Adaptado de mi realidad…
Cuando Pablo llegó en brazos de mi hermana a nuestra casa, no me inspiró ninguna emoción. Sólo era un nene de cuatro meses que le había sido encomendado para su cuidado, ya que el hospital carecía de camas disponibles debido a una epidemia que abarrotó de chicos enfermos el servicio de pediatría. Mi hermana, auxiliar paramédico de ese nosocomio, le adaptó con presteza una cama en un sillón que teníamos en desuso, mudó al pequeñín, que lo miraba todo con curiosa persistencia. Era un chicuelo moreno, de pelo negro y greñudo y unos ojitos achinados que parecían brillar siempre. Yo lo contemplaba muy de lejos, temeroso de entablar algún vínculo afectivo con él, a sabiendas que se lo llevarían en cualquier momento. Allí me di cuenta que esas cosas no las discrimina uno, que el sentimiento es un asunto que se maneja con deliberada autonomía, que nos rebasa y nos hace trampas y cuando menos lo esperamos, ya estamos a bordo de eso que pudiera ser una hermosa bendición pero que siempre nos hace sus esclavos.
Esa semana aprendí a conocer un poco más a Pablito, supe de sus demandas, satisfechas al punto por mi madre o por mis hermanas, conocí sus piernecitas algo torcidas que se movían con agilidad cuando algo le llamaba la atención. Contemplé como sorbía su mamadera mientras agitaba sus manitas regordetas. A mi pesar, cierta tarde me sorprendí dándole su biberón y supe de su entrega total, de esa ansia de alimento y de cariño que manifestaba con tan desenfadada inocencia. Sentí su cuerpecito blando y tibio entre mis brazos temerosos, palpé sus latidos acelerados, jugué con sus deditos tan pequeños y tan aferradores, me recosté a su lado para escuchar sus ronroneos y esa sonrisa desdentada que hacía tanto juego con sus ojos luminosos. Me abandoné por fin a su contemplación, derritiendo esa coraza del miedo a querer por temor a perder y cada día era para mi un regocijo entrar a esa pieza que olía a talco y a perfume y sentir sus gorgojeos y su risa amplia mientras extendía sus bracitos a este tío postizo que ya comenzaba a desvivirse por él.
Pasó a ser muy importante para mí este bebé. En mi trabajo, lo rememoraba a cada instante, esperaba con ansias llegar a su lado para levantarlo sobre mi cabeza, entregarle algún añañuco, arrojarle sus juguetes y soplarle suavemente su carita para sentirlo suspirar. Ya no temía nada, el placer de acunarlo junto a mi pecho, era algo que me extasiaba, le hablaba, le contaba cosas y el no despegaba de mi su mirada soñadora.
Esa tarde, a la salida de mi trabajo, le compré un perrito de goma. Me imaginaba su carita luminosa y extasiada contemplando el juguete. Cuando llegué a casa, mi hermana lo estaba vistiendo. Pensé que lo sacaría a pasear. Un latigazo pareció cruzarme el rostro cuando me dijo que en el hospital se habían desocupado varias camas y que ya no era necesario que Pablito permaneciera más tiempo en nuestro hogar. Mi madre se había escondido en la cocina para llorar a solas, mi otra hermana sollozaba en su pieza. Yo, me quedé mudo. Al día siguiente, la pieza sería desbaratada, la camita no estaría en su lugar y el móvil de figuritas que le habíamos confeccionado con tanto afán no sería contemplado por aquellos negrísimos ojitos. Ahogando mi llanto, le entregué a Pablito el perrito como última ofrenda, le besé sus sonrosadas mejillas y…ya no pude más…Más tarde, desde la ventana de mi pieza y a través de mis limpias lágrimas pude contemplar difusamente como se alejaba de nuestra casa una figura no muy alta con algo pequeñito entre sus brazos…
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