces, ¿qué fue lo que escuché antes? ¿Me estoy volviendo loca? Puedes hablar como los otros, como Bulen, con la mente, pero todo el tiempo me ignoras. ¿Me escuchas?
El troga la miró sin comprender. Algo raro le había pasado después de que Bulen lo hirió en el pecho, una fuerza lo había protegido y salvado. Debió actuar medio desmayado. Por qué estaba tan agitada, no se lo podía imaginar. Tal vez, quería irse con el kishime y estaba enojada porque no se lo había permitido.
La joven esperó una respuesta, pero de esa cara de estatua no podía sacar nada. De repente notó un movimiento entre los arbustos y vio que alguien raro se acercaba. Un troga.
–Esto no es algo que se vea todos los días...
Grenio se dio vuelta al escuchar el saludo. Se trataba de un viejo de piel gris apergaminada, y largo pelo blanco que le caía de los costados del cráneo hasta la cintura. Llevaba un manto marrón colgado de un hombro, un taparrabos de piel raída, y un báculo lustroso en la mano izquierda. A la joven le impresionaron sus ojos redondos, que parecían salirse de las cuencas ya que nunca parpadeaba. Se fijaron en ella y Amelia trató de ocultarse detrás el otro.
–Un humano y un troga que se llevan tan bien –terminó el viejo.
–¿Quién eres tu? –bufó Grenio, preguntándose de dónde había salido un tipo tan raro.
–Soy Glidria. Vivo en esa montaña –explicó, señalando un monte que se perdía en el cielo–. Hace rato noté la esencia de un troga y la seguí, y después vi la pelea con ese kishime blanco... Hum... Perdiste muy fácilmente, ¿no crees? No deberías enfrentarte solo con quien no puedes vencer.
Grenio se adelantó un paso, listo a apretarle el cuello, pero Glidria lo detuvo con la punta de su bastón en el pecho.
–Aunque estás vivo, ¿cómo es posible? –añadió.
Amelia se encontró en compañía de dos trogas. Al menos el viejo no parecía tener el hábito de comer humanos, porque la miró con curiosidad primero, pero al explicarle Grenio que era su presa, ya no la molestó con sus ojos saltones. Los dos se sentaron en un claro del bosque. Glidria se desprendió el odre y una bolsa que llevaba atada a la cintura y ambos bebieron y almorzaron.
–¿Conoció a mi padre? –preguntó Grenio, admirado.
–Sí, desde pequeño –asintió el viejo apoyándose en el bastón y estudiándolo–. Pero él era un excelente guerrero y estratega. ¿Cómo es que tú eres un tonto?
–¿Qué?
–Dices que viniste hasta aquí a buscar a ese kishime que te está molestando, y luego lo enfrentas sin estar preparado.
Grenio suspiró. Se levantó y caminó hasta donde Amelia estaba acariciando el morro del caballo y dándole hierba en la boca, y metió la mano en la alforja. Extrajo un adorno de metal rojo con piedras verdes y se lo mostró a Glidria.
–Sí, ya veo. Seguiste la pista correctamente, porque ese adorno proviene de Tise y últimamente se han reunido allí un montón de kishimes, docenas tal vez. Ocuparon la ciudad abandonada... Claro que yo no me he acercado, pero he escuchado a los humanos hablar en el campo y en el bosque.
–Eso es lo que quería saber... –replicó Grenio.
El viejo pasó junto a la joven y le clavó los ojos. Ella empezó a temblar.
–Así que es una descendiente de ese guerrero Claudio –comentó, tomándole la mano entre sus garfios largos y huesudos–. Deberías comértela.
Amelia sintió alivio cuando la soltó, pero contempló atónita que le había dejado una fruta roja en su mano. Glidria se reunió con el otro troga y le preguntó:
–¿Sabes usar una espada?

Siguiendo las indicaciones del anciano, se dirigieron hacia las montañas, al lugar donde antes funcionaba la herrería más importante que abastecía a Tise. Estaba abandonada hacía siglos, pero según Glidria, entre los restos todavía quedaban piezas que jamás habían sido entregadas. El último maestro herrero había desaparecido misteriosamente, tras adquirir fama legendaria.
No les fue difícil encontrar la cascada, junto a la cual una enorme casa de piedra se conservaba en pie, aunque invadida por la vegetación. Pasaron sobre los restos de un puente que cruzaba el arroyo y se detuvieron a contemplar el panorama, desde una explanada donde todavía podía apreciarse el piso de adoquines cubierto de pasto, y restos de mesas y aparatos para forjar metal.
Amelia miró el sol que estaba bajando y las sombras que se proyectaban desde la espesura, que prosperaba en ese ambiente fresco y húmedo. El troga se paró frente a la entrada, una arcada coronada por un escudo decorado con piedras verdes. Al poner los pies en el umbral, notó que en la penumbra interior las alimañas salían corriendo asustadas con su presencia.
Amelia sintió un escalofrío mientras miraba alrededor, entre árboles y arbustos, esperando que en cualquier momento saltara algún ser extraño, monstruo o duende, para demandar quién venía a perturbarlo. Oyó crujidos; eran los pasos de su acompañante, dentro del edificio. Esperó paciente, pero intrigada por saber qué venía a buscar el troga en este sitio abandonado.
Grenio recorrió varias habitaciones, revisando antiguos hornos y pilares donde posiblemente hubieran colgado los instrumentos fabricados; hacía mucho que se habían llevado todo. Los humanos se habían apoderado de lo que quedó para sus herramientas. Se preguntó qué tramaría Glidria al mandarlo allí. Al fin, lo único que halló, bajo una grieta del piso, fue un arcón de madera cubierto de tierra. Lo sacó afuera.
En principio tenía un candado, pero lo habían forzado. Grenio contempló el trozo de metal retorcido, no estaba roto y quebrado sino derretido o quemado. Lo puso a un lado y levantó la tapa, esperando encontrar, por alguna vuelta del destino, una fabulosa hoja que esperara por él.
Sólo había algo de polvo en el fondo.
Enojado y preocupado, pensando que tal vez el troga en el que había confiado trabajaba para los kishime, volvió a poner la tapa en su lugar. En algún lugar debía quedar algún herrero tan bueno como el anterior herrero de Tise, creía él, según la idea troga de que un clan pasaba su conocimiento de generación en generación.
Lo único que había quedado de la herrería eran los adornos de las paredes y este bonito arcón recubierto de símbolos. Algunos humanos usaban esos dibujos para enviarse mensajes y poner sus nombres, pues los había visto grabados en los edificios antiguos y en rollos de piel sobre los cuales pintaban. Si hubiera tenido al tuké habría sabido qué significaban. Grabó en su mente los símbolos representados sobre la entrada y en la tapa del arcón.
Mientras Grenio estudiaba la caja de madera, Amelia estaba inquieta, con la sensación de que la vigilaban mil ojos ocultos en el bosque, y cansada tras una larga jornada. No había comido en todo el día, recordó, y tenía la fruta que el troga le dio. No la había probado por desconfianza, pero a esta hora, prefería correr el riesgo. La sumergió en el río y con ademán de quien va a la horca, la mordió. Era una fruta dulce y jugosa como un tomate. Podía ser veneno, pero estaba deliciosa. ¿Por qué se la había dado? Imaginó que el viejo la veía como un mono de circo o la mascota de un amigo. Bueno, le daba igual.
Se desperezó, y miró hacia el valle. Le extrañó que una columna de humo se levantaba más abajo, demasiado espesa para ser la fogata de un campamento o un hogar. Si no la engañaban sus ojos, también veía un resplandor rojizo detrás de la floresta.

Cáp. 3 – Kiren

De regreso, pasaron por una aldea humana que había sido atacada e incendiada.
Grenio había sentido el olor agrio del humo y la pestilencia de los cuerpos mucho antes de que la espesura del bosque les permitiera divisar el fuego. Algunas chozas ya habían ardido completamente y sólo quedaban carbones y ceniza. Amelia se tuvo que cubrir la boca y nariz con la manga de su casaca para no vomitar: por todos lados había cuerpos caídos, mutilados o quemados. Mujeres, hombres y niños; todos los habitantes de la aldea habían sido masacrados. Algunos habían muerto de frente, sin llegar a usar las azadas y palas tiradas junto a sus cadáveres, y otros mientras trataban de escapar.
–¿Quién hizo esto? –susurró Amelia, tratando de evitar ver directamente las heridas abiertas–. ¿Otros humanos? ¿Trogas?
Grenio se volvió hacia ella y pareció negar, mediante un sacudón de cabeza enérgico:
–Fra.
El olor, además de la muerte, señalaba a un grupo bastante numeroso de kishime. Desconcertado porque nunca había visto ni oído que ellos atacaran en grupos, y menos a cualquier humano, revisó el lugar para ver si hallaba algo particular que quisieran obtener. Pero parecía un simple caserío de pastores, pobres, sin armas ni herramientas sofisticadas.
Amelia quedó anonadada después de esa visión, y ni todo el cansancio del mundo le dejó cerrar los ojos. Permaneció arrebujada en su manta mirando el fuego, que Grenio preparó en un claro, abierto a la luz lunar y libre de malos olores. Sentía el rumor de un arroyo cercano y el ulular de los insectos y animalitos nocturnos, lo que en otras noches le había parecido agradable pero hoy sonaba tétrico.
Al fin se durmió y soñó con el fuego que casi la había alcanzado en Frotsu-gra, pero en su pesadilla se veía a sí misma carbonizada, un cuerpo inmóvil que de pronto abría los ojos y pretendía salir caminando a pesar de que ya había muerto. Alguien la miraba con la impotencia de no poder alcanzarla, y luego un ser de ojos fríos, cabello largo y piel luminosa, le tendía los brazos.

–Deli, Sulei –se disculpó Bulen entrando en un salón del palacio elegido como cuartel general.
El recién llegado contempló el artefacto que Sulei había ordenado desenterrar del subterráneo del edificio y colocar en ese recinto sin salidas al exterior. Tenía la forma de una pirámide trunca con grabados sobre la misma piedra. Estaba hecho de un material oscuro, opaco. En ese momento, su jefe tenía las manos puestas encima, sintiendo su textura y frialdad.
–Algo no anda bien... –comentó, entrecerrando los ojos, luego retiró sus manos y le prestó atención a Bulen.
–¿Para qué piensas utilizar eso?
–Ah, más adelante verás, si lo puedo reparar. No importa... ¿Cómo les fue a los nuevos combatientes?
Bulen hizo un recuento detallado del desempeño de los kishime mandados por el Consejo. No sobrepasaban los doce años y tenían buenas cualidades, como era de esperar de un kishime que sobreviviera la infancia; pero todavía se mostraban inexpertos en la lucha y en seguir las órdenes.
–Era de esperar –respondió Sulei mientras salían del cuarto oscuro y se dirigían arriba–. Los jóvenes de hoy en día no han sido preparados para la guerra. Sólo mi Casa ha mantenido el ideal del soldado. El resto del Kishu sólo se contenta con subsistir, aburridos, en los rincones de este mundo, afirmando al mismo tiempo que somos la raza más poderosa y que al final prevaleceremos. ¡Hay que demostrarlo! ¡El tiempo es ahora! Después de todo, la profecía está aquí.
Bulen nunca lo había visto con ese rostro tan serio y expresión enérgica. Pasaron por un hall donde los kishime que recién habían vuelto de su práctica se alineaban para escuchar las recomendaciones de su superior. Se trataba de una decena de muchachos pálidos, delgados, de rasgos delicados, que observaron con admiración al nuevo miembro del Kishu. Les habían dicho que tenía el doble de su edad y que podía acabar con cualquiera, incluso con los kishime más poderosos.
Sulei saludó a los jóvenes con una sonrisa que les brindó confianza.
–¿Cuál fue el resultado? –preguntó al instructor, que parecía un doble de Bulen.
–Todos los humanos murieron en el lugar. Después quemamos la aldea, como solicitó.
–Ya veo que les resultó fácil. Ningún herido.
–La resistencia fue nula, señor. Si fueran trogas...
–Pide demasiado, Sadin. Bulen les ordenará algún otro ejercicio, estén prontos –replicó Sulei, riendo, y a los jóvenes comentó–: Si pasan mi entrenamiento, pueden tener una espada como esta.
Días antes se había traído las mejores armas que podían hallarse, y las colocó en exposición en una larga mesa. Las hojas refulgían en tonos rojos y verdes bajo los candelabros que iluminaban el interior del palacio con el brillo del día.
En la terraza del primer piso, admiraron los primeros rayos del sol.
–¿Hay algo que quieras decir? –preguntó Sulei a su compañero, notando su espíritu inquieto y la mirada perdida.
–Sí, pensaba en tus palabras –Bulen lo miró confuso–. No entiendo por qué ha decidido el Kishu atacar ahora, luego de permanecer quieto por mil años.
En la última guerra entre kishimes y trogas, mil años antes, una generación entera había perecido. Más tarde se recuperaron, pero para entonces si querían dominar en el mundo no sólo debían vencer a los trogas, sino también a los humanos, que tenían a su favor su número: se procreaban en cantidades, y vivían en ciudades bien defendidas con ejércitos poderosos.
–No es porque seamos pocos, como te habrán enseñado en la escuela comunal. Es que el Consejo se volvió perezoso, y atemorizado por creencias supersticiosas de las cuales no tienen ni idea... ¿Cuántos de ellos saben leer nuestros antiguos escritos y conocen nuestra historia? –Sulei chasqueó los dedos–. Se tranquilizaron con el cadáver de una humana cualquiera, creen que el sofu ya no existirá. Era fácil convencerlos en ese momento.
–Es cierto que con nuestros poderes... –asintió Bulen, fijándose en los humanos que habitaban del otro lado del río–. Esos humanos decadentes... ni siquiera saben que estamos acá.
–Muchos no creen que existimos, ha pasado tanto tiempo –rió Sulei–. Bueno, peor para ellos.

Se despertó empapada en sudor, temblando. No podía deshacerse de los sueños, pero este había parecido tan real que creyó haber tocado a esa persona. Persona u otra cosa, que trataba de comunicarse con ella, como si quisiera ayudarla o avisarle de algo importante.
Había luz. Miró alrededor. Estaba sola por el momento, pero seguro que el troga no se había alejado mucho. A veces se iba, pero la seguía vigilando como si temiera que se le escapara. En verdad, no la dejaría en paz nunca. Necesitaba volver a la Tierra para sentirse libre.
A veces le daba lástima lo que le sucedió a su familia, pero otras veces lo odiaba por haberla metido en este lío. Si estaba allí en un mundo extraño, era todo su culpa. Y encima, nada había salido bien. Cuando creía tener un medio para retornar a su hogar, se lo robaban. Tenía a Tobía que la quería ayudar, y desaparecía. Los troga trataban de matarla y los kishime creían que traería el fin del mundo. Había muchos muertos alrededor. “Esta mala suerte... ¿será obra de esa tal profecía? Están todos asustados, excepto este terco que sólo piensa en vengarse. ¿Sabrá lo que veo en los sueños? Si pudiera contarle...”
No, era inútil. Aunque hablara con Grenio, no creía que pudiera hacer las paces y que todo terminara como si nada.

Grenio había salido a recorrer los alrededores, para estar seguro de que estaban solos. Tenía que estar prevenido, ahora que los kishime sabían que estaba allí. La luz matinal iluminaba con su gracia el verde follaje y las ardillas correteaban entre las ramas sin tenerle miedo. Un arroyo corría alegre entre las rocas brillantes. Los picos se alzaban en la lejanía, envueltos en una neblina azul.
Alguien se acercaba. Las hojas muertas crujieron y un par de criaturas del bosque huyeron entre gritos. Grenio se mantuvo quieto contra el tronco de un árbol y esperó.
Una pequeña se acercó corriendo por el sendero. Venía mirando hacia atrás como si la persiguieran. Pasó por el lado del troga sin percatarse de su presencia, pero se detuvo unos metros más allá, helada. La niña traía un vestido con el ruedo rasgado y manchas de tizne. Volteó la cabeza y lo miró con ojos dilatados de miedo. Aunque Grenio no se movió, su cuerpo se accionó como por un resorte y la niña se perdió entre las ramas. El troga supuso que venía de una aldea del valle, y estaría asustada por haber presenciado el ataque de la noche anterior.
Volvió al campamento y se encontró con que la joven ya había recogido sus cosas, se había cambiado de ropa, y estaba sentada con la cabeza inclinada y las manos enlazadas sobre el regazo. Era una actitud extraña, como si esperara para confesarle algo.
Ella alzó la cabeza, lo miró a los ojos, que era poco usual en ella, y le hizo una seña.
Grenio se acercó y se acuclilló a su nivel. Amelia lo miró con intensidad, quería que sus palabras entraran de alguna forma en su cabeza. Al final, señaló el lugar en su pecho donde lo habían herido y había sanado y alzó las cejas, inquisitiva. Grenio no movió un músculo. Amelia intentó tocando su propia cabeza y la del troga, indicándole que en aquel momento se habían entendido.
–Tre...? –preguntó Grenio, sabiendo que intentaba comunicarse pero sin entenderle.
Amelia señaló de nuevo sus cabezas e hizo un ademán de estar dormida.
–Tatsa.
–En mis sueños... vi a Claudio –se señaló a sí misma.
–Jo-rri Claudio –repuso él, señalándola.
–Y al troga... pelearon y... había un bebé –Amelia no estaba segura de que toda su gesticulación fuera comprendida.
Grenio asintió bajando la cabeza. Sabía perfectamente que en el mundo del sueño había visto a sus antepasados, batallas y sangre, porque compartía las mismas visiones cuando dormía cerca de ella. ¿Pero por qué sacaba eso ahora?
–¿Me comprendes? –Amelia sintió un tremendo alivio, si no hablaba con alguien iba a explotar.
Pero ahora, ¿cómo le explicaba que en la última noche, había visto a Claudio, una mujer quemada y en lugar del troga, su antepasado, a otra persona?
–Sa... –murmuró Grenio, sobresaltado, y al seguir su mirada ella se percató de que estaban siendo observados por una niña.
Se trataba de una pequeña de siete, ocho años, flaca y medio sucia, que dura como una estatua, los miraba con ojos redondos y asombrados mientras ellos estaban enfrascados uno con el otro. De inmediato se levantaron y se separaron.
Grenio amagó ir hacia la niña, que no atinó a moverse. Las piernas le temblaban. Amelia se apiadó de su aspecto frágil y temeroso y se interpuso, colocando las manos sobre los hombros de la pequeña para tranquilizarla. La niña sollozó y miró de soslayo al troga, que cruzado de brazos, se preguntaba qué querría esa criatura.
–Sh... no le hagas caso –la consoló Amelia, pasándole un brazo por los hombros y secando sus lágrimas. Le sonrió y preguntó–. ¿Cómo te llamas? Yo soy Amelia, Amelia –se señaló.
La niña sorbió sus lágrimas y tartamudeó: –K-Kiren.
“Qué lindo nombre y qué tierna que es...”. Era una bonita niña debajo de todo el tizne. Parecía maltratada. “¿Qué le habrá pasado?”
Grenio la interrogó, de dónde venía y dónde estaba su familia. La niña dudó en contestarle a ese monstruo, pero como la muchacha le daba confianza y estaba con él, le contestó que venía huyendo de su aldea, y que todos estaban muertos luego de que vinieron unos muchachos malos, con sus espadas y fuego. Por sus señas y la tristeza en su rostro, Amelia se dio cuenta de que la pobre niña había sufrido peor suerte que la suya, y que estaba sola. A pesar de la molestia del troga, no iba a dejarla abandonada, por lo menos hasta llegar a una aldea humana, y como parecía que Grenio había decidido encaminarse hacia la ciudad de muros blancos, Amelia decidió que la niña los acompañara e incluso le cedió la montura.
Para el troga sólo era un estorbo, pero al rato se dio cuenta de que la niña decía “Dilut, Dilut”, y se refería a la ciudad de Tise. Cuando salieron del bosque, los muros se alzaron ante sus ojos, imponentes sobre la campiña, y Kerin gritó asustada. Los malos se escondían allí en el palacio alto, dijo, escondiendo su cara entre las crines por las cuales se sostenía al caballo. Amelia la calmó con unas caricias en la espalda, y le dio una fruta que había recogido por el camino, igual a la que Glidria le regaló antes.
Grenio contempló la torre que se erguía en el centro de la ciudad, sus ojos ardiendo. Ahora iba a ver que tramaban los kishime y por qué se metían con él, pero sobre todo, esperaba acabar con el tal Bulen.

Cáp. 4 – En el interior del Palacio

Sulei, luego de asegurarse de que estaba solo, bajó unos escalones y caminó por el largo pasillo que se internaba en el subterráneo del palacio. Había prohibido que sus hombres se acercaran, y así lo habían cumplido. Sólo Bulen y un sirviente sabían que al final del oscuro y estrecho pasillo, un humano languidecía en una de las celdas. Dos veces por día el sirviente le dejaba comida y agua, cuidándose de no ser visto por otros kishime.
Tobía sintió el quejido de la puerta al abrirse y levantó la cabeza. La única luz entraba por una pequeña abertura circular cerca del techo. La puerta se abrió y el mismo kishime que lo había recibido el primer día apareció en el umbral. Podía ver claramente su rostro que lucía una ligera sonrisa, porque el rayo de luz lo iluminaba directamente. Sulei se movió hacia las sombras al entrar y Tobía se enderezó, todavía sentado en el camastro.
–¿Cómo se encuentra? –le preguntó el kishime con naturalidad, como si conversara con un viejo amigo.
Tobía no le contestó. Sulei le daba escalofríos porque sonreía y hablaba amablemente, lo cual en su situación resultaba chocante.
–Tuké Tobía ¿cierto? –continuó Sulei, gesticulando con suavidad–. Supuse que estaba aburrido, después de tantos días de encierro, así que vine a traerle novedades...
Tobía trató de distinguir su expresión en la penumbra. También miró la puerta, que había quedado entreabierta, más allá de Sulei.
–No se preocupe por salir, ya que tenemos noticias de que han venido a rescatarlo.
–¿Han venido?
–Pero no creo que sólo un troga y una pobre chica humana puedan pasar por cincuenta de nosotros –agregó el kishime.
–Ella... –Tobía había estado pensando todo ese tiempo, y había llegado a la conclusión de que si lo habían atrapado en Frotsu-gra, tenía que ser una trampa con la finalidad de atraer a Grenio a un lugar donde corría con desventaja–. Ustedes quieren...
–Ya se habrá dado cuenta de que no nos interesa su vida, y que sólo nos sirve para atraparlos.
El corazón de Tobía comenzó a latir con fuerza.
–¡No! –exclamó–. Grenio no va a venir a rescatarme a mí... si viene es para hacerlos pedazos a Uds.
Sulei se rió.
–Así es –asintió, y luego en tono serio le dijo–. Pero tú quieres permanecer con vida, supongo...
–¿Qué quiere? –replicó Tobía, frunciendo el ceño. El kishime pasaba de la amenaza a negociar con él.
–No se ofenda por lo que voy a proponerle. Piénselo... Su vida y las valiosas piedras de su templo, a cambio de la humana. No, no se altere. Considere... recuperar algo que han cuidado por incontables generaciones a cambio de una joven que apenas conoce.
Sulei se retiró antes de que pudiera responderle. Tobía quedó turbado, demasiado enojado como para contradecirlo en el momento.

Grenio se acercó al palacio más alto de la ciudad, esquivando con cuidado toda presencia. Se escurrió por calles destruidas, cubiertas de polvo y escombros, y saltó por los techos hasta alcanzar su destino sin ser descubierto.
El palacio constaba de tres torres cilíndricas que se elevaban sobre una construcción maciza formada por varios pisos de terrazas. Eso le daba una forma peculiar según la fachada por la que se lo observara. Grenio examinó el lugar desde los edificios cercanos. Evitó las terrazas del oeste puesto que por las ventanas se divisaban señales de actividad. Los jóvenes estaban practicando lucha. Al fin, eligió entrar por la fachada sur, ocupada por un sector escalonado que terminaba en un estanque seco. Saltó rápidamente los cinco niveles hasta llegar arriba. Una fuente vacía, envuelta en esculturas que representaban hojas, flores y animales, se abría en el centro de un balcón con piso de mosaico y rodeado de puertas que daban paso a la penumbra del interior.
Esa zona del palacio estaba medio derruida y llena de humedad, tierra y musgo. El troga siguió su olfato y caminó por anchos pasillos que daban vueltas, finalizaban en escalinatas y salones, subían y bajaban, formando un laberinto.

Sulei emergió de las regiones más bajas y se sorprendió al encontrarse de frente con Bulen.
–¿Qué pasa?
–Están aquí, Sulei.
–Bien, déjalos que se aproximen un poco más y luego haz lo que te dije. Yo me ocupo de ella. Y que nadie interfiera.

La joven miró por la rendija de la ventana, para asegurarse de que la calle seguía vacía. Kiren seguía sentada y sacudiendo las piernas sobre una antigua mesada de piedra, al fondo del cuarto donde las había dejado Grenio. Amelia la envidió, ya que pasado el susto, jugaba como cualquier niña, con algo que había encontrado entre sus cosas. Miró de nuevo hacia fuera y, segura de que nadie los había seguido y nadie las vigilaba, se dirigió hasta la niña a indagar qué objeto estaba revolviendo entre sus manos.
Amelia le quitó el colgante, sorprendida. La niña la miró con grandes ojos, asustada por su movimiento brusco, pero al segundo se distrajo con un insecto que estaba anidando en una grieta de la mesa. Amelia estudió el adorno, un círculo formado por cuatro gajos, cuatro piedras verdes, y luego se lo colgó del cuello. Grenio lo había puesto entre sus cosas, así que no lo consideraba importante. Eso quería decir que no había ido a la ciudad para buscar al secuestrador de Tobía, sino por un motivo personal. Lo único que le interesaba era pelear.
Miró a Kiren, indecisa, y al final se dirigió hacia ella y le hizo una seña para que se quedara quieta, callada, escondida en esa casa abandonada, junto con el caballo. La saludó desde la entrada y tapó bien la puerta, no fuera que alguien pasara y la viera adentro. La casa estaba ubicada a la sombra de la muralla. Amelia comenzó a caminar mirando hacia todos lados y evitando separarse de los muros. Estaba en un pueblo fantasma. Ni un sonido, nada, excepto el susurro de sus propios pasos.
Al rato, ya acercándose al centro de la ciudad, comenzó a percibir un murmullo. Al final de la calle, que desembocada en un espacio abierto, le pareció ver una sombra que pasaba. Se apretó contra la pared, el corazón golpeándole en el pecho como para romperle las costillas. Miró de nuevo: nadie. Pero no podía continuar en esa dirección, de la que provenía claramente un ruido de pies arrastrados. Se dio cuenta de que podía usar un muro destruido por el paso del tiempo como escalera para subir a la azotea de la vivienda contigua, y desde arriba, ver qué había del otro lado de la manzana.
Se arrastró sobre su vientre, con cuidado y sigilo, hasta el borde de la última casa y espió por encima del pretil.
Un grupo de jóvenes formados en un rectángulo hacían ejercicios marciales, guiados por un instructor también de apariencia juvenil y túnica gris. “¿Son humanos? Parecen muchachos... son muy ágiles...” Los contempló por un rato; practicaban con una vara de madera, arrastrando los pies al avanzar y luego saltando y golpeando el aire, en imitación de los movimientos de su maestro o superior. Lo extraño era que todos esos jóvenes de túnica blanca e inmaculada, no emitían sonidos, no jadeaban, ni respiraban fuerte, parecían incansables, y su maestro no les daba órdenes. Sus brazos y piernas fluctuaban al unísono, y en sus rostros no se reflejaba ninguna emoción.
Amelia estaba sudando e inquieta. Se apartó de su puesto de observación, sintiendo que si se quedaba más rato se iban a percatar de su presencia.
Dio un rodeo por las calles y al mirar hacia arriba, notó que estaba cerca de las torres altas que había visto de lejos. Había algo ominoso en las tres torres blancas, lisas, que parecían intactas en medio de aquella ciudad ruinosa y abandonada. Temió que el eco de sus pasos despertara a los habitantes fantasmales de esos palacios que parecían observarla desde las sombras. Luego se rezongó, porque lo más temible que podía encontrarse era a uno de esos trogas o kishime, y eran seres de carne y hueso. Si estaban allí, los iba a ver y sentir tanto como ellos podían. Tenía que ser cuidadosa.
En eso, mientras decidía que iba a hacer, continuar revisando o volver y esconderse, un hombre alto, vestido de gris hasta los pies y con cabello largo, pasó caminando a una cuadra de distancia. Sin apartarse de la galería en la cual se había detenido, Amelia siguió a la figura con un aire similar al de Bulen.
Si era él, tenía la esperanza de que viéndolo a solas, se decidiera a ayudarla. O ¿qué podía haberlo cambiado tanto desde la vez que le salvó la vida? En el fondo, no podía creer que con ese rostro de ángel no fuera una buena persona. Debía tratarse de un malentendido.
Sin darse cuenta, llegó al borde de la galería y cruzó la avenida en dirección al palacio.
La figura que seguía se había internado en su interior tras subir por una amplia escalinata que terminaba sobre la calle. Amelia se detuvo al pie de los escalones, sintiéndose desnuda en ese espacio abierto. Miró atónita la enorme puerta de entrada, sobre la cual había un relieve decorado con gemas verdes. Conocía ese dibujo; lo comparó con el colgante y comprobó que era idéntico. Una sensación de alegría la invadió, parecía que el destino la había guiado, pues no tenía ninguna razón para tomar el adorno y seguir a ese hombre y sin embargo, había llegado al lugar indicado.

Su instinto le había dicho que revisara la parte de abajo. Si quería descubrir que tramaban, las respuestas estarían en las profundidades. Logró desenredar su camino hasta las bodegas y pasillos del sótano; allí captó la esencia de un kishime.
Estaba oscuro, olía a moho y oía un rumor de agua corriente. Una ráfaga de aire rancio pasó y lo guió hasta un salón circular del que partían cuatro pasillos. Trató de ubicar la pista pero en ese punto se confundía, así que optó por una puerta cualquiera, descendiendo una cantidad de peldaños estrechos excavados en la piedra. De repente se detuvo. Un escalofrío recorrió su espalda y se clavó las uñas en sus propias palmas. Nunca había tenido tanto pavor.
Había desembocado, al final de la escalera, en un recinto circular y abovedado, una cueva artificial. La luz de tinte verdoso provenía de unas lámparas adosadas a las paredes, fabricadas con lascas de cuarzo verde. En medio de ese ambiente turbio, habían colocado un gran armatoste negro, con grabados relucientes en sus cuatro lados. Grenio no supo definir qué podría ser aquello: tal vez una caja, pero no veía aberturas, o una pieza de arte antigua. Sin embargo, su piel se heló al contemplarla, presa de un incontrolable terror. Luego distinguió otra cosa detrás de la pirámide negra, un artefacto colocado contra la pared, coronado de cables y tubos, con un cuerpo central cilíndrico de metal y cristal.
Sus ojos no necesitaban mucha luz para distinguir los objetos. Pudo ver con claridad su contenido, con el débil reflejo de la luz en la superficie de vidrio. Dentro de ese extraño recipiente, en un líquido espeso, flotaba un cuerpo.
Se trataba de un troga y Grenio lo reconoció. No había imaginado encontrarlo allí, ni en esas circunstancias. No le agradaba, pero ese final tan perverso, insólito, no lo merecía Tavlo a pesar de ser un traidor. Se acercó con recelo. El cuerpo desnudo, estaba atravesado por varillas que lo sujetaban al soporte metálico de la maquinaria. Podía ver sus ojos entreabiertos y lechosos, que le daban una expresión melancólica a su rostro, como si lamentara lo que le había sucedido.
El troga nunca había visto ni oído que los kishimes hicieran algo similar. Sólo podía entender que a Tavlo lo habían asesinado para algún uso muy particular. Tenía que salir de allí y enfrentarse de una vez con los kishime. En ese lugar no iba a encontrar más respuestas.

Amelia cruzó la entrada y se halló en un amplio salón abrazado por escalinatas. Podía caminar a la derecha o a la izquierda. Se preguntó adónde se habría desvanecido el kishime. Notó que todo relucía, los pisos brillantes y las paredes pulidas, demostraban un gran cuidado; aunque por fuera el edificio parecía estar derruido. Por lo demás, estaba muy silencioso. Sus pasos resonaron en las paredes vacías.
Al final eligió ir hacia delante, vacilando ahora que ya estaba adentro, recapacitando que sería peligroso encontrarse con otros kishime. No sabía qué le pasaría si la sorprendían allí.
Debajo de una escalera se abría una habitación larga, donde vio una mesa dispuesta con innumerables armas blancas de todos los tamaños. Se dio cuenta de que se había precipitado al venir. Guerreros entrenando, armas... ¿con quién pensaban luchar? Recordó la gente de la aldea destruida, todos masacrados. Eran fuertes como para enfrentarse al troga y ganarle... los humanos no tenían oportunidad si los kishime decidían dedicarse a atacarlos. Pero Tobía le había dicho que hacía más de quinientos años que no había una guerra entre las razas, porque los troga eran poquitos comparados con los humanos, y a los kishime parecía no importarles el resto del mundo.
Algo interrumpió sus pensamientos. Tuvo una sensación desagradable, como si alguien la observara. Se dio vuelta, alarmada.
Un hombre, calvo y vestido de pantalón y camisa negra, estaba parado en el otro extremo de la sala.

Cáp. 5 – Trampa

Volvió sobre sus pasos, subió la escalera, y se encontró de nuevo en la confluencia de las cuatro puertas, al mismo tiempo que un par de kishimes emergían de extremos opuestos.
Uno era el sirviente que venía de llevarle agua a Tobía, y se sorprendió al verlo. El otro era Sadin, que había sido encargado por Bulen de inspeccionar el lugar, y enseguida se puso en guardia, sacando el látigo que traía enrollado en su cintura.
Antes de que pudiera hacer nada, Grenio se vio aprisionado por una fina correa que simulaba una columna vertebral, compuesta de pequeños huesos hilados en una cinta de metal, de tan sólo un centímetro de diámetro. Dobló su brazo izquierdo e intentó romperla con sus garras, pero el hilo era indestructible. A la vez, notó que el sirviente se le venía encima con un cuchillo que había sacado de entre sus ropas. De este se libró con un golpe en el momento en que se le arrimaba, y al mismo tiempo tironeó con todo su cuerpo hacia delante llevándose consigo al otro. Sadin perdió el balance por la fuerza inesperada del troga. Torció la muñeca y el látigo se aflojó.
Grenio tomó al sirviente por el cuello y lo lanzó por una puerta. Rodó escaleras abajo. Mientras, en su celda, Tobía sintió los ruidos que provenían del pasillo y el quejido que emitió el kishime al caer. Por un momento, esperó que vinieran por él.
Sadin lanzó su correa hacia el cuello del troga, pero este ya estaba corriendo hacia la salida. Vio venir el ataque y cazó la punta del látigo en su mano. Este se enroscó en torno a su muñeca, salvando su cuello. Luego le dio un tirón, pero Sadin estaba listo y se dejó guiar por el movimiento, saltando con ligereza hacia el propio Grenio y extendiendo un brazo directo a su pecho. El troga se inclinó, esquivando el golpe, y notó admirado, que al golpear la pared junto a él, el puño del kishime se hundió y dejó una cicatriz profunda en el muro.
–¡Jo fra to! –exclamó, dándole un codazo en la cabeza que lo mareó por un segundo.
No le interesaba entretenerse con este kishime. Corrió escaleras arriba, emergiendo de las profundidades del palacio a una zona iluminada. Por suerte ahora llevaba la daga en su mano, porque al llegar al nivel de la calle, lo esperaban cinco jóvenes kishime, alertados de que había alguna conmoción en el lugar. Expectantes, rodearon la puerta que les habían prohibido traspasar, esperando que también les tocara un poco de acción para demostrar su poder.
Grenio se detuvo y los miró, tranquilo. Entre ellos no se encontraba Bulen. Les preguntó dónde estaba su jefe pero no le comprendieron o no les interesaba responder. El troga levantó su brazo armado, doblado, en actitud protectora. Los kishime permanecían inmóviles, paralizados, con la mirada fija en él y casi sin respirar.
De pronto todos se pusieron en movimiento al unísono, embistiendo de todas direcciones. Eran rápidos, pretendían confundirlo y rodearlo para atacarlo por todos lados. Pero Grenio no se dejó intimidar por su velocidad y sutiles movimientos. Se lanzó hacia delante, resuelto, esquivando un golpe por la derecha y parando una estocada con la izquierda. Se zambulló, empujando a los dos que lo atacaron de frente y lanzándolos contra sus otros compañeros. Se volteó, había logrado tomar a uno por el pelo y lo abatió contra el piso, mientras hería con un rápido movimiento al que lo atacaba desde arriba, dejando un tajo en su hombro.
Alguien gritó una palabra y Grenio se vio librado del enjambre de molestos muchachos. Una línea voló hacia el techo, y al impactar produjo una explosión de polvo y escombros. Grenio se apartó de un salto atrás, esquivando los pedazos que cayeron donde estaba parado un segundo antes. Al disiparse el polvo, vio a Sadin, observando con el látigo colgando fláccido de su mano. Los otros kishime se reagruparon, humillados por haber sido sorprendidos por su maestro en una mala posición. Grenio inspiró una gran bocanada de aire y apretó los puños. Aceptó que iba a tener que vencer a todos estos, para avanzar y enfrentarse con Bulen.

Sulei contempló a la humana con curiosidad y una sonrisa hipócrita. Ella sintió un escalofrío cuando él caminó hacia ella y retrocedió sin querer. Las piernas le temblaron. Tenía la sensación de que lo conocía, y le causaba desagrado, más que temor. Sulei se detuvo y le habló:
–No te asustes.
Amelia titubeó, porque lo comprendía:
–¿No eres humano?
–No, como puedes notar, comunicarnos con ideas a través de nuestras mentes, aunque usemos palabras también, es una facultad que tenemos algunos kishime –explicó.
Amelia se encontró de espaldas contra la mesa, donde estaban las armas.
–Es peligroso que una humana esté aquí –siguió Sulei, acercándose lentamente–. Por ahora estamos ocupando este palacio y a la mayoría no les gustan los de tu especie.
Amelia lo miró con interés, preguntándose qué quería decir. ¿No pretendía hacerle daño? ¿A él no le disgustaban los humanos?
–Ven –dijo Sulei, tendiéndole la mano–. Tienes que salir de aquí.
Le tomó una mano y la guió hacia la puerta, deteniéndose allí para espiar el exterior. Ella lo siguió, aturdida, y al fin logró juntar el valor para preguntarle, susurrando, contagiada de su actitud de precaución aparente:
–¿No hay un humano aquí? ¿Un monje llamado Tobía?
Sulei la remolcó a través del salón.
–Sí, creo que hay un humano encerrado por ahí.
–¿Está bien? –exclamó ella.
–Sí, está con vida. ¿Lo conoces?
Amelia suspiró, aliviada, y agregó: –Tengo que sacarlo.
Sulei sonrió con escepticismo. “No creerás que te voy a hacer las cosas tan fáciles...”
–Sola, no puedes enfrentarte con nosotros. Te dejaré ir por hoy... porque me simpatizas.
Un ruido fuerte les llegó de adentro. Ella se detuvo, sobresaltada.
–¿Qué pasa?
Sulei tiró de su mano, contestando con una sonrisa: –Hay un troga causando problemas.
Se metieron por una puerta que ella no había visto antes y traspasando un pasadizo oscuro y estrecho, terminaron en un jardín del palacio, seco y descuidado, a cierta distancia de la entrada principal. El kishime la empujó hacia la calle, y le advirtió que debía tener mucho cuidado en el camino.

Grenio miró a Sadin y a los otros, que en grupos de dos y tres, estaban otra vez quietos. ¿Quién iba a atacarlo primero?
–No usen su poder dentro del palacio, por favor –dijo una voz a sus espaldas–. Sulei se va a molestar por este estropicio.
Viendo por encima del hombro, el troga notó que Bulen los observaba con su habitual calma.
Los otros se retiraron en silencio.
Grenio lo miró, los ojos rojos, lleno de rabia al recordar lo que le habían hecho a Tavlo, y aún más porque sentía que jugaban con él. ¿Qué pretendían?
–Supongo que has estado descubriendo nuestros secretos... Es decir, podrías hacerlo si fueras lo bastante inteligente –ironizó Bulen–. Pero entonces no te meterías en una trampa.
El troga se abalanzó contra él y le tiró un golpe de puño. Bulen se movió apenas lo suficiente para evitarlo y a la vez lo golpeó en la nuca con una mano, pasándole un poco de electricidad que lo dejó obnubilado. Grenio se tambaleó hacia delante pero logró mantenerse en pie.
–¿Qué quieres? –gruñó, dándose vuelta–. ¿Es por la profecía, que me trajeron aquí?
Bulen se detuvo un momento y después, lanzó una carcajada.
–¿Piensas que tú nos interesas para algo? –exclamó con desdén y fingido asombro–. Mientras estás jugando aquí, yo me quedaré con ella.
No iba a permitir que se burlara de él. Se tiró contra el kishime cuando este comenzó a brillar, pero llegó a tiempo de abrazar tan sólo aire. Aturdido, se dirigió a la salida, y allí se encontró con Sadin que había permanecido vigilando afuera. El troga lo dominó antes de que pudiera usar su látigo y lo dejó fuera de combate con una llave en su cuello que lo asfixió.
Su olfato y oído le comunicaron que en esa dirección había más kishimes. No podía perder más tiempo, porque Bulen podía moverse instantáneamente de un lado a otro. Siguiendo su instinto, tomó el camino por el que había entrado, por corredores abandonados y salones sucios, corriendo tanto que al detenerse al fin en una terraza, su visión se nubló. ¿Por qué no podía usar el poder de transportarse como los otros, por qué no podía controlarlo? Deseaba salir de allí, y llegar rápido hasta ella, ¿qué más tenía que hacer?
Tuvo que utilizar el método tradicional, sus propias piernas para correr y saltar muros, logrando alcanzar su destino en poco tiempo. Se detuvo a inspeccionar la zona. No parecía haber nadie cerca, lo extraño era que esperaba encontrar a Bulen. Lo había engañado de nuevo. Siempre comenzaba una lucha con él y después se retiraba sin terminar. Como si no le interesara matarlo; tan sólo jugaba, como un pequeño que se dedica a sacarle las patas a un insecto.
Encontró a la pequeña sola en la habitación. Todo parecía en orden, advirtió, y la niña no mostraba miedo ni sobresalto. Le preguntó dónde estaba la otra, y Kiren señaló la puerta.
–¿Se fue?
Tal vez se quería escapar de su venganza. Le extrañó, sin embargo, que luego de insistir en que la niña fuera con ellos, la dejara abandonada. Los humanos se comportaban de forma muy extraña. Tenía que encontrarla antes que ellos. En ese momento, miró a Kiren, que se había retirado contra un rincón, y notó algo extraño.

Cáp. 6 – Amelia actúa

Mientras trataba de hallar su ruta entre las calles y ruinas, que se veían todas similares, Amelia recordó las palabras del kishime. Tobía estaba bien pero no podía rescatarlo. Necesitaba ayuda. Difícil de conseguir cuando no podía comunicarse con nadie en ese planeta. Por otro lado, del troga no podía esperar apoyo y ¿cuán dispuestos estarían los humanos a hacer algo? Y si quisieran ¿tenían la capacidad de enfrentarse a estos seres?
La puerta de la casa, que ella se había asegurado de tapar bien, estaba entreabierta. Se acercó con recelo, sin hacer ruido, casi sin respirar. Por un instante escuchó, y del interior le llegó un ruido sofocado. No dudó en entrar por la pequeña.
–¡Kiren!
El caballo relinchó, mirando la escena desde su rincón, con ojos acuosos y nariz resoplante. Kiren se había bajado de la mesa y tomado refugio contra la pared, arrinconada y visiblemente atemorizada. Grenio se cernía sobre ella, sin prestar atención a la puerta. Amelia se quedó allí, paralizada, viendo que él amenazaba a la niña con su daga.
El troga notó su presencia cuando ella entró y caminó, apresurada, hasta su equipaje. Grenio empujó a Kiren con la mano derecha, la daga apretada en la izquierda.
–¡Déjala! –le ordenó Amelia, con voz grave, parándose a su lado.
Grenio sabía por su respiración que estaba agitada y tal vez, enojada, pero no podía explicarle. Miró a Kiren con ojos encendidos, con rabia, y ella le devolvió una mirada inocente, mientras se apretujaba contra la pared. Levantó el brazo izquierdo para terminar con ella.
Sorprendido, notó un dolor agudo en el pecho, y al mirarse, advirtió que la punta de una espada sobresalía cerca de su corazón. Amelia había tomado la espada de Claudio, y en el momento en que lo vio decidido a matar a la niña, una fuerza en su interior le permitió levantarla y la hundió en su espalda.
Kiren, que había cerrado los ojos esperando lo peor, se sorprendió de estar viva. Se levantó de un salto y se apartó del troga, que había caído arrodillado. Amelia extrajo la espada con gran esfuerzo y la sangre brotó de su pecho, inundando el suelo. Grenio había dejado caer su arma para sostenerse la herida.
–¡Ah! –exclamó Amelia, asustada de su propio acto y sus manos temblorosas dejaron caer la espada.
Al parecer el troga no podía levantarse, entonces estaban a salvo. Pero no quería quedarse. Tenía que salir de allí. Recogió sus cosas, colocando la espada de nuevo en su funda, tomó de la brida al caballo y lo sacó afuera. Tuvo que volver, al notar que Kiren no estaba con ella. La niña seguía parada junto al troga, mirándolo. Murmuró algo, y Grenio le contestó con un gruñido. Sólo su voluntad lo mantenía erguido. Al fin el dolor y la pérdida de sangre pudieron más y cayó al piso, inconsciente. Queriendo huir lo más pronto posible de esa imagen, Amelia tomó a la niña de un brazo y la sacó afuera.
Corrieron por la sombra de la muralla blanca, hasta llegar a un agujero por donde podían salir al campo. La ciudad estaba rodeada de una campiña floreciente y suaves lomas que se extendían hacia el río. Del otro lado, se podía divisar una mancha oscura donde los humanos habían levantado un caserío, despejando el terreno para poner sus corrales y plantar.
Amelia puso a Kiren en la montura y ella caminó entre la hierba que le llegaba hasta el pecho. Iba sudando y agitada, no por el ejercicio, sino por el miedo. No tenía idea de qué se le había metido en la cabeza al troga para atacar a una niña, pero si esa era su naturaleza, ya no podía permanecer a su lado. Ahora se daba cuenta de que debía haber escapado mucho antes.
¿Qué iba a hacer ahora? No estaba muy segura, pero lo primero era poner suficiente distancia entre ellos, porque no confiaba en que su herida lo detuviera. Después de todo, era como un monstruo. Acto seguido, conseguir ayuda con los humanos o los kishime. Tal vez podía contar con Bulen. Encontrar a los tukés y contarles lo que había sucedido. Mateus tendría alguna idea de cómo rescatar a Tobía y a las gemas.
Bueno, imaginarlo era fácil, pero no tenía idea de cómo llevar a cabo todo eso.
–Ar la –dijo Kiren, señalando con emoción y sacando a la joven de su mundo.
Amelia notó que estaban cerca del río. Un poco más arriba, unas cuantas rocas sobresalían del agua lo suficiente para poder vadear la corriente. Del otro lado, pastaban unos animales.
El agua estaba fría y las rocas resbalosas. Amelia miró con asombro los peces que pasaban entre sus pies, como flechitas minúsculas de plata y oro.
Entraron en la aldea, que estaba silenciosa y desierta. ¿No había nadie en sus casas? La joven miró a Kiren, inquieta. La pequeña observaba todo con atención y rostro serio.
Amelia metió la cabeza por una puerta y escrutó el interior. Las chozas constaban de una sola habitación, y en ese lugar no había ni un alma. Revisó otras casas con igual resultado. Al final, se detuvo indecisa en medio del poblado. Había objetos tirados, recipientes llenos de comida y los animales andaban sueltos. Parecía que todos hubieran desaparecido.
Aunque le parecía un delito, tomó algo de comida y un cuerno que le podía servir para cargar agua. Le indicó a Kiren que la siguiera y se fueron a sentar a la orilla de un arroyo que desembocaba en el río, entre unos arbustos. Ella se sentó con la cabeza entre las manos, pensativa, mientras Kiren se dedicó a dar cuenta de las provisiones.
No podía comer, recordando que había herido de muerte a alguien, aunque no fuera humano. A pesar de que la había sacado de su planeta, de su vida normal y había amenazado con asesinarla, no se sentía contenta con lo que había hecho. Esa espada estaba maldita, seguía clamando por la sangre del clan Grenio. Si estaba muerto, ella había terminado con esa vendetta, pues ya no quedaba ni uno solo con ese nombre.
Un grito les llegó desde la aldea. Amelia se levantó de un salto. Kiren dejó de masticar un momento, miró en esa dirección, y luego siguió comiendo con tranquilidad.
Amelia se acercó a un arbusto y miró entre las hojas. Le hizo una seña a la niña para que se mantuviera callada, pero no era necesario porque Kiren no había pensado emitir ni un sonido. Dio un rodeo y salió del otro lado del follaje. Si no la engañaban sus ojos, más allá del caserío, una línea de humo se levantaba hacia el cielo. Tal vez los habitantes en este momento estaban reunidos allí, y por eso no había visto a nadie. Decidió acercarse.
Corrió medio agachada por el campo, dejando la aldea a su derecha y parando junto a un árbol, para mirar con cautela quien había encendido la fogata.
Ante sus ojos se extendía un espectáculo que le costó comprender. Había un montón de bultos en el suelo, que luego de un momento pudo reconocer como cuerpos abatidos. Sus ropas crudas indicaban que eran campesinos. Estaban tirados unos sobre otros, en posiciones incómodas, como si los hubieran amontonado. No estaban vivos. Algunos yacían de cara al piso y de otros, pudo percibir sus rostros congelados en la máscara de la muerte, con expresión de sorpresa o dolor según sus últimos momentos. El humo provenía de un joven cuyas ropas habían tomado fuego. Rodeando esa escena, cuatro muchachos delgados, vestidos con largas túnicas azules y grises, parecían estudiar el producto de su exterminio. Amelia se apretó contra el tronco, temerosa de que notaran su presencia. Sin duda, se trataba de los mismos que había visto entrenar en el centro de Tise. Ahora cargaban sables, no varas de madera, y uno se miraba la mano, extrañado, pues se había manchado de sangre y contaminado la tela de su vestido.
De pronto, la joven se dio vuelta y corrió como loca lejos de ese lugar. Tenían que alejarse de esa ciudad.
Corrió, cortó camino entre medio de los arbustos y se frenó, atónita, al llegar al claro donde había dejado a Kiren. La niña no estaba sola. Parecía tranquila, sentada sobre una raíz, mientras la figura blanca parecía hablarle, parado frente a ella.
Bulen la había sentido llegar y se dio vuelta con calma.
Por un momento, la joven iba a sonreír al reconocerlo, pero algo quedó trancado en su garganta. Se sentía paralizada y no sabía si se iba a poner a llorar o a reír, por eso no dijo nada.
–He venido por ti –anunció él.
Amelia titubeó.
–¿Qué quieres decir? –preguntó, frunciendo el ceño.
Su tono le daba miedo, porque Bulen no expresaba nada y parecía un extraño, otro distinto al que había conocido antes.
El kishime le tendió la mano a Kiren y esta no vaciló en pararse y tomarla. Se acercaron y Bulen dijo al pasar.
–Queremos que vengas al palacio.
–¿Como tu prisionera?
Se adelantaron un poco. Ella no se había movido, sólo meditaba mirando el piso, pero él la previno:
–Sígueme, por favor. Si intentas escapar, tendré que hacerte daño.
Su voz indicaba que le daba lo mismo que fuera por las buenas o las malas. Parecía ahorrar energía en sus movimientos y palabras. De hecho, tratar con humanos y trogas le parecía rebajarse, pero si Sulei se tomaba todas esas molestias, sería por algún buen motivo.
Desalentada, Amelia tomó la brida de su caballo, que no parecía contento con Bulen porque se resistió un poco a seguirlo, y se resignó a hacer lo que decía.

Cáp. 7 – Tobía

Cuando abrió los ojos, se encontró acostado sobre hierba mullida, a la sombra de unos árboles. Al intentar levantarse, notó que estaba tan débil que no podía moverse y recordó entonces lo que le había pasado.
–¿Cómo estás? –le preguntó Glidria, que estaba acuclillado junto a él, muy afanado moliendo unas semillas en un mortero.
El viejo lo había vendado con sumo cuidado y habilidad, ya que no sentía ningún dolor. A lo largo de doscientos sesenta años había visto muchas batallas y heridas, pero aún así se sorprendía de que Grenio estuviera con vida.
–No te muevas –lo contuvo porque trataba de sentarse–, o la herida comenzará a sangrar. Los de tu familia han muerto jóvenes ¿verdad? Pero esto es el colmo...
Grenio suspiró y se quedó quieto, resignado, porque no tenía fuerzas. Glidria puso el polvo que había molido en un odre y lo removió. Luego probó un trago, lo miró con aprobación, y lo puso a un lado. Se levantó y juntó unas ramas para encender una fogata.
–Nos van a ubicar si haces humo –murmuró Grenio, que ahora descansaba con los ojos cerrados.
–¡Tú me vienes a dar consejos de táctica! Dime cuántos eran los kishime que te atacaron para dejarte en ese estado.
El viejo había tocado un punto sensible. Había perdido con su enemigo... No, nunca esperó que hiciera algo así. La había subestimado, porque era mujer y débil.
–¡Qué cara! –comentó Glidria, clavándole sus ojos saltones–. Supongo que fue ese kishime que estabas buscando.
–No... –su honor no le permitía mentir o agrandar el poder de su enemigo para no quedar mal, pero tampoco podía decir la verdad.
–Tampoco he oído las gracias.
En verdad, este viejo lo había sacado de la casa en ruinas, lo había transportado inconsciente afuera de la ciudad y cuidado de su herida.
–Estás muy bien conservado ¿no?
Glidria tomó otro trago del odre. Se trataba sin duda de su destilado favorito, que siempre llevaba colgado de la cintura y sazonaba con semillas olorosas.
–No es forma de dar las gracias. Pero está bien, porque no fui yo quien te ayudó.
–¿Quién fue?
Se escucharon ruidos entre las hojas y dos trogas aparecieron frente a sus ojos, como si se hubieran dibujado allí. Luego de un momento los reconoció. Estaban en el grupo de Fretsa cuando atacaron el monasterio tuké. Tenían la habilidad de mimetizarse en el ambiente y eran veloces.
–Trajimos lo necesario, cho Glidria –dijo Trevla, lanzándole cinco serpientes negras, que cayeron junto a sus pies y empezaron a enroscarse sobre sí mismas.
Glidria fue tomándolas una a una y cortándole la cabeza, dejando caer la sangre en un bol. El otro troga había traído un cuarto trasero de garro, que entre los dos se pusieron a cortar en lonjas y asar para la cena.
Grenio los miró, inquieto.
–No te preocupes por el rastro –dijo Glidria, mientras mezclaba la sangre de víbora con un poco de su bebida–. Luego de ocuparse de todas las aldeas que había en el valle, los kishime se han mantenido dentro de Tise. Toma esto, es bueno para reponer energía –añadió, poniéndole el recipiente en la boca.
Luego le relataron cómo lo habían encontrado.
Trevla y Vlojo viajaban camino de encontrarse con su jefa, que se había separado de ellos tiempo antes para llegar a Frotsu-gra, cuando escucharon rumores de que los kishime se estaban juntando en Tise. Eso les sonó extraño, estando tan alejado de las montañas que los kishime frecuentaban, y decidieron ir a revisar. Estuvieron siguiendo un rastro de muertos y aldeas quemadas, hasta que alcanzaron a ver un grupo que entraba en la ciudad. Luego de cruzar la muralla por un punto apartado, estuvieron deambulando un rato por calles desiertas, hasta que vieron pasar un kishime caminando con urgencia a algún lugar. Se frenó en la entrada de una vivienda; ellos lo acechaban. Al parecer, no se había percatado de su presencia hasta que lo siguieron adentro y lo sometieron. Allí vieron al troga caído en el suelo, y en un antebrazo llevaba un brazalete que conocían bien. Luego de acabar con el kishime, lo cargaron fuera de Tise, hasta las montañas, donde se cruzaron por casualidad con Glidria. Habían pasado dos días.
Después de comer, los trogas apagaron la fogata. Se había hecho de noche y las estrellas brillaban, más allá de las copas de los árboles. Trevla y Vlojo fueron a hacer un recorrido por el campo, para asegurarse de que no los vigilaban y tal vez espiar qué hacían los ocupantes de la ciudad.
–Er... si estuviste dentro de Tise, dentro del palacio, tendrás idea de qué piensan hacer los kishime –lo sondeó Glidria, una vez estuvieron solos.
Grenio ya se podía sentar, recostado contra un tronco. Se apretó el vendaje y miró a lo lejos.
–No sé que se proponen, pero tienen armas, andan en grupos, y han exterminado aldeas como diversión. Tú deberías irte, Glidria.
–¡Yo, dejar mi montaña! No, he vivido tanto tiempo en este lugar, y además, pienso terminar mis días aquí –refunfuñó el viejo, tomando un poco de su botella para darse energía–. Pero... ¿piensas que van a empezar una guerra o algo?
–Tal vez... No son amigos de los troga. Y creo que quieren algo más que pelear –contestó Grenio, recordando a Tavlo metido en un gran frasco.
–Entonces es por la profecía...
–¡Qué! Tú también mencionas eso... Dime si mi padre te dijo algo –exclamó Grenio, con tanta violencia que el viejo temió que se saltaran sus vendas–. ¿Qué sabes?
Luego de meditar un rato, Glidria contestó, con tono misterioso:
–No tengo idea. Pero de tanto oír hablar a lo largo de los años, pienso que debe ser algo muy malo para todos nosotros, como el fin del mundo o algo así.
Pasmado, Grenio pensó que todos actuaban como unos locos y se tranquilizó a sí mismo pensando: “No puede haber una profecía porque nadie puede ver el futuro”.
–Cuando yo era joven –continuó Glidria tras una pausa–, decían que sofu ocurriría cuando viniera la gente del cielo, los que viven en las estrellas. Los pequeños creíamos que iban a venir unos kishime muy poderosos a destruirnos, porque tú sabes, ellos tienen ese poder de viajar a través del aire de un lugar a otro. Muchos años después, conocí a tu padre y me contó la leyenda familiar.
–¿Leyenda? Hablas de Claudio y nuestra venganza.
–Sí, pero ahora que lo pienso... Uds. pueden viajar como los kishime, y ese humano del que buscas venganza venía de un lugar distante y extraño. Otro mundo. Entonces, es cierto que tú estás conectado a la profecía –Glidria habló con asombro–. Y... ¿qué le pasó a la humana?
Sobresaltado, el otro lo miró, y no contestó por un rato:
–Creo que aprovechó para huir... Tengo una pregunta que puede sonar delicada –agregó–. ¿Estuve hablando dormido? ¿Escuchaste alguna palabra extraña salir de mi boca?
Luego de pensarlo un momento, Glidria negó. “Entonces, algo le habrá pasado”. Porque desde el momento que la conoció, un lazo invisible los unía, sobre todo en los sueños.
–Gracias, Glidria –murmuró cerrando los ojos–. Mañana tendré que ir a ocuparme de un asunto pendiente con esos kishime. Si pasa algo, dale mi gratitud a esos dos.
Glidria lo estudió con incredulidad, pues dudaba de que en su condición pudiera levantarse, y mucho menos pelear.

Desde que la tenían en su poder, trasladaron a Tobía a una habitación enorme de un piso alto, rodeada de terrazas, sin barrotes, y con más comodidades que su calabozo en el sótano. Le hacía compañía a Amelia y aunque sus condiciones no habían mejorado, por lo menos estaban juntos.
Luego de la alegría inicial por poder abrazarlo y encontrarlo vivo, y después de que se contaron sus peripecias, la joven permaneció callada y taciturna casi todo el tiempo. Respondía a sus preguntas y comía lo que le traían, pero no parecía la misma. Su humor y el ánimo para sortear todas las dificultades, los había perdido.
–Vamos –trató de animarla, viéndola tirada en un diván junto a la ventana, sin haber dormido más que un par de horas durante toda la noche–. Sé que no querías lastimar a nadie, pero fue necesario. Recuerda todas las veces que él te amenazó y su objetivo de matar a los descendientes de Claudio, tu familia ¿no? Nadie te puede culpar.
Amelia se incorporó. Ambos se pararon junto a la terraza, allí donde las cortinas volaban con la brisa perfumada de la mañana.
“No es eso, es que parece que he perdido algo. Hay algo que extraño”.
–¿O es que en realidad te agradaba? ¿Lo extrañas?
–¿Qué? –Amelia casi se atragantó.
Entonces vio que él estaba sonriendo. Se burlaba de ella, pero era cierto... Aunque no podía decir que le agradaba, ya se había acostumbrado a su presencia. Ya no le asustaba su apariencia, conocía más o menos sus reacciones, apreciaba el interés en su gente y entendía sus ansias de vengarse. Incluso podía pasar algunos de sus platos cuando no consistían en carne cruda. Eso que le faltaba, eran sus sueños. No había tenido pesadillas sobre el pasado.
A Tobía se le congeló la sonrisa en el rostro porque no había logrado alegrarla, al contrario, parecía estar a punto de llorar. La observó acariciarse las muñecas. Los kishime le habían colocado un par de pulseras, diciendo que con eso no podría escaparse del palacio. El tuké la obligó a acostarse en una de las suaves camas que tenía su prisión, para que tratara de recuperar el sueño que perdía en la noche. Pensaba que tenían que estar preparados, y aprovechar el primer momento propicio para escapar.
Amelia comenzó a respirar regularmente; estaba dormida. En eso, entró Sulei, caminando con gran ostentosidad hasta el centro del extenso salón.
Tobía, intrigado por su manera de moverse, como un rey que visitara los establos para hacerle un gran favor a un criado, esperó que hablara:
–Tuké... Hermoso día ¿no? –comenzó Sulei, que hoy usaba una túnica color azul que resaltaba sus ojos, los cuales brillaban con malicia–. Espero que haya pensado en mi propuesta del otro día, pues ya pasó un tiempo suficiente y me gustaría escuchar su respuesta.
–Se refiere a... –susurró Tobía, mirando de reojo a Amelia, que seguía durmiendo.
–Sí, le dije que teniéndola a ella Ud. quedaría libre junto con las gemas.
–¡Pero yo no hice nada! Uds. la capturaron –siguió susurrando Tobía.
–Es lo mismo. Hace tres días prefirió quedarse a hacerle compañía. Le repito la oferta, puesto que no lo necesitamos en realidad, Tuké.
Tobía consideró. Si no era una trampa, podía salir libre, caminar fuera de ese lugar. Estaría dejando a la joven a su suerte, pero podía ir en busca de ayuda. Tenía que sopesar el riesgo que podía correr sola y cómo se iba a sentir abandonada, con la oportunidad de encontrar ayuda afuera.
–¿Puedo hablar con ella antes de decidir?
Sulei lo miró con expresión pétrea.
–No, es ahora o nunca.
Tobía decidió aceptar su oferta.
En cuanto accedió, dos kishimes lo tomaron de los brazos y lo sacaron de la estancia. Sulei cerró la comitiva, echándole una ojeada a la joven, echada sobre las mantas, antes de salir.
En cuanto se fueron, Amelia se incorporó. Había estado escuchando todo el rato, simulando dormir. En el primer momento, se sintió desolada, pero sus palabras daban a entender que se iba por su propia voluntad. Sin embargo, le extrañó que hubiera conversado en su idioma como si esperara que lo entendiera. Por su culpa, lo habían secuestrado, pensó. Si se iba y no volvía a verlo, no podía quejarse. Pero Tobía era un buen hombre y no la iba a dejar sola.

Cáp. 8 – La máquina

Vlojo volvió de ir a buscar agua al río y en el acto notó que faltaba el troga herido. Se apresuró a despertar a Glidria y Trevla. Mientras ellos dormían un poco luego de haber hecho guardia toda la noche, Grenio había logrado levantarse y salir del campamento sin hacer ruido. Glidria estaba sorprendido, porque a pesar de su aviso de la noche anterior, no había imaginado que tuviera fuerzas para caminar. También estaba enfadado, porque se iba a meter en líos y los dejaba afuera.
Vlojo y Trevla se pusieron a discutir entre ellos. Ese troga tenía el brazalete que le había entregado Fretsa. Si su jefa se enteraba de que lo habían dejado ir a enfrentarse con los kishime sin ayuda, se iba a enojar mucho.
–Oigan, jóvenes –interrumpió Glidria, colocándose su capa al hombro y atándose el odre en la cintura–. Somos tres. Está bien que hay que auxiliar a Grenio, aunque su conducta demuestra que no quiere nuestra ayuda, pero también deben pensar en el resto de nuestra raza.
Mientras ellos decidían qué hacer, Grenio iba subiendo trabajosamente una ladera rocosa. Había descendido por un campo verde y cruzado un arroyo frío. Todavía respiraba con dificultad por la herida del pecho, y no podía correr. Caminando le tomó toda la mañana llegar al pie del monte que le había indicado Kiren. Estaba aislado del resto, y sobresalía con su pico nevado coronando los planos azules varios cientos de metros más arriba. A cierta distancia podía ver unas piedras blancas, como vestigios de una construcción antigua.
“Si sobrevives, tengo un mensaje de Bulen. Te esperará al mediodía...” Recordó las palabras de la niña, mientras miraba fríamente cómo su sangre caía en el piso de tierra.
No había dedicado toda su vida para vengar a su clan, para que unos extraños vinieran a interferir en el último minuto. Era el único que quedaba para cumplir esa tarea y no podía morir, pero tampoco podía ser vencido. Por eso no tenía miedo de ir a enfrentarse con un enemigo poderoso en las peores condiciones, porque sabía que al final, iba a vencer.

El sirviente de Sulei escoltó a Tobía hasta la puerta del palacio y lo empujó suavemente, indicándole que siguiera caminando. El tuké se preguntó hasta dónde pensaba acompañarlo y comenzó a considerar si había hecho bien en confiar en la palabra del kishime. Encima lo habían dejado sin su atuendo y sentía el sol, que ya estaba alto en el cielo, quemándole la cabeza.
El kishime se mantuvo pegado a él mientras caminaban por calles desiertas y silenciosas, hasta la muralla. Tobía no imaginaba que a plena luz del día, en esa ciudad que parecía dormir un sueño eterno, le fuera a pasar algo, hasta que se percató de que el otro pensaba seguirlo también fuera de Dilut. Decidió pararse allí en medio del camino y enfrentarlo, decirle que lo dejara en paz y que podía seguir solo. El kishime lo miró sin expresión, sin responder, y de repente, algo brilló en su mano y Tobía vio, quedando paralizado, que había extraído de su ropa una cuchilla curva y afilada.
El tuké se tiró atrás, esquivando el cuchillazo que cortó el aire frente a su nariz, y cayó sentado. Tuvo que arrastrarse para huir de su próximo golpe. El kishime avanzaba inexorable pero sin prisa, zigzagueando la hoja en el aire como una máquina. Tobía se salvó de milagro, pues al girar hacia un lado para evitar que lo clavara al piso, encontró de golpe que los pastos del costado del camino ocultaban una zanja, y se fue rodando hasta el fondo. Al levantar la cabeza desde abajo, vio que el kishime lo miraba parado en el sendero, y comenzaba a descender por la colina. Tobía se dio vuelta, se incorporó de un salto y salió corriendo a todo lo que daba, sin mirar atrás.
Iba surcando con dificultad la hierba que le llegaba al pecho, transpirando, con el corazón golpeándole el pecho, corriendo como loco. Un poco más atrás el kishime lo seguía deslizándose entre el verde. Muy pronto, el humano se iba a cansar, y de todos modos no tenía adonde huir. Pero Tobía no pensaba eso. Veía el río más adelante y por alguna razón, creía que si lo alcanzaba y lo cruzaba, tenía oportunidad de salvarse. Tal vez el kishime no se animara a seguirlo hasta una aldea, y a lo lejos veía unas casas de adobe con techos de paja.
Por fin llegó hasta la orilla. Sus pies hicieron saltar la arena mientras el kishime apenas parecía hollar el suelo al correr. Tobía percibió un borrón ante sus ojos y notó, atónito, que el otro lo había sobrepasado y se plantaba frente a él. Intentó frenar y fue a dar de rodillas a sus pies. La hoja brilló en la luz del sol y zumbó en las orejas de Tobía, que se encogió de miedo. La cuchilla salió volando y fue a clavarse en la arena a unos metros.
Tobía notó con sorpresa que su cabeza todavía seguía pegada a su cuello y el kishime, que había fallado. Quien había desviado la hoja con su espada se detuvo a contemplar la escena interrumpida. El kishime se preguntó cómo no había visto aproximarse a ese troga, e intentó correr hacia su cuchilla.
Trevla no se preocupó en evitar que tomara la hoja, pero en cuanto el kishime volteó y tomó velocidad, se puso en su camino bien plantado con las piernas separadas y giró en el último momento, decapitándolo con un corte limpio.
Al volverse hacia el humano notó que Tobía lo miraba con sentimientos mezclados, y le dijo:
–¿Nos conocemos?

Bulen los guió un piso más arriba, abriendo las puertas dobles de una sala que se mantenía en penumbras, protegida del sol por cortinajes negros. Amelia agradeció el quitarse de encima doce pares de ojos, pues los jóvenes kishime que se formaron a modo de guardia a la salida de su habitación, nunca habían visto a una humana. Además, esos niños vestidos de blanco, le daban escalofríos, por su forma de moverse sin producir el más mínimo sonido y sus rostros insensibles como máscaras.
Los dos kishime que tenía a su espalda, la empujaron adentro de la sala. Ella dio unos pasos, insegura, hacia la penumbra interior. Bulen, se dio vuelta y le clavó la mirada, tan aguda que resultaba cruel. Podía atravesar su alma si la veía así. ¿No tenía compasión?
Uno de los kishime cerró la entrada y la aseguró. El otro, un sirviente, encendió algunas lámparas, iluminando el amplio salón. Círculos concéntricos aparecían pintados en el piso, y una fila de columnas los rodeaba. En el centro de la sala habían colocado un artefacto en forma de caja alargada de color ámbar, sostenido por patas torneadas, alto hasta la cintura de Bulen. Él se detuvo junto al objeto y pasó una mano por su superficie lisa, dejando un rastro de luz que se desvaneció al instante.
Amelia, que se había quedado parada, temerosa de moverse entre ellos, se preguntó con languidez qué se proponían hacer ahora y qué querían de ella. Sus sentidos estaban adormecidos por algún motivo, y tampoco podía sentir gran miedo ni otra emoción violenta.
Cerró los ojos cuando Bulen se paró frente a ella y tocó su cara con un dedo. Permaneció inmóvil y sólo abrió los ojos cuando sintió que él estaba sosteniendo sus manos. El kishime contemplaba las manos que habían atravesado a Grenio. Él se había sorprendido al oír la noticia y a la vez se había decepcionado porque eso ponía fin al plan de Sulei. Pero este demostraba una confianza ciega en que todavía estaba vivo y que podían seguir adelante; en especial porque el hombre que habían mandado a indagar nunca volvió.
–No te ves muy saludable –comentó Bulen, advirtiendo los ojos enrojecidos e hinchados por falta de descanso y las lágrimas, así como la piel quemada por el sol y el frío, y los kilos que había perdido en el viaje. Su ropa desgastada tampoco ayudaba.
Ella trató de desprender sus manos y él las dejó caer. Luego hizo una seña al guardia, que se acercó con una llave y le sacó las muñequeras.

El sol casi alcanzaba el cenit cuando se detuvo a descansar sobre una roca. La hora indicada para la cita con Bulen se aproximaba. Tenía que recuperarse pronto de su fatiga.
Grenio se apoyó contra un pedestal de piedra que en otro momento había sostenido una escultura monumental, de la cual sólo quedaban los enormes pies. A su sombra, descansó y se dejó resbalar hasta sentarse en la hierba. El viento ululaba sobre la meseta desde los espesos bosques que lo cercaban. Aparte de eso no se sentían otros ruidos. Estaba rodeado por bloques diseminados, cerca de los cimientos de un antiguo templo.

Bulen puso sus manos sobre la máquina y esta comenzó a resplandecer allí donde la superficie entraba en contacto con su piel. El kishime cerró los ojos y se preparó para pasarle una carga potente, para que reviviera. Se vio empujado hacia atrás por la propia descarga, sus manos y cara enrojecidos, y el artefacto comenzó a pulsar. Los otros escucharon el latido de la máquina, como un corazón, que resonaba en todo el lugar. La superficie color ámbar se volvió translúcida, dejando ver en su interior partículas brillantes y unas fibras más oscuras, que parecían venas y órganos en el lugar de cables y componentes.
–Acércate –ordenó Bulen.
Amelia no reaccionó, ni pensaba moverse cerca de esa cosa, pero fue empujada por el guardia kishime. Notó con pavor que no tenía fuerzas para resistirse, aunque iba recuperando sus sensaciones como si antes estuviera en un sueño y ahora totalmente despierta. Sus oídos oyeron el zumbido eléctrico y el latido de la máquina, su piel se erizó y un escalofrío recorrió su espalda a la vez que su corazón se desbocada. Cerró los ojos con fuerza cuando el kishime la empujó contra la superficie brillante. Estaba tibia.
–No tengas miedo, no es necesario –aclaró Bulen–. Sulei me ha encargado esta tarea para asegurarse de la profecía, pero él no piensa como los otros kishime. No pretende matarlos.
No era lo que ella recordaba. No estaba segura.
–¿Qué es lo que quiere? –titubeó en preguntar.
Como respuesta, Bulen tomó la mano derecha de Amelia por la muñeca. Con su otra mano, tocó el borde del artefacto, lo que produjo que una parte se deslizara y apareció una rendija redonda. Tomó esa pieza y la extrajo, dejando una abertura que se perdía en el interior de la máquina. Luego, sostuvo la mano de la joven sobre ese hueco. La pieza que tenía en la otra mano consistía en un cono de base circular que terminaba en una punta muy fina. Usando esta, picó la parte carnosa de la palma de la joven y apretó su muñeca, cuando ella trató de desprenderse de su apretón. Brotó sangre y escurrió en espesas gotas por el orificio hacia el interior del aparato. Bulen volvió a colocar la pieza en su lugar y toda indicación de que algo se había movido desapareció.
–¿Qué... –exclamó ella, apretando su mano cortada y mirándolo con sorpresa.
Además del latido, ahora se escuchaba un zumbido mecánico seguido de unos chasquidos. Después de una serie rápida, cesaron, y el artefacto empezó a emitir una energía luminosa. Amelia notó con asombro que sus propios latidos se acompasaban al sonido pulsante que venía de su interior. No podía desprender los ojos de esa cosa, como si la luz que tocaba su piel fuera un imán.
Bulen tocó la frente de la joven con dos dedos y ella cayó, exánime, entre sus brazos. El sirviente se aproximó para llevarse su ropa. Bulen la levantó y la depositó sobre el artefacto. Todavía tenía los ojos abiertos, pero no respondía, como hipnotizada.
La luz envolvió su cuerpo en un aura espesa y se cerró sobre ella. Ahora sólo había luminosidad en torno a la silueta de la joven. Bulen se apartó unos pasos. En la superficie superior de la máquina aparecieron poros, por los cuales empezó a rezumar un líquido viscoso que parecía moverse con voluntad propia. Hilos de sustancia se esparcieron sobre la piel humana y se solidificaron, conectando la carne pálida con la carne ámbar por medio de filamentos del mismo color que los órganos internos. El proceso de conexión estaba completo.

La herida le estaba punzando. La carne rasgada estaba tan cerca del corazón que cada vez que este latía rápido por el esfuerzo o sus reflexiones, dolía más. Grenio se levantó, porque temía caer desmayado. Estaba sintiendo náuseas. Tal vez tuviera un sangrado interno. Recordó haber oído que algunos guerreros morían semanas después de un enfrentamiento, las vísceras totalmente podridas, sin que se dieran cuenta de ello hasta el fin.
“¿Por qué me curé tan rápido de los pinchazos de Bulen?” pensó, tocando el vendaje sobre su pecho. Era el mismo lugar donde él lo había herido, pero entonces no había sentido el más mínimo sufrimiento. En cambio, la mujer casi le había atravesado el corazón... No podía meditar sobre eso, el kishime ya estaba llegando.
Sulei apareció ladera abajo y caminó con elegancia y sin prisa. Venía con una sonrisa en su rostro, como encantado de verlo.
–Dos días lo estuve esperando –comentó al acercarse.
–¿Quién eres? –gruñó Grenio, decepcionado. Tenía la misma ropa que Bulen pero de color azul y no tenía cabello.
–Soy Sulei. No te enojes, ya sé que querías ver a Bulen. Pero él es mi subordinado, yo dirijo lo que él hace, así que para tu propósito vale lo mismo.
Grenio inspiró, tomando su daga. Este kishime le daba una sensación desagradable, como la primera vez que conoció a Bulen. Su instinto le avisaba que estos seres llevaban la desgracia.
Sulei desenvainó. Llevaba una hermosa cimitarra transparente, que Grenio admiró.
–¿Comenzamos? –dijo el kishime.

Cáp. 9 – Duelo

El sol caía a pico sobre ellos. Desde esa alta explanada podía apreciarse un lindo paisaje, con el río, el valle verde, la ciudad rodeada de flores, las montañas boscosas y el cielo azul de fondo. Pero los dos estaban ocupados en mantener al rival alejado de sus gargantas y buscar el movimiento exacto que les diera la victoria.
Sulei comenzó con unos pases suaves, moviendo su espada sin intención de matarlo. En cambio, Grenio temía que si la lucha se prolongaba en ese discurrir lento, sus fuerzas se iban a acabar. Tenía que terminar rápido. Se arrojó hacia delante, tratando de obligarlo a luchar cuerpo a cuerpo, aunque era muy arriesgado dada la diferencia de largo de sus armas. Además, no conocía la capacidad de esa espada fabricada de un material tan extraño. Grenio cerró el espacio entre los dos y lo cortó con su mano izquierda. Sulei evitó la estocada, elevándose liviano en el aire.
El troga se agachó un poco para tomar impulso de nuevo. Un segundo antes de arrojarse contra el otro, tomó una roca del piso y la arrojó. Sulei no se distrajo con el proyectil. Levantó la mano libre y la roca explotó en el aire, volviéndose polvo. En el mismo instante, Grenio se le abalanzó y él lo detuvo con sus manos, tratando de golpearlo con la empuñadura. El troga se preguntó por qué no había intentado cortarlo antes de que llegara a esa distancia. Sulei le dio un golpe en el pecho, provocándole inmenso dolor. Pero el troga había logrado asirlo por la ropa y no pensaba soltarlo. Rugió y lo revoleó. Sulei saltó en el aire, dio una voltereta y cayó parado a unos metros.
Grenio respiró con fuerza, sosteniéndose la herida. Sangraba, la venda estaba empapada.
Sulei cargó hacia él, el rostro serio y la espada dirigida hacia el troga. Grenio lo vio venir, y notó, con preocupación, que le costaba mover las piernas. En el último momento, se zambulló a un lado, obteniendo así sólo un corte en el brazo. Se volteó, y ante su sorpresa, Sulei ya estaba frente a él, la espada apuntada a su pecho.
–¿Qué esperas? –murmuró, aunque se resistía a resignarse.
–Ver si mi experimento funciona –sonrió Sulei, cortando el aire con su arma, pero sin herirlo.
¿A qué se refería? No podía ponerse a pensar ahora. Quería distraerlo. ¿Por qué jugaban con él? El troga observó que tenía la daga, que no había soltado a pesar de la sensación de entumecimiento que empezaba a bajar por su hombro izquierdo. Dio un rápido giro con su cintura y arrojó el cuchillo hacia el kishime, que se había quedado observándolo con curiosidad.
Sulei logró desviar la trayectoria con un golpe de espada y la daga se clavó en el suelo. Grenio saltó hacia él, los brazos extendidos. Sin darse cuenta, Sulei retrocedió, un poco impresionado. La hoja zumbó en el aire y las vendas cayeron del cuerpo del troga. Grenio dio otro paso adelante y golpeó el rostro del sorprendido kishime.
Sulei sonrió, complacido.
–Tienes espíritu para luchar –lo halagó–, lástima que no podamos seguir mucho tiempo.
Extrañado, Grenio miró hacia abajo, y vio que la sangre se escurría lenta e inevitablemente fuera de su cuerpo.

Estaba soñando. Lo extraño era que recordaba estar en un lugar raro, parada junto a Bulen, que con su rostro bello e impasible parecía un ángel de la muerte, y sentir miedo por algo que le iban a hacer, y luego estaba dormida, porque lo que veía no era real. Si estaba dormida, en cualquier momento podía despertar, y eso la tranquilizaba.
Esta vez era una espectadora. Como un espectro, se hallaba parada junto a Claudio, quien empuñaba la espada con ambas manos, su rostro lleno de fiereza que rayaba en la locura. Era el hombre que había exterminado un linaje entero y sólo le faltaba ese monstruo con pelos hirsutos en la espalda y ojos amarillos. Grenio, también estaba en guardia pero con expresión tranquila y ojos apagados. No la veían. Amelia se animó a dar unos pasos, rodeándolos; parecían estatuas congelados en medio del movimiento inicial. La joven se agachó. Cerca de la pared de la cueva, yacía de espaldas una mujer troga con cola de lagarto y piel escamosa. Su cráneo tenía marcas como los tigres, en un tono más claro que su piel oscura. Estaba enroscada, envolviendo entre sus brazos un bulto. Amelia extendió un brazo para tocarlo. Sintió la tibieza de un cuerpo nuevo, lleno de vida, tierno. Al toque de sus dedos, la cabecita se movió, inquieta. La cría buscaba el calor y el alimento de su madre. Amelia retiró la mano, con un poco de repulsión ante este pequeño de apariencia anormal. Él emitió un quejido. La joven se apiadó y volvió a colocar la mano sobre su cabecita. Entonces la escena cobró movimiento, como si hubiera pulsado el botón de play.
Claudio y Grenio chocaron espadas. Se apartaron con un empujón y volvieron a cargar. El choque se repitió varias veces. El troga tenía fuerza y podía embestirlo, el otro tenía habilidad superior y podía esquivar, deslizar su hoja y atrapar su espada. Se movía con ímpetu, apareciendo de un lado y de otro. Grenio mantuvo su terreno sin apurarse, sin mostrar enojo ni ansias de aniquilar. Claudio se movía a base de odio, de desesperación. Amelia se mantuvo arrodillada junto al cuerpo inerte, observando atónita la lucha. ¿Qué iba a pasar? ¿Qué debía hacer? ¿Era un sueño, o eran recuerdos reales? ¿Debía intervenir?

Usando su mano ensangrentada, Grenio lanzó un golpe al rostro de Sulei, a quien se le congeló la sonrisa. Enseguida reaccionó enviando energía a sus puños, que usó para mandar al troga volando de espaldas. Cayó pesadamente.
–¿Qué haces? –exclamó el kishime, fastidiado con la actitud de Grenio, que lo provocaba y apresuraba su propia muerte.
En el suelo, el troga tomó su daga y la arrojó, y esta vez fue a clavarse en el muslo derecho de Sulei. El kishime se miró, sorprendido, aunque no parecía sentir ningún dolor.
–Buen tiro –comentó, sacando la hoja y tirándola al piso.
–En general tengo buena puntería –Grenio se incorporó–. Lamento tener que pelear contigo en estas condiciones.
–Sí... yo también esperaba más del legendario guerrero de la profecía.
El tono sarcástico de Sulei era justo lo que necesitaba para olvidarse del dolor y la debilidad y arremeter en una lucha sacando fuerzas de pura rabia. Intercambiaron golpes, el kishime siempre ileso. Tenía la velocidad de un rayo y podía prever por dónde lo iba a atacar. Además, le hizo varias incisiones en los brazos y piernas. La hoja transparente tenía el filo de un bisturí, y sus cortes ardían como fuego. El cuerpo del troga latía envuelto en dolor.
Sulei hizo una pausa, parándose a contemplar su cimitarra empañada de rojo. Su adversario luchaba por mantenerse en pie, se tambaleaba. Decidió terminar con esa espera y le lanzó una bola de energía. Grenio sólo percibió una luz cegadora y un tremendo golpe que lo impulsó hacia atrás, como si un puño gigantesco lo hubiera volteado.
–No exageres, si hubiera querido ya no tendrías cabeza –le dijo Sulei, observando su cuerpo caído, con un hombro destrozado y el hueso expuesto.
Grenio no lo escuchó con claridad, sólo sentía un rumor adormecedor, que le recordó el mar batiente de Frotsu-gra.

Amelia se levantó, horrorizada. Quería detenerlos de alguna forma, aún cuando sólo se trataba de un sueño, porque los dos luchaban sin tregua, con heridas impresionantes. Extendió un brazo, pero había olvidado la facultad del habla. Impotente, vio que Claudio hundía su espada en el pecho del troga. Grenio tosió, y con sangre en los labios, pero manteniéndose en pie, tiró de la hoja, y la extrajo de su pecho. Claudio, cansado y con una mirada melancólica, perdido el sostén de la empuñadura, fue a dar contra la pared de la cueva. El troga dejó caer la espada a sus pies. Se acercó lentamente, ahorrando sus últimas fuerzas.
Una mano se posó sobre su hombro y Amelia vio, sobresaltada, que había alguien parado detrás de ella, cuando un minuto antes estaba sola. Tenía forma humana y su piel era más que blanca, translúcida, y su carne, brillante. Sólo sus ojos parecían tener consistencia; grises como una nube de tormenta, la miraban con calma y le transmitían confianza. Lo conocía de algún lado.
–¿Quién eres?¿Cómo llegaste aquí?
–Esa es mi pregunta –contestó una voz que no salía de esa imagen luminosa sino de todas partes–. Pero puedo imaginarme quien eres, porque estás aquí. No te preocupes –añadió, viendo su ansiedad por los otros dos, que se habían detenido de nuevo, la espada de Grenio colocada en el cuello del humano, que seguía sentado y abatido–. Son sólo sombras del pasado. ¿Quieres ver qué sucedió con ellos?
Ella miró.
–Debo matarte, es el único homenaje que les puedo ofrecer a todos los troga del clan que asesinaste –dijo Grenio con voz temblorosa.
–Lo dices como si no quisieras –replicó Claudio, levantando hacia él sus ojos agotados, y con tono amargo agregó–. Vamos. No me importa mucho.
El troga retiró la espada un poco para tomar impulso y cortarle la cabeza, pero se detuvo allí, considerando. Por largo rato trató de imaginar qué pasaba por la mente de este humano, para detenerse al final, para mostrar tanto hastío y desagrado. ¿Por qué lo había hecho? Sus palabras: “Venganza... lo que te prometí... matar a tu familia como tú mataste a la mía.”
–Ni siquiera sé a quien te refieres –suspiró, bajando la espada.
Grenio se arrodilló junto al humano. Claudio se enderezó, incómodo de tenerlo tan cerca. El troga le aferró un brazo con una mano y con la espada que empuñaba en la otra, se hizo un corte en el cuello. La espada chocó contra el suelo, su mano la soltó. Claudio trató de zafarse de su apretón, asqueado, porque la sangre manó del corte a chorros, bañándolos. La cabeza gacha, Grenio soltó la empuñadura y se prendió con ambas manos de Claudio, que lo miraba con ojos desorbitados, manteniendo la mayor distancia posible, y sin entender por qué se acababa así.
–¿Él mismo se mató? –exclamó Amelia, buscando la respuesta en su compañero luminoso.
–Su herida ya era mortal. Necesitaba debilitarse más rápido –respondió la voz.
–¡¿Para qué?!
En lugar de responder, el ser luminoso la tomó por las manos. A su alrededor, las paredes de la cueva se volvieron borrosas y comenzaron a escurrirse como pintura húmeda. Las figuras permanecieron inmóviles.
–No podemos hablar aquí –la voz que antes tronaba, sonaba lejana–. Porque no estamos solos.
Ella se asustó. Ahora la cueva y sus ocupantes habían desaparecido y sólo lo veía a él; ambos estaban flotando en la nada, en la oscuridad. En medio de la negrura, divisó estrellas, diminutas y opacas.
Él todavía la sostenía de la mano, pero de pronto notó que perdía brillo y nitidez.
–¿Qué pasa?
–El cuerpo donde habito, está en peligro, me llama.
La joven miró sus manos, lo último que quedó visible antes de que desapareciera por completo. Estaba sola, en un cielo nocturno que la rodeaba por arriba y abajo, en la nada. No podía ser un sueño. Extendió los brazos, tratando de alcanzar algo. Sus manos chocaron contra una pared invisible, suave, mullida, fresca. No estaba en el medio de la nada, era una ilusión óptica. Estaba atrapada.

Cáp. 10 – Despertar

“Estoy aquí”.
“Estoy despierto”.
Sulei esperó unos segundos a ver si se recuperaba, si lograba levantarse. Si no, iba a estar muy decepcionado, porque ni siquiera llegó a ver los poderes que impresionaron a Bulen y Zilene.
El troga trató de incorporarse, apoyado en el brazo derecho sano, con la idea de que tenía que luchar y nunca rendirse. No podía perder, y por eso aunque no veía ni oía, y estaba rodeado de penumbra, casi inconsciente, logró sentarse. No tenía armas ni fortaleza física. Sólo le quedaba, pensó con tristeza, luchar y morir de pie.
“Grenio”.
La voz resonaba en su cabeza, como cuando el kishime se comunicaba con él, pero no se trataba de Sulei. Sin embargo, estaba demasiado concentrado en lo que tenía frente a él como para cuestionarse qué era esa voz.
Sulei contempló con un poco de admiración, la tenacidad del troga para levantarse, sabiendo que no podía hacer nada. Era tonto, pero también le daba cierta dignidad que esperó tener cuando su hora llegase, algún día. Pero era tiempo de acabar con las dudas. Tenía que exterminarlo.
Con rostro serio, concentrado, el kishime extendió los brazos, las palmas juntas produciendo una magnitud de energía suficiente para borrarlo de la faz del planeta. Sólo quedaría polvo, partículas, de su cuerpo. La fuerza concentrada era tal que sus ropas flamearon. Sulei apretó los dientes, fijó sus ojos en el blanco y abrió sus palmas, mientras lanzaba un alarido.
El torrente de energía voló hacia Grenio. El troga levantó el brazo, por reflejo, queriendo pararlo o cubrirse. No quería morir, pensó temblando, porque nunca antes se había visto tan cerca del fin y porque tenía rabia de terminar así, sin saber para qué, sin honrar a su clan, sin detener a sus enemigos. Sus emociones sólo duraron un segundo, lo que tardó en envolverlo un gran huevo de energía.
Sulei vio que la onda lo golpeaba, seguro de que en un instante, brillaría y explotaría. En cambio, el troga fue envuelto por su energía que permaneció flotando a su alrededor más tiempo de lo que era posible. Comenzó a preguntarse qué pasaba. Grenio, dentro del óvalo resplandeciente, estiró su brazo para tocarlo y la voz lo detuvo: “No”.
–¿Quién eres? –musitó Grenio, aunque no había nadie cerca–. ¿El de las visiones, el que salvó a la mujer del fuego? Eres una imagen del pasado, no puedes ser real...
“Tienes un enemigo adelante. No es hora de conversar”.
Esta voz se portaba muy mandona. Grenio vio al kishime caminar hacia él, y usó su mano derecha para golpear la pared de energía, pensando en romperla como una cáscara de huevo. Le dio un golpe seco, pensando que tal vez su mano podía quedar inutilizada para siempre. Un trozo de energía se desprendió del resto, se estiró y salió impulsado en dirección a Sulei, que lo reflejó con el filo de su arma. Grenio probó de nuevo, golpeando con mayor seguridad e ímpetu. Ahora se formó una pequeña bola, similar a la que le había arrojado Sulei para dejarlo sin hombro.
El kishime no pudo contener toda la onda y una parte lo impactó, haciéndolo retroceder un paso. De nuevo Grenio lo atacó y él retrocedió dos. Aferró la cimitarra, la cual reflejó el sol como un espejo, y se lanzó corriendo hacia el troga.
La hoja atravesó la capa de energía y esta se disolvió en el aire, entre luciérnagas doradas.
–Esta hoja es maravillosa, una shala –dijo Sulei con sonrisa feroz, sosteniendo la cimitarra sobre su hombro–. Fabricada en Dilut ¿sabías? Lo más importante, corta de todo. Luz, materia, aire, agua o fuego.
Fuera del huevo que lo contenía, Grenio comenzó a sentir las punzadas en la carne expuesta y la sangre que corría lentamente de sus heridas. Si el otro podía cortar hasta energía, estaba igual que antes, porque no tenía con qué pararlo. La cimitarra bajó en un semicírculo fatal y la esquivó tirándose contra el kishime de costado y aferrando su brazo con la mano derecha. Mientras lo sostuviera no podía cortarlo, era cuestión de mantener su fuerza. Sulei usó su mano izquierda para rodear su cuello, pretendiendo quemarle el rostro o la garganta con su poder. Grenio lo mordió y Sulei apartó la mano con un alarido.
Tenía una marca de dientes en la muñeca y sangraba.
–Muere –gruñó el kishime, blandiendo la punta de la espada hacia su pecho.
Grenio fue esquivando los golpes y retrocediendo en dirección a las ruinas del templo. Sulei lo atacó con furia. Su actitud había cambiado, ya no jugaba, parecía otro. No se comportaba como los otros kishime, consideró Grenio.
Sulei se detuvo a tomar aliento. Había gastado demasiada energía en su ataque anterior. Sólo tenía que comprobar algo más.
–¿Es verdad que puedes viajar por el espacio?
Grenio se había detenido junto a un pilar de piedra inclinado y enterrado en la tierra. Empezaba a entender que los kishime estaban muy interesados en su habilidad, eso era lo que les molestaba de él. Apoyó su mano derecha contra la piedra, para mantenerse en pie. De nuevo veía borroso, el efecto que lo había protegido ya no estaba funcionando.
–¿Es por la profecía, que están tan interesados en perseguirme? –preguntó, con voz calma, porque había aceptado que tenía pocas chances de sobrevivir, a pesar de su deseo.
–Claro. Desde hace quinientos años no es secreto que tu clan tiene que ser el destinado a convertirse en una fuerza destructiva. Pero por ahora no eres tan poderoso, sino ya me hubieras vencido –Sulei sonrió y se pasó la cimitarra a la mano izquierda, extendiendo la derecha para crear un poco de energía sobre su palma abierta–. Te falta algo... Si puedes usar tu habilidad, escapa de esto.
La energía bullía y giraba en forma de bola amarilla sobre su palma, y Grenio apenas podía sostenerse, las garras clavadas en la piedra y el otro brazo inutilizado. Cayó sobre una rodilla, con punzadas de dolor en todo el cuerpo. No podía huir para salvarse, no quería.
“Escapa”. Resonó la voz en su mente. Grenio sacudió la cabeza, molesto. No quería. “Huye y pelea después”. Aunque quisiera, no sabía como controlar esa habilidad.
Sulei lanzó la bola. El troga la vio venir. “Usa tus manos”. Extendió los brazos hacia delante, con un terrible dolor como si le arrancaran el brazo izquierdo, a tiempo para recibir la bola y de alguna forma, reflejarla. Era caliente y le produjo un cosquilleo en todo el cuerpo. Sulei se sorprendió al recibir su energía de vuelta y apenas atinó a cubrirse con su cimitarra. La bola explotó contra la hoja transparente y la onda expansiva le dio en pleno pecho y rostro, quemando su piel con un dolor imprevisto.
–¡Ah! –hacía muchísimos años que nadie lo hería, el dolor era una sensación peor de lo que recordaba.
Con rabia, se arrojó contra el troga, que se hallaba de rodillas, ocupado en apretar su brazo izquierdo. No podía atacarlo con su energía, porque la reflejaba, así que empuñó su cimitarra y asestó un tremendo golpe contra él. Grenio no pudo moverse del lugar a tiempo, sólo se hizo a un lado, sufriendo igual un corte profundo en un muslo. Ahora tenía otra herida abierta; le había arrancado un trozo de piel y carne. Cayó a un lado, con pocas posibilidades de levantarse. Pero Sulei, habiendo terminado su ataque inclinado junto al troga, no estaba muy bien. Había usado su poder y realizado un esfuerzo físico sin tener energía. Sintió un vahído y el corazón acelerado: corría el riesgo de que no le quedara nada para el viaje de vuelta. Se apoyó en el piso para levantarse y le dio una última mirada al troga.
–Espero que no mueras todavía... –dijo haciéndole un saludo con la mano–. Nos veremos.
Desde el piso, Grenio lo vio desaparecer en una onda luminosa. Se sentía impotente, porque quería seguirlo y no tenía un gramo de fuerza. Tenía que haberlo vencido, sino para qué vino a ese encuentro. Junto a él, en la tierra, discernió unas trazas, las marcas de los dedos del kishime al agacharse, y unas gotas de sangre. Alerta, trató de incorporarse. “Debes usar el poder”, susurró alguien en su oído, “nadie te va a encontrar a tiempo para ayudarte”.
–No quiero ayuda –gruñó en respuesta, haciendo un terrible esfuerzo para apoyarse en un codo, que lo dejó agotado en el piso de nuevo.
“Vas a morir”.
–No... –tenía miedo aunque no quisiera admitirlo, y se lamentaba de no haber terminado sus asuntos–. Sal de mi cabeza –se quejó.
“Vas a morir, sin resolver tu venganza”.
Antes había probado a viajar adonde quería y no funcionó. Las veces que lo hizo fue casualidad, necesitaba ir a un lado y aparecía allí. Pero no podía controlarlo a voluntad.
“No pienses en el lugar. Lo que te hace falta es un ancla”.
–No sé que es...
“¿Adonde quieres ir?”
Tenía que seguirlo, porque ese kishime era líder de Bulen y por tanto el que estaba detrás de todos los comportamientos extraños: la persecución, el robo de las gemas y el rapto de Tobía, el cadáver de Tavlo. Estaban armando un pequeño ejército. Los querían a él y a la humana, por la supuesta profecía.
“Imagina lo que hay en ese lugar”. Cerró los ojos. Sintió un escalofrío. Imaginó que las últimas fuerzas abandonaban su cuerpo. “No te des por vencido”.
Nunca. Se había dicho que no podía morir sin hacer su trabajo como último miembro del clan, y no iba a desistir hasta el último segundo. El frío subió por sus piernas y lo cubrió por completo como una sombra que se extendía sobre él, pero su cabeza todavía funcionaba con claridad. Lo envolvió una brisa, que se convirtió en olas de mar. En un movimiento ondulante el aire empezó a brillar. De pronto el suelo se abrió bajo su cuerpo y cayó al vacío, a la más absoluta oscuridad.

Cáp. 11 – En la oscuridad

Tobía estaba asombrado con su nueva compañía. Junto con uno de los trogas que lo atacaron en el monasterio, que ahora decía estar de parte de Grenio, y el viejo de piel arrugada y ojos saltones, que se les unió camino a la ciudad, los tres cruzaron la muralla medio derruida. Con mucha precaución, caminaron por las calles vacías y silenciosas. El troga con aspecto de reptil y ojos verdosos, le había dicho que si los kishime estaban preparando algo, quería verlo en persona. El viejo parecía más comprensivo con su causa de rescatar a Amelia.
–Ese palacio –señaló Tobía a los otros.
–Sí, he visto una de las torres iluminada por la noche –agregó Glidria.
Trevla se confundió con lo edificios de barro y piedra blanca, y las calles polvorientas. Lo divisaron, como una mancha borrosa en el paisaje, mientras se perdía rumbo al palacio.
–Supongo que irá adelante –comentó Tobía en voz baja.
–Sí... Pero nosotros debemos buscar una entrada más disimulada.
Glidria todavía tenía fuerza para saltar los muros cargando al delgado humano y subir el terraplén de una fuente seca, que llegaba a una terraza unos pisos más arriba. Saltó otro piso y comenzó a escalar entre los complicados tejados del palacio hacia la torre oeste.
Trevla entró por la puerta principal, cruzándose con varios kishimes que no sintieron la más mínima presencia, salvo una brisa fría que atravesó la sala. Pasó por la sala de armas y subió un piso. Llegó a una estancia iluminada por amplios ventanales, recubierta de cerámica blanca, ocupada por tres piletas llenas de agua vaporosa. Saliendo de este baño por una arcada, había otro cuarto similar con pequeñas bañeras individuales de plata, que un sirviente kishime rellenaba con baldes de agua fría. El vapor de la habitación anterior se había pegado a su piel y su cubierta ya no era tan buena. El kishime vio una silueta difusa y detuvo su tarea, extrañado. Trevla avanzó y antes de que pudiera avisarle a los demás, lo descalabró de un golpe en la cara. El kishime cayó de bruces contra un bañera, la cabeza sumergida en el líquido.

El tiempo parecía no transcurrir en ese ataúd blando y oscuro. Atrapada en un espacio apenas suficiente para permanecer de pie, Amelia se empezó a cuestionar cómo había llegado allí. Si se esforzaba, en su cabeza aparecían algunos recuerdos: distinguía a Kiren y Bulen en medio del bosque, luego se veía obligaba a seguirlo y ella estaba muy enojada con él, la recluía en una habitación enorme, y un kishime le ponía unos brazaletes en las muñecas. Luego, de nuevo aparecía Bulen junto a ella y estaban en un lugar raro, con una máquina que emitía un ruido y una vibración que invadía sus entrañas y le daba escalofríos, la premonición de algo espantoso. Le habían hecho algo, por eso estaba allí, en ninguna parte. ¿Cómo iba a volver?
Intentó golpear las paredes invisibles con sus puños. Parecía estar golpeando carne, porque sus manos se hundían y no producían ruido. En realidad, el único sonido era un murmullo muy apagado, como el pulso latiendo en sus oídos.
Necesitaba ayuda, que alguien la sacara de ahí. El ser que había aparecido antes... ¿cómo se llamaba? No le había dicho su nombre. Tenía que llamarlo.
–¡Hola! ¡Ey! –gritó con toda la fuerza de sus pulmones–. ¡Hola!
Sus gritos no salieron del reducido espacio que ocupaba, chocaron contra las paredes y reverberaron contra su propio cuerpo, taladrándole sus oídos hasta que sus ecos se desvanecieron.
“¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¡Bulen! ¡Déjenme salir!”
Un temblor estremeció el espacio, dándole un poco de vértigo. Tenía miedo de caer, porque más allá, por arriba y por abajo, sólo veía oscuridad y estrellas. Si estaba despierta, ¿cómo podía estar del lado de los sueños? ¿Estaba alucinando? ¿Drogada? Ahora podía pensar con más claridad, y por eso sentía más miedo. Cerró los ojos y trató de pensar en otra cosa, pero lo único que venía a su mente eran las imágenes que había visto en los sueños, kishimes caminando por una montaña cubierta de nieve, cielos azules, campos de batalla, una explosión poderosa que hacía volar la nieve, un sol rojo. No podía concentrarse y visualizar el rostro de su madre o su tía, o una imagen de su hogar, porque esas visiones interferían con fuerza. Recordó que el ser brillante le dijo “no estamos solos”.
“¿Quién eres? ¿Por qué me tienes aquí encerrada?”

Trevla se detuvo al final de un pasillo y calculó que si tenía que pasar por delante de cinco guardias, iba a encontrar algo interesante del otro lado.
Los dos primeros no supieron qué los golpeó. Cuando quisieron darse cuenta ya estaban en el piso, atravesados con sus propias lanzas. El resto se puso en guardia, apuntando sus armas hacia la amenaza invisible que venía por un largo tramo de pasillo. Trevla corrió hacia ellos, confiando en llegar antes de que su olor los alcanzara y pudieran localizarlo. Saltó para evitar la estocada del primero que barrió el aire con un corte horizontal, y enfrentó al segundo con un golpe en diagonal que cortó el pecho del kishime. Giró, usando su cola para derribar al otro, y detuvo una espada entre sus manos.
El troga se hizo visible ante los asombrados ojos de los dos kishime lesionados.
El último, observaba desde el fondo. Sadin suspiró. Con todo el entrenamiento, había logrado un conjunto que exterminaba humanos con ansia feroz, pero apenas podía enfrentarse a un troga.
–¡Li mosi! –les ordenó, empuñando su látigo y caminando hacia Trevla–. E du.
Los jóvenes kishime cerraron la salida del pasillo, y el troga se volvió hacia Sadin, tomando su arma y esperando tener mejor suerte con este adversario. No quería ganarle a un montón de niños enclenques. Sintió un silbido y puso su espada en posición vertical, a tiempo de evitar que la delgada correa se enroscara en su cuerpo. El látigo se aferró a la hoja y Sadin tiró de él. La correa se tensó. Trevla mantuvo sus manos bien apretadas en la empuñadura y ladeó la hoja, intentando cortarlo. Pero su filo no tenía el poder, y el látigo resbaló por la hoja. Sadin lo liberó y con una rápida ondulación el látigo se depositó a sus pies.
–¡Le du kesi! –exclamó Sadin.
Trevla se dio vuelta, presintiendo que las palabras no iban dirigidas a él. Los otros dos corrieron hacia el troga y se lanzaron de un salto, cruzando sus lanzas en el último segundo, tratando de cortar su cabeza de un tijeretazo. Trevla se agachó y extendió ambos brazos, sus puños chocaron con sus cuerpos y los dos jóvenes kishimes salieron volando. El que tenía la herida en el pecho, tosió y se miró la mano, recostado contra la pared: había escupido sangre. Parecía más sorprendido de estar herido, que asustado o enojado. Trevla los miró con desdén y echó un vistazo por encima de su hombro, sospechando de la quietud de ese lado.
Sadin contemplaba la lucha descontento. Trevla volvió a mirar al frente. El kishime que todavía estaba en pie, apuntó su lanza hacia él, inclinándose apenas, y permaneció inmóvil. “No voy a jugar a quien ataca primero con este niño”, pensó Trevla. Entonces, la lanza pareció temblar y desapareció ante sus ojos, y al mismo tiempo el troga sintió que algo atravesaba su hombro izquierdo. Se miró y atónito, comprobó que la misma lanza que estaba en manos del kishime, ahora sobresalía de su cuerpo. Había volado más rápido de lo que podía ver, y el otro ni siquiera había hecho un vaivén con su brazo. Sadin felicitó a su discípulo y caminó hacia el troga, mientras este se arrancaba la punta de la carne, sin poder disimular un grito de dolor.
A las espaldas de Sadin, una puerta del pasillo se entreabrió y Tobía escudriñó el lugar. Vio que Trevla estaba ocupado con tres enemigos, y le hizo una seña a Glidria. Habían entrado a una habitación cualquiera por la ventana y tuvieron suerte. Ahora se dirigieron al final del pasillo, hacia la entrada que guardaba Sadin antes de distraerse con Trevla.
El viejo troga abrió la pesada puerta mientras el kishime enroscaba su látigo alrededor del brazo derecho de Trevla, con el cual intentaba golpear al otro kishime que ahora lo atacaba con sus manos desnudas. Tobía y Glidria lo dejaron tratando de librarse del apretón de Sadin, que amenazaba con ahorcarlo, mientras atacaba con su cola al otro joven, quien saltaba sobre sus embates con agilidad.
Del otro lado de la puerta nacía una escalera de piedra en forma de caracol que se perdía en las alturas, un hueco sombrío sin ventanas. Comenzaron a subir, Tobía excitado y tembloroso, Glidria, sintiendo el presagio de algo impactante.

Sulei caminaba apoyado en un sirviente.
Había llegado al perímetro del palacio, sin poder coordinar el lugar exacto de su arribo. Un sirviente que lo encontró tirado en el piso, se apresuró a dar órdenes de preparar una tina con agua salada y hierbas revitalizantes. Sulei abrió los ojos, medio desorientado, y luego de un minuto logró fijar la vista en su sirviente y ordenarle que tomara su cimitarra. El sirviente lo ayudó a levantarse y lo llevó escaleras arribas. Entraron al palacio. Descansó en una otomana, mientras el otro colocaba la cimitarra en una caja de cristal en la sala de armas y buscaba ropas limpias para su señor. En eso, un kishime llegó bastante agitado y anunció que había encontrado a su colega medio ahogado en una tina, con signos de haber sido atacado.
–Cálmense –musitó su jefe–. Sadin se ocupará de la seguridad del palacio. Mientras, Uds. vayan al sótano, al lugar donde les prohibí entrar, ¿recuerdan? Bajen por la primera puerta hasta el fondo. Encontrarán unas ruedas grandes que deben girar...
El sirviente ayudó a Sulei a entrar en una tina de plata y él se sumergió completamente, con los ojos cerrados, entre hierbas y semillas que flotaban en la superficie del agua fría. Sulei meditó. “¿Grenio no estaba solo? No constaba en lo que les habían contado. ¿Espías de Frotsu-gra? Posiblemente”.

Probaron varios pisos, todos abandonados, hasta llegar a un sitio que Tobía reconoció. Abrió una puerta del otro lado del pequeño corredor y exclamó:
–¡Aquí nos tenían presos!
Dio unos pasos al interior, dándose cuenta de que no había nadie aún antes de preguntar:
–¿Amelia?
Glidria posó los ojos en el diván donde todavía se notaba el hollado de un cuerpo. El olor de la joven se percibía de forma sutil en el aire, e intentó seguir el rastro por el corredor, pero allí desaparecía. Tenía que haber salido por la escalera. Glidria se detuvo, sorprendido, un pie en la escalera y otro en el umbral, percibiendo una vibración en el techo.
–¿Sientes eso? –le preguntó al tuké, que miró hacia todos lados, confuso.
–¿Qué?

En la oscuridad, seguía hablándole a un supuesto ser que estaba allí, por lo menos en su mente. “¿Dónde estoy? ¿Estoy soñando o despierta? ¿Estoy en coma, o estoy alucinando? ¿Estoy fuera de mi cuerpo, como un viaje astral o algo?” Comenzaba a creer que las imágenes que la invadían de repente tenían un sentido. Tal vez era la forma en que se expresaba esa cosa.
Tal vez ni siquiera la entendiera. Necesitaba al ser brillante. Él parecía saber qué hacer, qué pasaba. “¿Por qué se fue sin darme aunque sea una pista?” Estaba confundida; eso de no saber si tenía cuerpo o no resultaba insólito. El tiempo seguiría pasando para el resto y ella estaba sola, flotando en la nada; era desesperante.
Las paredes se estremecieron. Esta vez lo sintió en su propio cuerpo. Este lugar, este universo en el que se hallaba, amenazaba con derrumbarse.
Lo que la sostenía perdió consistencia, y se convirtió en una gelatina. Sus piernas estaban hundidas en lo negro, en las estrellas. Intentó aferrarse con las manos, pero todo a su alrededor escurría. Ya llegaba hasta su cintura. Amelia gritó porque todo su cuerpo era succionado por esa materia oscura. Cuando su cabeza se hundió, perdió el conocimiento.

Cáp. 12 – Rescate

Glidria subió unos escalones y empujó la siguiente puerta, convencido de que había algo allí que producía un zumbido insistente. Esperaba ver unos cuantos kishime, pero se sorprendió al encontrar un pasillo vacío. Los guardias habían bajado apenas Bulen cerró la puerta de la sala redonda, pues Sulei le había recomendado discreción. El viejo caminó con determinación hacia una puerta en forma de arco y se tiró contra ella con todas sus fuerzas.
La puerta permaneció incólume, pero del otro lado, Bulen y el guardia, e incluso el sirviente que los acompañaba, apartaron sus ojos del espectáculo que observaban para prestar atención a los golpes que se repetían contra la puerta. Alguien intentaba forzar la entrada.
Bulen frunció el ceño. ¿Qué era esto? ¿Quién podía haber llegado hasta allí, teniendo en cuenta que estaban en uno de los últimos pisos de un palacio con cincuenta guardias kishime?
El zumbido cesó de repente. En realidad había cambiado de frecuencia. Bulen dio unos pasos hacia el artefacto y se detuvo junto al fulgor que emitía, dudando si entrar en su campo de energía. Sin embargo, el sonido indicaba que ya no estaba enviando las ondas sincronizadas con la joven como al principio.
Tobía miró al troga con curiosidad. Glidria se detuvo a escuchar, inquieto por ese súbito cambio y se arrojó contra la puerta, que apenas comenzaba a astillarse, una vez más.

Contra sus expectativas, luego de que su cuerpo cayera por un agujero en la tierra, no apareció en otro lado, sino que se quedó flotando en la oscuridad. No podía verse las manos ni los pies, ni sentía las heridas que deberían estar palpitando con dolor, ni olía a otros, ni veía nada a lo lejos. No tenía latido ni respiración. Estaba muerto.
“No te apures...” Escuchó. Sintió alegría, aunque no la había oído con sus orejas, la voz sólo había aparecido en su mente. “¿Dónde estoy?” Le preguntó.
“En el medio, entre el origen y el destino.”
O sea que había partido pero no había podido llegar a ningún lado.
“Te desmayaste en el último momento... creí que habías muerto, pero tal vez... Ya que estamos aquí, todo lo que tienes que hacer es aparecer”.
¿Cómo? Ya le había dicho a esa voz entrometida que no sabía cómo viajar. Lo hacía sin pensar. “Claro que piensas en algo, pero es tan rápido que ni tú lo percibes. Es como la intención, quieres algo y lo sabes, aunque no sepas el por qué. Y como la voluntad, te diriges en una dirección u otra, porque así lo quieres.”
Esa voz no debía haberse percatado nunca de que sus explicaciones eran incomprensibles.
“En concreto, necesitas un ancla, una dirección, como una luz en medio de la tempestad, para no terminar perdido en este lugar en cada ocasión. La dirección es otra persona, con la que compartes algo en la sangre. La otra persona produce una vibración que puedes reconocer entre millones. En tu caso, debes concentrarte en ella, en la humana.”
Sorprendido, Grenio permaneció en blanco por unos momentos. La voz se impacientó. Si no colaboraba, iban a estar atascados allí largo tiempo y no creía que fuera seguro permanecer en ese estado inmaterial, en medio de la nada.
El troga no era tan terco como para echar a la basura su vida, aunque tuviera que contar con ella para salvarse. Le parecía el colmo que ella fuera su brújula para salir de ese lugar, pero al menos no tenía problemas para pensar en ella. El rencor por la pérdida de su familia, sumado a lo que había pasado desde que la conoció, producía emociones que hacían difícil olvidarla o ignorarla. Sin embargo, por más que pensara en ir hacia ella, nada sucedió.
“Qué extraño. Hace un rato la percibía con claridad... hablé con ella... sus ondas llegaban con claridad hasta la montaña.” Comentó la voz. Si le había sucedido algo grave, si había perdido la conciencia o peor, si estaba muerta, Grenio estaría en graves dificultades. La posibilidad de volver a algún sitio sería nula.

Trevla estaba enredado en la correa de Sadin, que daba una vuelta a su cuello y cruzaba por su brazo derecho, manteniendo su mano derecha inmovilizada junto a la cadera. Si intentaba moverse, el tirón lo asfixiaba. El kishime intentó golpearlo y Trevla lo paró tomándolo por la muñeca. El joven kishime que observaba, aferró una lanza y la clavó en la cola del troga, al notar que su maestro estaba trabado en su ataque.
–¡Arg...
–Li pelu... –masculló Sadin, impresionado por la resistencia del troga.
El joven se preparó a darle el golpe de gracia, usando su puño abierto en un movimiento rápido que atravesaría su pecho y si podía, le arrancaría el corazón para tener su primer trofeo troga. Sadin lo contempló, con un brillo orgulloso en sus ojos.
El golpe salió despedido, al tiempo que alguien se interponía y empujaba al joven kishime hacia la pared. Frustrado, el joven chocó contra el muro y resbaló al piso. Miró y no había nadie.
–Llegas tarde –le dijo Trevla a su compañero.
Vlojo apareció junto a ellos empuñando su espada:
–No tanto... tuve que buscar por todo el palacio hasta encontrarte, hermano.
Estiró el brazo hacia un lado y ensartó su espada en el hombro del kishime que se lanzaba hacia él. El joven cayó sentado, asombrado, sosteniéndose la herida que manaba sangre; su visión se nublaba y no sentía el brazo.
Sadin había logrado liberar su mano. Calculó sus chances contra dos troga. Podía ganar pero iba a salir herido. Al menos le gustaría saber por qué figuraban en la historia y qué tenían que ver con los planes de Sulei. Aflojó un poco el lazo y Trevla se desenredó. El troga se detuvo un segundo a masajear su cuello y luego le señaló a su compañero:
–Glidria y un tuké se metieron por esa puerta. ¿Los seguimos?
–Sí, no queremos perdernos de nada.
Al unísono se lanzaron contra Sadin, que tenía poco lugar adonde moverse. Sus puños se cerraron sobre el kishime y este cayó noqueado. Los trogas llegaron al final del pasillo y se desvanecieron por la puerta, siguiendo el rastro de Glidria.
Después de un momento, Sadin se levantó del piso y fue a chequear el estado de sus alumnos. Ayudó a levantar a los dos heridos y les encomendó que se llevaran a sus compañeros muertos. Luego se dirigió hacia la escalera.

Bulen se quedó junto al artefacto, tratando de averiguar qué le estaba pasando y si esto podía interferir con los planes de Sulei. No tenía idea de que había vuelto y estaba unos pisos más abajo. Las ondas del aparato interferían con su percepción. Los otros dos kishime se apostaron frente a la puerta, que cedió de repente con la fuerza del impacto combinado de los tres trogas.
Trevla y Vlojo irrumpieron en el salón, y tomando cuenta de quienes ocupaban el lugar, y apuntaron sus armas hacia el guardia, considerando al sirviente inofensivo. Glidria y Tobía que los seguían, se quedaron estáticos contemplando el extraño artefacto centelleante, con sus tentáculos carnosos envolviendo el cuerpo de la joven. Tobía avanzó, haciendo caso omiso de Bulen y los demás, absorto en el rostro aparentemente dormido de Amelia.
–¿Qué le hicieron? –balbuceó.
Bulen lo miró con indiferencia y comentó, fijando sus ojos de nuevo en la máquina, que comenzaba a palpitar con renovada fuerza:
–Todavía vivo...
El brillo aumentó, iluminando hasta las columnas que cercaban el salón con un color anaranjado. Glidria recurrió a su odre, Tobía retrocedió un paso.
–Lo que sea esa cosa... parece que no es seguro –dijo Vlojo a su compañero.
Pero antes que preocuparse de eso, tenían que ocuparse del kishime, que no pensaba dejarlos pasar. El guardia extendió los brazos, se plantó frente a ellos, y mientras los trogas se preguntaban qué pretendía, salieron despedidos por una tremenda descarga eléctrica.
Bulen dio un paso hacia la joven, y al entrar en lo profundo de la luz, sintió una oleada de repugnancia que recorría todo su cuerpo, como si un líquido espeso invadiera su cuerpo recorriendo sus venas. Tendió una mano y la apoyó en la frente de Amelia, que permanecía libre de hilos viscosos. Cerró los ojos y la llamó. Ella no le contestó, pero pudo ver un campo negro lleno de estrellas que se acercaban tan rápido hacia él que parecían rayos dorados, y una luz roja que explotaba en su mente. La explosión lo iba a alcanzar. Asustado, quitó su mano y se apartó de la joven conectada al artefacto.

Dos niños delgados y ágiles corrían descalzos por la ladera de una montaña nevada, sus pies dejando ligeras huellas azules, apenas visibles. Uno de ellos se detuvo, a contemplar el disco rojo del sol que se elevaba sobre el horizonte. Su rostro se iluminó con una sonrisa. Su compañero había corrido más arriba, pero se dio vuelta a ver qué lo había detenido y también contempló la escena con interés. El cielo revestía un confuso color grisáceo, mientras que del otro lado de la montaña el malva del amanecer aún no se había disipado. Lo embargó la emoción, porque el mundo era demasiado hermoso. Había tantos detalles que notar, como las facetas brillantes de uno de lo cristales de hielo junto a sus pies o los dientes que adornaban el borde de las hojas en el bosque. Aunque si hubiera estado solo, no se hubiera detenido ese instante, porque iban retrasados para la reunión de su Casa. Su amigo era un despistado. Fue a buscarlo para tirar de su brazo y sacarlo de su ensimismamiento.
Pero la montaña, la nieve, los dos niños, no existían hacía largo tiempo. La escena había ocurrido muchas eras antes, y ya no corría el riesgo de llegar tarde a ningún lado. El tiempo y el lugar no significaban nada para él. Pero por algún motivo, esos recuerdos se resistían a desaparecer. ¿Qué tenía que suceder para que se terminaran?
Amelia se encontró de pie sobre la baranda del balcón de una casa de piedra, al borde de un precipicio. El fondo era un borrón. La casa, cuadrada, de piedra gris, parecía pintada sobre el cielo azul, como si no tuviera espesor. Se sintió atrapada en una pintura. Junto a la balaustrada donde se había sentado había un copo de nieve. Lo tocó. No estaba frío, parecía un pedazo de goma.
“¿Qué es esto? Parece que estoy en un mundo de mentira, artificial”. Se trataba de una imagen, como los niños que había visto antes, pero ahora estaba presente. Si pudiera hablar con el dueño de estos recuerdos, tal vez le enseñara la salida. El viento sopló. No había nadie alrededor. Se sentía sola. Le faltaba su cuerpo real y la sensación de lo material.
A su lado apareció un niño. La miró con expresión destrozada. Ella se preguntó qué le pasaría, parecía angustiado a punto de romper a llorar. El niño señaló el cielo. Amelia miró y vio el sol, rojo, hinchado, a punto de explotar. ¿Le tenía miedo? Quiso decirle que no les iba a pasar nada, que el sol estaría bien, pero ¿quién le iba a creer? El niño ya no estaba. Había saltado. Amelia lo miró y deseó seguirlo. Podía tirarse al fondo y ver que pasaba. De todas formas eso no era real, así que no podía estrellarse contra una roca. Se paró junto al borde y miró el vacío con aprehensión. Se necesitaba mucho valor para saltar, aunque fuera en un sueño. Pero tenía que ir a algún otro lugar.

Tobía intentó acercarse a Amelia para ayudarla, pero Bulen se lo impidió, arrojándolo al piso. Miró a Glidria, suplicante:
–Haga algo –imploró el tuké.
Bulen se volvió hacia el viejo con tranquilidad. Podía herirlo un poco, antes de interrogarlo para saber qué hacía allí. Observó complacido que el guardia tenía a los otros dos a raya, ya que después de haber sido quemados en el rostro y los brazos, no podían cambiar su piel y confundirse en el ambiente. Por su parte, Glidria se percató de que irónicamente, no había hecho caso a su propio consejo, al ir a enfrentarse con un enemigo desconociendo sus fuerzas. Iluminado por el fulgor anaranjado, Bulen avanzó un paso y levantó una mano hacia él.
En el artefacto, la mano de la joven se crispó un momento, volviendo a relajarse enseguida. Tobía notó el movimiento con alegría. Se arrastró hacia ella y tomó su mano. Estaba viva. Tenía que despertarla y luego salir de allí.
El aire vibró con violencia. El sonido palpitante se detuvo por un momento, como si le hubieran bajado el volumen de golpe, y un viento barrió el recinto en círculos. Bulen se frenó a punto de atacar, mirando el artefacto extrañado; pero el centro de la fuerza centrífuga que parecía chupar el aire, el sonido, la luz, hacia sí mismo, no provenía de allí sino de un punto a su derecha. En ese momento, la luz que había tragado fue expulsada en una explosión, el aire volvió a la normalidad, y Grenio se materializó a su lado.
Glidria tragó con dificultad. Intentaba encontrar su voz para poder alegrarse de verlo, pero estaba muy impresionado.
El recién llegado miró el lugar, echó un rápido vistazo a quienes lo rodeaban, y por último se chequeó a sí mismo. Sentía la cabeza ligera. Sus heridas parecían haberse recuperado bastante, sólo tenía una depresión donde su hombro había sido destrozado, y le faltaba además un pedazo de piel en un muslo, el que todavía sangraba.
Reanudando su movimiento, Bulen dirigió su ataque hacia Grenio y le mandó una descarga de energía. Sin alarmarse, Grenio levantó un brazo como escudo, y el ataque fue devuelto. Bulen se apartó a tiempo, pero la energía impactó contra su sirviente, que cayó inerte. El guardia, que vigilaba los movimientos de Trevla y Vlojo, aprovechó que estos habían quedado inmóviles por la sorpresa, se volteó y arrojó su lanza contra el troga. Grenio le agradeció el gesto, atrapándola en el aire. Ahora tenía un arma. La hizo girar entre sus manos, y el kishime retrocedió, alarmado por su expresión decidida. Pero a Grenio no le interesaba él, se lo dejaba a los otros. Tenía a Bulen delante y esta vez no se le podía escapar.
En cuanto el brillo del artefacto comenzó a disminuir, Tobía se aproximó a la joven. Aún se sentían esos latidos, pero no parecía a punto de explotar. Revisó la superficie brillante, en busca de algún interruptor.
–¡Amelia! –la llamó, susurrando junto a su oreja–. ¡Amelia!
La joven parpadeó.
–¡Aaa...! –y abrió los ojos gritando desesperada.

Cáp. 13 – Derrumbe

Un minuto antes estaba cayendo en un precipicio, acercándose a velocidad creciente al fondo. Lo alcanzó. Era una bruma espesa y la atravesó. No había suelo. Al abrir los ojos, estaba de vuelta en el mundo real. Reconoció a Tobía y dejó de gritar. Sonrió, profundamente aliviada de volver a tocar, a ver, a respirar. Intentó levantarse. Las hebras que unían su piel al artefacto se disolvieron y cayeron sobre la superficie ambarina, que había cesado de resplandecer. Estaba feliz de sentir su piel de nuevo, pero se percató de que estaba desnuda y se apresuró a cubrirse con sus brazos.
–¿Qué pasa? –exclamó, saltando y ocultándose detrás del artefacto junto con Tobía.
En el otro lado, Grenio y Bulen luchaban, lanza contra espada, abstraídos de todo alrededor.
–¡Grenio! –murmuró, asombrada.
También sintió un alivio increíble, porque todavía estaba vivo. Pensar que había matado a alguien, la torturaba. Algo tibio cayó sobre sus hombros. Glidria le había arrojado la capa que llevaba colgada de un hombro, para que se cubriera. La joven le agradeció con una sonrisa, y se sorprendió porque también se alegraba de ver a este horrible anciano con ojos redondos sin párpados, que la miraba siempre fijo.
–Muchas cosas –le contestó al fin el tuké, muy agitado–. Pero antes que nada, tenemos que salir de aquí.

Sulei se levantó chorreando agua, salió de la bañera y tomó su ropa limpia, su habitual conjunto negro. Se dirigió al primer piso y les ordenó a todos los que estaban allí que tomaran sus armas y estuvieran listos para lo que fuera.
Sus sirvientes ya habían adelantado bastante cuando bajó al subterráneo del palacio. Primero habían hecho un gran esfuerzo para girar unas enormes norias que abrirían la salida al río. Luego tomaron una carretilla y se dirigieron al siguiente corredor. Habían colocado el armatoste con forma de pirámide, sobre el tablón con ruedas y lo estaban llevando por un corredor que bajaba y luego subía. Sulei tomó una antorcha y los acompañó. Al final del tortuoso túnel, descubrieron una caverna amplia y húmeda, donde las negras aguas de un lago aguardaban ser perturbadas, por primera vez en cientos de años. Sulei empujó un lanchón hacia el embarcadero y los sirvientes hicieron descender su carga en él. El agua se desplazó con un sonido pegajoso, chocando contra el moho de las lejanas paredes. Los kishime abordaron junto con el artefacto y uno de ellos empujó la barcaza por medio de una larga pértiga, hacia la salida. Sulei le entregó la antorcha y les indicó que los seguiría después.

Bulen notó que los movimientos del troga habían mejorado en velocidad y precisión. Cada estocada que intentaba, se encontraba con su lanza. Pensaba superarlo con su agilidad; pero a pesar de sus heridas, Grenio nunca le daba la espalda, siempre atento a sus movimientos. El kishime se detuvo a contemplar la situación. Sulei lo estaba llamando, y le decía que se llevara a la mujer. Necesitaba derrotarlo ahora para ir a encontrarse con él. A la vez que frenaba un golpe de Grenio, Bulen comenzó a retroceder.
Grenio se interpuso en su camino, salvando de un salto el artefacto y parándose frente a los dos humanos.
–¿Es esto lo que quiere? –murmuró el troga, con voz grave, decidida.
Bulen permaneció en silencio. Todos los demás se habían detenido en sus lugares.
–Sé que me entiendes –continuó Grenio–. ¿Dónde está el otro?
No podía hacerlo. Bulen se dio media vuelta, sin contestar, y salió de la habitación.
Grenio resopló y se dispuso a seguirlo, pero primero tomó el brazo de Amelia. Ella lo siguió a los tropezones mientras que él corría a grandes zancadas y se lanzaba escaleras abajo. Trevla los siguió, dejando a Vlojo el placer de reventar la cara del guardia de un codazo. Tobía y Glidria siguieron, pisando sobre el guardia desmayado.
Mientras trataban de alcanzarlo, Bulen se desplazó de la torre al primer piso en un parpadeo, encontrándose con Sulei en la sala de armas.
–Deli Sulei –se disculpó, bajando la cabeza–. Apareció Grenio y no pude derrotarlo. Además, Sadin ha dejado que entren tres trogas al palacio.
Su maestro de guardias había resultado un inútil. No, un traidor. Sulei lo espió, escurriéndose por el corredor hacia los sótanos. Sadin había dejado un grupo cuidando la salida de la torre, y luego se dedicó a averiguar qué tenía Sulei tan escondido en la bodega a la cual no le habían dejado entrar. La encontró vacía. Un recinto circular iluminado con luz tenue; en el centro se veían las marcas de algo pesado que había sido arrastrado hacia fuera, dejando huellas en el polvo a lo largo de un corredor. Por allí se percibía un olor a humedad y un sonido de agua. Volvió arriba y se detuvo en el primer piso. Luego de pensarlo un rato, decidió salir por el jardín.

Por fin habían dejado la torre y desembocaron en una larga galería que terminaba en dos escalinatas, abrazando el salón principal del primer piso. Grenio disminuyó la velocidad y Amelia pudo recuperar el aire, mientras descendían lentamente. Adoró la luz del sol que fluía por todo el salón, luego de estar encerrada en un mundo oscuro. Al cabo de un rato, reconoció el lugar, por donde había pasado al escapar ayudada por el kishime de negro.
–Él es... –susurró, advirtiendo que abajo los esperaban Sulei y Bulen.
Grenio la miró, enojado, como avisándole que no se le ocurriera acercarse a ellos.
Aquel kishime le había dicho que le simpatizaba, ¿quién era? Notó que Bulen se mantenía un paso detrás de él, con deferencia, y cuando hablaron lo miró con admiración, muy distinto al rostro frío que le había puesto a ella. Ahora se dio cuenta de que la amabilidad que le había atribuido era todo su imaginación; Bulen nunca la había mirado más que con desdén.
–No esperaba verte tan pronto –dijo Sulei, sonriente, lo que aumentó el mal humor del troga.
Antes de que posara sus pies en el suelo, por los costados del salón entraron dos filas de veinte kishime, armados, y rodearon el lugar. Grenio los contó con calma, esos no le preocupaban.
Sumándose a la fiesta, Trevla y Vlojo emergieron en la cima de las escalinatas, listos a saltar a la batalla.
–Supongo que ya podemos sacarnos las máscaras –continuó el kishime, adoptando un tono más serio y con los ojos puestos en Amelia, que se había ocultado detrás del troga, apretando la capa que la cubría con manos temblorosas–. Yo soy el consejero Sulei y estos son mis hombres. Ya conocen a Bulen, mi mano derecha. Uds. son sin ninguna duda, la profecía. Los demás –añadió, señalando a los otros trogas con un gesto de cabeza–, son interferencia. Pero si salen con vida y llegan a su ciudad, pueden decirle al resto que considere esto mi declaración de guerra.
Los kishime alzaron sus armas. Amelia se encogió en su sitio, estupefacta. Grenio seguía con los ojos fijos en Sulei, los puños cerrados, y lleno de una ira que hacía brillar sus ojos color fuego. Cuando sintió un temblor no se dio cuenta de que provenía del propio edificio.
Bulen frunció el ceño y levantó la cabeza hacia el techo, percibiendo los temblores que sacudían las paredes por oleadas.
“¿Un terremoto?” se preguntó Amelia, sintiendo inestable el piso.
Glidria se había detenido a ayudar a Tobía, que tropezó bajando de la torre y rodó un par de escalones casi llegando al fondo. En ese momento, las paredes vibraron una vez y ellos quedaron quietos, pasmados. No sabían lo que era un terremoto. Luego los temblores se reanudaron, sacudiendo la torre, hasta que pedazos de escombro y polvo empezaron a caer sobre sus cabezas. Salieron corriendo de allí, pero el desastre se expandía al resto del edificio. Cuando alcanzaron al resto, los kishime ya estaban bastante nerviosos, contemplando las grietas en los muros. El palacio tenía mil años, y había sido construido por segmentos. No resistiría el sacudón de una de sus partes.
–¡Esa cosa está vibrando! –gritó Glidria, saltando en medio de todos y haciendo caso omiso de la seriedad de la batalla por comenzar–. ¡La torre va a caer encima de sus cabezas! ¡Vayan a pelear a otra parte!
Amelia no había comprendido sus palabras pero compartía su agitación y las ganas de salir de ese lugar. Los temblores, percibió al fin, no venían de la tierra sino de la torre, donde estaba el artefacto que le daba escalofríos tan sólo recordar. Parecían ir en aumento. Iba a poner una mano en el hombro de Grenio, para pedirle que huyera, cuando vio una figura flotando a su lado. Una figura, porque no tenía la consistencia de un cuerpo; boquiabierta, reconoció al niño del sueño, translúcido, resplandeciente, flotando en el aire.
–¡Tú! ¿Qué haces aquí? –le preguntó, porque debía estar adentro de la máquina.
“Creo que salí contigo... una parte de mí... pudo escapar, un poco”, le contestó una voz profunda que no correspondía a esa imagen infantil. “Me di cuenta, cuando estuvimos unidos... los mismos sentimientos... extraño tener un cuerpo... quería salir”.
Exasperado, porque sentía crujir el adobe de la torre bajo la fuerza de las vibraciones y esto le haría retrasar sus planes, Sulei ordenó a sus hombres que salieran y a Bulen que retrocediera. Pero este no pretendía dejarlo solo.
–¿Tú estás causando los temblores? ¿Porque estás adentro de la máquina? –Amelia preguntó con compasión, tendiendo una mano hacia la figura.
El niño intentó tocarla, pero sólo era un fantasma, sin carne, sin tacto. Su desesperación, sin embargo, era bien palpable. Su voz sonó más agitada: “no... yo soy eso... querían que me convirtiera en eso... para que mis habilidades duraran, siempre”. Pero no sólo su poder había quedado atrapado en el artefacto mecánico, toda su carne, su espíritu, sus recuerdos, se habían metamorfoseado en una cosa que no moría, y no estaba viva. Estaba aburrido y cansado. No podía salir. Al fin, se había dado cuenta de todo eso.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó ella con voz trémula, asustada porque ya imaginaba la respuesta, recordando el sol rojo que parecía estallar.
Grenio la miró con expresión rara, porque estaba hablando con alguien que no podía ver. Sólo ella lo veía, sólo con ella podía comunicarse. El niño pareció sonreírle y se esfumó.
Las vibraciones alcanzaron su máxima frecuencia y siguió un resplandor que podía ser visto a muchos kilómetros de la ciudad, saliendo de la torre. El brillo pareció disminuir, de blanco a amarillo y luego rojo. En realidad, el material ya no pudo contener adentro una energía enorme que pulsaba por salir y el artefacto ambarino estalló, en una explosión escarlata que se llevó consigo la parte superior de la torre, arrojando piedras y polvo a cientos de metros. Mientras una grieta se abría a lo largo de lo que quedaba de torre, partiéndola en dos, Sulei y Grenio seguían detenidos en medio del salón, la mampostería cayendo a su alrededor. Trevla y Vlojo pasaron por su lado, viendo que ya todos habían escapado, inclusive el viejo, y no tenía sentido quedarse para ser enterrados. Bulen miró nervioso a Sulei; media torre se despegó de su contraparte y se desplomó sobre el techo del salón produciendo un sonido estrepitoso.
Tobía abrazó a la joven. Sulei accedió a partir, pero antes de desvanecerse con Bulen, dijo:
–Mi oferta sigue en pie, monje. Nos veremos después...
Saliendo de su mutismo, Grenio los empujó hacia la salida, una terraza que terminaba en una ancha escalinata. Estaban a un segundo de que el techo cediera bajo el peso de los escombros. A sus espaldas se elevó una columna de polvo y se escuchó un gran estruendo. Sin detenerse, bajaron a los jardines y siguieron corriendo. Perdido su equilibrio, todo el palacio comenzó a resquebrajarse y hundirse sobre sí mismo.

Cáp. 14 – Escape

Sadin fue testigo de la explosión y del escape, pero no vio salir a Sulei. Sin embargo, no podía creer que no hubiera salido; tal vez usando el subterráneo, que él no se había atrevido a revisar hasta llegar al agua. Ahora se coló por las ruinas de la ciudad, evitando a los otros. De pronto, vio por el rabillo del ojo una sombra que se despegaba de un muro y se volvió a enfrentarla, pensando que alguien lo seguía.
–Un espía... –comentó, acercándose con el látigo en su mano.
La reconoció, era un íncubo que Bulen había usado para obtener información, sacándolo de entre sus filas de nuevos aprendices. Tenía la apariencia de una pequeña humana, así que era perfecto para infiltrarse sin causar sospecha. A él, se le ocurrió un nuevo uso. La presentaría como testigo ante el Kishu, comprobando que la verdadera humana de la profecía seguía viva, y que Sulei había engañado al consejo enviándoles un cadáver cualquiera.

Los trogas se detuvieron frente a un edificio medio derruido y miraron alrededor, un poco avergonzados de que otros hubieran sido testigos de su pavor al salir corriendo. En el momento de la confusión, entre el ruido y el polvo, todos habían huido entremezclados. Ahora, los kishime se reunían en pequeños grupos. Uno de estos conjuntos contemplaba el palacio derrumbado desde la azotea de una casa vecina. Trevla se pasó una mano por la frente y suspiró, mientras Glidria se sentaba sobre una roca y sacaba su odre, que sacudió alarmado, pues ya no le quedaba ni una gota.
Amelia estaba parada mirando los restos de la torre, pensando en el niño que le había hablado. “¿Qué habrá pasado con él? ¿Habrá logrado lo que quería? ¿Está muerto?”
Sintió una presencia a su lado que la sacó de su ensimismamiento. Pensando que era Tobía, se volteó, y vio a Grenio, que cruzado de brazos, parecía ignorarla. El tuké estaba tirado a sus pies, adonde había caído desfallecido.
–¡Tobía! –exclamó, alarmada.
–Déjalo. Está bien –Amelia miró fijamente a Grenio, que seguía en la misma posición, la vista clavada en el derrumbe.
–Gracias a ti, Grenio. Siempre supe que ibas a venir a salvarme –bromeó Tobía.
Ahora que no estaba ocupado con los kishime, caviló Amelia poniéndose nerviosa, seguro que querría vengarse de ella por lo sucedido. En cierta forma la había rescatado de los kishime, y se sentía profundamente agradecida. Pero recordaba con claridad su salvajismo al atacar a una niña indefensa. Sus motivos eran siempre egoístas y violentos.
–¡Espera! –exclamó, asombrada, al darse cuenta de que recién había escuchado sus palabras, es decir, lo había comprendido–. ¿Qué pasa? ¿Quién eres tú?
Tobía se reclinó sobre un hombro para escuchar mejor. Grenio, que había estado absorto en los sucesos del día, lamentando que esos dos se le habían escapado y cavilando sobre cuándo los volvería a encontrar, recordando las habilidades que había usado con la ayuda de esa voz, que ya no había oído desde que salió de la oscuridad, se encontró con una nueva sorpresa. Se volvió hacia la joven, la contempló, esperando que dijera algo más. Ella, en suspenso, todavía esperaba una respuesta. ¿Estaba confundida, o su mente se había descompuesto por haber sido conectada a esa cosa?
–To pu’pogasa... gonia ja –susurró él, aguardando con mucha expectativa algún signo de comprensión.
Amelia inspiró, cambiando lentamente su expresión de pasmo a una calma extraña.
Glidria se levantó, alarmado. Trevla y Vlojo, se dieron cuenta también de que unos kishime pasaban corriendo por su lado, aunque sin prestarles atención. Las bandas de kishime que hasta ese momento andaban esparcidas por la ciudad, se iban concentrando en dirección oeste, desapareciendo fuera de la muralla de Tise. Cuando Amelia se dio vuelta, Grenio ya no tenía su curiosidad puesta en ella porque veía venir algo de muy lejos. Siguiendo la misma dirección que los kishime, como si los persiguiera, una nube de polvo y un eco de cascos se hicieron presentes, anunciando la llegada de un viejo conocido.
–¡Increíble! –exclamó ella, acercándose a recibir a su caballo, que creía perdido desde que los kishime se lo llevaron. Aparentemente lo habían soltado y luego de la conmoción, el fiel animal había vuelto a ver qué había sido de su ama. Corcoveó, bufó, y luego ella acarició su morro con satisfacción–. Hola, bebé, ¿dónde te metieron, eh...? ¿Qué haces?
El caballo metió su cabeza en el hueco de su cuello, resopló por la nariz, y luego fue a saludar también a Grenio, quien le dio unas palmadas en el lomo.
Amelia se llevó una mano a la boca, preocupada, casi asustada. Al pasar por su lado, había visto que el animal todavía llevaba la espada ensangrentada colgada de la talega.
Ya que todos los kishime habían huido del lugar y Grenio no parecía pensar en seguirlos, los guerreros de Fretsa decidieron partir, reanudar viaje para encontrarse con su jefa y ahora, llevarle interesantes noticias sobre los planes de Sulei. Por su lado, Glidria volvió a su montaña, contento sólo con haber salido con vida de ese nido kishime. Ya era de noche y estaban parados en un mirador rodeado de arbustos espinosos, no muy lejos de donde había cuidado de sus heridas:
–Deberías irte con los otros –le sugirió Grenio.
–¿Qué, crees que me voy a sentir solo, ahora que no hay más humanos? –replicó el viejo, observando el valle, las aldeas desiertas y las manadas deambulando por ahí, puesto que sus cuidadores habían sido exterminados–. No soy como tú –se burló.
–Lo decía por los kishime –gruñó Grenio, enojado–. Recuerda que de aquí en adelante debemos considerarnos en guerra con ellos, y todo cuidado es poco. No subestimar al enemigo, ¿recuerdas?
–Ah... Pero eso es tu problema. Yo estoy muy viejo, ya no voy a pelear por nada, ni por nadie. Esos monstruos, además, ya dejaron este valle. Es un lugar seguro.
Como para desmentir sus palabras, en ese momento una lengua de fuego surgió de la ciudad y se expandió como una serpiente roja hacia el río, dispersándose luego en todas direcciones. Los pastos altos, secos, ardieron con facilidad. Pero no había sol que causara un incendio espontáneo. Al mismo tiempo, varios puntos del valle, donde antes había aldeas y chozas, comenzaron a arder, diez piras rojas iluminando la noche con su luz.
Tobía y Amelia vinieron corriendo, atraídos por el terrible espectáculo.
–Están destruyendo todo... –señaló ella, confundida.
–No puede ser –dijo Tobía, con cara de incredulidad–. Los kishime adoran la naturaleza, el campo, nunca harían algo así sólo por el placer de la destrucción.
–Entonces, ¿fue otra cosa? –preguntó ella, pensando en la destrucción de la torre.
Para Grenio, era obra de Sulei, pues él tenía planes que ni los otros kishime imaginaban, y no se detendría ante nada, ni aún ante sus propias creencias, si eso servía a sus propósitos. Lo que le preocupaba era lo que guardaba debajo del palacio. Le hubiera gustado ir a revisar los restos, aunque le daba escalofríos volver a encontrarse con algún artefacto misterioso.
El valle ardió con furia y para la mañana, cuando llegaron al paso por donde cruzarían las montañas, y se detuvieron a contemplar el paisaje que iban a dejar atrás, lo que había sido verde y rebosante de vida, ahora estaba cubierto de humo y cenizas. Todavía quedaban bosques enteros, que serían consumidos antes de que la lluvia calmara el ansia devoradora del incendio.

Texto agregado el 04-03-2007, y leído por 204 visitantes. (1 voto)


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