Desde siempre fui una persona callada, tranquila, sin hábitos malignos ni deseos de sobresaltar. Podría creerse que me gustaba el rechazo de los otros y la soledad frustrada, pero no, me hubiera gustado cogerme a una que otra chiquita y dejar a uno que otro amigo con un buen sabor de boca, o siquiera tener éxito en alguna labor escueta, sin mayores pormenores. La soledad y el rechazo se encariñaron conmigo. Me acostumbré a la fuerza a burlarme de los demás, a cargar con una sonrisa de lástima para dejarla brillar ante los actos de mis prójimos, a los que consideré siempre caminos perdidos en la ignorancia. Me dediqué a leer a los clásicos. Leí y leí, y cada libro leído, cada hora dedicada al estudio, cada lección aprendida, me otorgaban la sensación de haber sido creado para algo especial, un algo que me colocaba por encima de la soledad obligada.
La literatura me ofrecía el apoyo necesario para no tomar en serio los chistes crueles del desengaño, para poder decirles con palabras mudas a las mujeres que se podían meter su amor por el culo, para injuriar de los amigos que nunca tuve. Cada vez que alguien tenía éxito, o que fulano se cogía a mengana, pensaba que yo, al que nadie quería ni como mascota o esclavo, estaba destinado a tomar nota de los hechos, a tomar nota de la felicidad ajena.
Algún día, pensaba, me tocará el turno de reir mientras los otros lloran, de reventarles en la cara mi obra maestra, mis letras prodigiosas, mis tópicos crueles.
Ni uno ni lo otro. Estoy sentado, solito, con esta hoja en blanco. Todos siguen felices, y yo amargado... maldita literatura. Todo es una farsa.
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