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Una de las escuelas en que trabajo es religiosa, católica, regenteada por monjas. Este año la madre superiora (la hermana Margarita) es un pinina con voz de tía buena que te palmea el hombro con cariño; el año pasado (la hermana Gertrudis) era una descendiente de alemanes con voz de trueno que te hacía temblar cada vez que te miraba.
La contra más grande que tienen esta clase de escuelas es que por una u otra razón siempre estamos con el santo en la boca y con la cruz en la espalda. Bueno, estas monjas son capaces de celebrar hasta el menor estornudo de María y dos por tres llego a la escuela corriendo y me encuentro con que todos están en la capilla rezando en monocorde aquello del diostesalvemaríallenaeresdegracia.
Hoy apenas puse un pie en la entrada cuando la hermana Angélica me recibió con la noticia de que era la advocación de la Virgen Dolorosa, ergo: misa. Primero pensé una letanía de excusas para poder zafar, pero por alguna razón preferí asistir sin remolonear.
Estando en misa no puedo jamás prestar la atención debida al rito, siempre me distraigo por detalles secundarios. El brillo en los ojos de algunos sacerdotes, la alegría genuina de los chicos al recibir la eucaristía, el fastidio en el monaguillo con ganas de huir, la cara circunspecta de las maestras cuidando que los chicos permanezcan en orden y silencio. Pequeñas inquietudes que me deleitan.
Es lindo ir a una misa llena de jóvenes. En la adolescencia todavía tienen una Fe limpia y sin ataduras terrenales. No cuestionan la Iglesia como institución, la abrazan con pasión. No están de espaldas a Dios por culpa del miedo o del dolor. El regocijo que sienten cantando a voz en cuello hosanna-en-la-alturas-bendito-el-que-viene es tangible, auténtico. El fervor les transfigura las caritas, brillan como perlas y se los ve mansos, dóciles, corderitos inofensivos.
Pero, en mi cinismo, hoy no podía evitar mirarlos y verme a mí misma a su edad. Y jugué el juego del recuerdo, busqué en mi corazón si algo de esa aceptación incuestionable de Dios permanecía. Revisé papeles ajados y amarillos, repasé lecciones catequísticas olvidadas. Desandé un camino arcaico, juntando gota a gota las preguntas sin respuesta que me fueron alejando de aquella adolescente mística y creyente que fui, antes de transformarme en esta grandota irónica y vacía que soy ahora.

"Fue una misa emotiva", me dijo la hermana Margarita palmeándome el hombro mientras salíamos. Yo todavía tenía los ojos húmedos. "La Dolorosa toma nuestros pesares y los hace suyos para aliviarnos la carga", me dijo mientras me abrazaba.
Ojalá pudiera creerle hermana, ojalá pudiera creerle.


Septiembre 2002

Texto agregado el 08-03-2003, y leído por 315 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
09-03-2003 Muy bueno, y sí, ojalá pudieramos creerle. Saludos. mcavalieri
08-03-2003 muy bueno romero
08-03-2003 Yo también fui creyente. Pero cuando tuve uso de razón razoné. Muy bueno rafajapon
 
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