Tren de aterrizaje

El maquinista del tren expreso que unía Lyon con Burdeos se llamaba Héctor y era una persona de una imaginación vital y por demás lujuriosa.
Creía conducir un enorme miembro metálico siempre erecto que serpenteaba sobre rieles y lo dirigía con pericia de Valentino hacia lo que llamaba con pícara sonrisa las “terminales vaginales”. Allí hacía su acceso triunfal haciendo sonar el silbato y emitiendo alaridos de gozo. Al detenerse lanzaba todos sus humanoides (particular híbrido de humanos y espermatozoides) que presurosos “saltaban” de la formación.
Al verlos alejarse, Héctor sonreía aligerado y se dejaba descansar sobre el butacón de comando. A veces fumaba distendido uno o dos cigarrillos.

Luego de unos minutos, necesarios para retemplar el ánimo, se cargaba nuevamente con grupos de inquietos pasajeros. En cada detención se agregaban nuevos humanoides que finalmente conformaban una carga movediza y anhelante.
Sucedía cerca de Montpellier que Héctor y su ariete debían atravesar la base de los Alpes. Al penentrar en los oscuros túneles los ojos del maquinista se entrecerraban de placer.
Pasaron de este modo muchas idas y venidas, años de corretear feliz comandando sus huestes en permanentes incursiones, en cada una de las cuales Héctor experimentaba especial disfrute. Deseaba, con delectación de debutante, terminar en Lyon o en Burdeos una y otra vez. Pero el trajín provocado por esta vida insaciable hicieron de Héctor y su tren un despojo de lata cuya estructura fue deteriorándose y paulatinamente fueron espaciando sus servicios.

® Rocco. MMVII