LA INTRUSA
-¿Qué te parece si invitamos a la cena a Marta y a Mario?
La pregunta de Elena cogió por sorpresa a Roberto, su marido. Ella estaba en el dormitorio ordenando el armario, y él, que estaba sentado en el sofá del salón leyendo un libro, no podía verla. ¿Había hecho la pregunta con naturalidad, sin darle importancia, o acaso sospechaba algo?
Aunque faltaban todavía dos semanas, les gustaba preparar su cena de aniversario con suficiente antelación para que se convirtiera en una efeméride especial, y en los cuatro años que llevaban casados jamás habían invitado a nadie, puesto que era, o debería ser, una ocasión exclusiva e íntima para ellos. También es cierto que durante los últimos años no habían gozado precisamente de unas buenas amistades con las que les apeteciera compartir la cena. Gradualmente se habían ido quedado sin amigos, se aislaron socialmente. Un poco por comodidad, ya que estando casados no había necesidad de salir a la calle para estar juntos, sobre todo en noches de mal tiempo, y otro poco también por desinterés, habían ido descuidando a la pandilla de la juventud. No les apetecía nada salir de su confortable refugio cotidiano para hablar una y otra vez las mismas vaciedades de siempre. Sus amigos seguían estancados en unas bromas que ya eran antiguas cuando eran jóvenes, y no demostraban tener ningún interés o curiosidad por cuestiones culturales o políticas, limitándose simplemente a comentar el partido de fútbol del domingo o a criticar a conocidos y vecinos. Ellos, Elena y Roberto, no pretendían nada extraordinario, sólo un poco de conversación adulta de vez en cuando. Y como no eran, desde luego, personas abiertas a conocer gente nueva, cuando les presentaban a alguien, o coincidían forzosamente con otros en cualquier reunión, se limitaban a ser corteses, pero sin entreabrir jamás esa puerta que permite que vuelvan a llamarte, a invitarte e intimar, o lo que es peor aún, a que se auto inviten los demás e invadan tus espacios y tus costumbres.
Pero hacía cosa de unos meses habían conocido a Marta y a Mario. Ellos eran distintos, con gustos y aficiones como las de ellos. La verdad es que a Roberto le encantaría que asistiesen a la cena, por supuesto que lo había pensado ya. Sobre todo quería ver a Marta, pero, claro, no lo podía reconocer abiertamente delante de su esposa.
Aunque estaba deseando responder a gritos que sí a la pregunta de su mujer, se limitó a murmurar:
-Pues no sé... Como tú quieras.
Roberto conoció a Mario por motivos de su trabajo (ambos eran funcionarios de Hacienda y Mario se incorporó a su Sección) y desde el primer momento se quedó gratamente impresionado. Mario era una persona de un trato exquisito. En la oficina era eficiente y siempre estaba de buen humor, dispuesto a echar una mano a quien se lo pidiera. Sabía ser simpático e incluso ocurrente, pero nunca cruzaba la frontera para convertirse en un molesto chistoso. Tenía además un aspecto agradable que le daba un aire relajado a todo lo que hablaba o hacía. Pronto comprobaron ambos que eran muy parecidos en casi todo y comenzaron a congeniar, salían juntos a tomar café y cada vez que se cruzaban en los pasillos se paraban un rato a charlar sobre la película de la noche anterior en televisión o sobre el nuevo libro que había publicado Paul Auster o Eduardo Mendoza.
Pero la sorpresa la tuvo Roberto cuando un día Mario le presentó a su esposa, Marta, que había pasado por las oficinas aprovechando que tenía que hacer unas compras cerca de allí. Dios mío, que guapa era. Llevaba el pelo corto, moreno, no era muy alta, pero sí deliciosamente proporcionada. Vestía con vaqueros y una camiseta roja ceñida, a la moda, pero sin llamar demasiado la atención y su rostro era de un encanto tan sencillo y natural que desarmó a Roberto, que quedó hipnotizado sin poder apartar la mirada. No aparentaba ser sofisticada, no llevaba maquillaje ni joyas o adornos, simplemente le bastaba con ser ella misma. Roberto se preguntó si una persona tan bella podría llevar una vida normal, porque él estaba seguro de que, con esa cara, ella podía hacer lo que quisiera, enamorar a reyes y emperadores o destruir a medio mundo si le viniera en gana. A él ya había empezado a destruirlo.
Marta habló con música en la voz:
-Vaya, por fin te conozco. Mario no para de hablar de ti, y dice que no eres tonto del todo. Me intrigas, tenemos que vernos algún día.
Guapa y seductora. Y, además, esa manera que tenía de moverse, tan libre, tan juvenil, tan sexy...
El haber conocido a Marta hizo que Roberto quisiera reforzar su amistad con Mario. Deseaba estar con él, claro que sí, porque por primera vez en mucho tiempo podía mantener una conversación con alguien sin sentirse forzado, incómodo. Pero, sobre todo, deseaba volverla a ver a ella. No se la podía quitar de la cabeza. Así pues, una noche que salió a tomar unas copas con su esposa, se las ingenió para coincidir “casualmente” con Marta y Mario en el bar donde sabía que iban a estar porque se lo había comentado Mario. Era la segunda vez que la veía y creyó incluso verla más hermosa. Tras las correspondientes presentaciones a Elena, comenzó lo que se convirtió en una maravillosa velada regada con buen vino y amena tertulia. A los cinco minutos ya reían como viejos amigos, eran cuatro espíritus afines que se encontraban, descubrieron aficiones comunes y un sentido del humor que los unía. Roberto, feliz, se pasó la noche mirando los ojos de su reciente amiga Marta.
Lo que Roberto no supo es que esa madrugada, su mujer soñó con Mario. Si a él le había gustado Marta, a Elena le había encandilado Mario. Por fin conozco a un hombre guapo de verdad, se decía, no como esos modelos de plástico que salen por la tele. Elena nunca había sido una mujer interesada en otros hombres, en ese sentido estaba suficientemente satisfecha con su marido, desde que lo conoció ni se le había pasado por la cabeza mirar a otro, siquiera como curiosidad o para seguir las bromas de sus antiguas amigas. Pero Mario había estado atentísimo toda la noche con ella, pendiente de que no le faltara de nada y que no quedase fuera de la conversación en ningún momento. Alguna vez que la charla derivó hacia temas que a ella le aburrían, Mario, que lo notó en seguida, se las apañó para reconducirla sutilmente hacia asuntos en los que ella pudiese participar. Su personalidad le atrajo, pero su físico no se quedaba atrás. Aunque su rostro era agudo y sus facciones marcadas, los ojos caídos y melancólicos le restaban rudeza y le añadían una pincelada de ternura. Poseía una elegancia serena que irradiaba bienestar en torno a él. Y Elena, un poco achispada por el alcohol, no podía dejar de mirarle el trasero cuando se levantaba para ir a la barra a pedir más bebidas. En el sueño de aquella noche su subconsciente fue un poco más lejos.
A partir de aquella ocasión, tanto Roberto como Elena buscaron excusas para salir de copas y verse con sus nuevos y deseados amigos. Si, por ejemplo, ella decía como de pasada: “¿salimos esta noche que no hay nada preparado para la cena?” él respondía como si le costase gran esfuerzo: “Está bien...” Otras tardes era él quien tomaba la iniciativa y a ella le latía el corazón con fuerza por la ilusión de encontrarse una vez más con Mario. Comenzaron a salir, en contra de sus antiguas costumbres, varias noches por semana, y a merodear por los bares que frecuentaban Marta y Mario hasta que los localizaban. Pronto se consolidó la unión entre los cuatro y, ya sin necesidad de buscar justificaciones, se citaban para el próximo día con el propósito de continuar la tertulia.
Si Elena y Roberto se parasen a analizar con espíritu crítico cómo había sido su relación desde que se conocieron, su largo noviazgo y su actual matrimonio, habrían llegado a la conclusión de que la comunicación entre ellos había seguido una línea descendente sin interrupción que les llevaba a un punto en el que hablaban lo indispensable para no perderse el respeto o para guardar las formas. Quedaron atrás los primeros años, cuando eran la envidia de toda la pandilla, siempre los dos juntos, siempre enfrascados en conversaciones íntimas, indiferentes al universo que los rodeaba. Bien es cierto que ahora comentaban lo incidentes cotidianos del trabajo de él o las noticias que daba el televisor o cualquier peripecia jocosa de la que hubieras sido testigos, pero todas estas cuestiones podían considerarse objetivas, externas, ajenas a su mundo interior. Se seguían queriendo, cómo no, y se habían habituado a la convivencia, se deslizaban sobre ella confortablemente, pero sin los altibajos que la hacen jugosa y fructífera. Ahora no hubiesen podido recordar la última vez que habían hablado de ellos mismos, de sus ilusiones, de sus intereses o de sus miedos. Ya ni se les pasaba por la cabeza emprender nuevos retos juntos, descubrir músicas fascinantes, sabores embriagadores o viajes en los que perderse en recodos encantados. Ya ni siquiera discutían.
Por eso, estos nuevos hábitos en su, hasta ahora, aburrida vida social, empezaban a preocupar a Roberto. Se preguntaba si su esposa habría notado ese súbito interés que él mostraba por Marta. A veces, estando en el bar, hasta él mismo se sorprendía mirando embelesado durante largo rato los hombros desnudos de ella cuando vestía una sucinta camiseta de tirantes, y se avergonzaba de no haber prestado atención a lo que se hablaba. O cuando salían a la calle e iban caminando los cuatro, él siempre procuraba situarse junto a Marta. Esos detalles tan burdos no podían haberle pasado por alto a su mujer. A la fuerza habría descubierto sus vulgares componendas.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Elena no reparaba en absoluto en lo que hacía su marido. Bastante trabajo tenía ella con que no se le notara su ansia por estar junto a Mario. A veces se avergonzaba, pues, al igual que una colegiala ilusa con su primer amor, le parecía reconocerlo en cualquier hombre que se acercaba por calle. Un pellizco le oprimía el estómago hasta que descubría que no era Mario. Pero ya no podía evitar que el resto del día sus pensamientos estuviesen dedicados a él.
La vida de ambos fue llenándose de nuevos detalles. Elena comenzó a comprarse ropa interior más moderna y provocativa. Aunque sabía que su idolatrado Mario no iba a saberlo, ella se sentía mucho más segura y confiada, incluso comprobaba que en las conversaciones, era como si los sugerentes culottes o los minúsculos tangas le otorgasen alas liberadoras, y se aventuraba mucho más en sus juegos de seducción, sin llegar nunca, eso sí, a parecer descarada o a superar los límites de la corrección. Por su parte, Roberto, se apuntó a un gimnasio. “Ya voy teniendo edad para cuidarme un poco” se excusaba ante su mujer, suspirando aliviado al ver que ella no indagaba demasiado en las verdaderas causas de ese súbito interés suyo por el spinning, los bancos de abdominales o los aparatos de steppers. Tampoco Elena manifestaba curiosidad cuando Roberto llegaba a casa del gimnasio y se bebía unos extraños brebajes de bebida de avena, se aliñaba ensaladas de algas o tragaba comprimidos de hígado de pescado.
No obstante, lo que sin duda mejoró considerablemente entre ellos fue su actividad sexual. Últimamente habían estado haciendo el amor casi rutinariamente y con intervalos cada vez más espaciados, pero a partir de estas salidas nocturnas, cuando llegaban a casa se enmarañaban en juegos eróticos inusuales para ellos, con una avidez propia de una pareja de recién casados. Claro que ambos ignoraban que la mente de su respectivo y voluptuoso cónyuge estaba pensando en otra persona. Era indudable que la compañía de Marta y Mario les estimulaba en todos los sentidos.
En cierta ocasión, en una velada en la que los cuatro estaban bebiendo más de lo aconsejable, se comentó que un compañero de trabajo se había separado de su esposa para irse a vivir con otra chica. Esto provocó un pequeño debate acompañado de las risas que hacía brotar el alcohol.
-Eso no se hace. Es una cabronada lo que ha hecho ese tío -dijo Elena-. Abandonar a su mujer para irse con una colegiala.
-Pero Elena, es lo mejor que ha podido hacer. Es lo más honrado- le contestó suavemente Mario.
-Yo estoy de acuerdo con Mario -dijo Roberto mirando inclinado el escote de Marta con el consiguiente riesgo de derramar el cubata sobre su mujer-. Desde un punto de vista ético –se puso de pie para infundir mayor solemnidad a sus palabras- es preferible enfrentarse con la realidad. Si un hombre se enamora de otra mujer, pero continúa con su esposa, en realidad la está engañando -intentaba pronunciar cada sílaba con exquisito cuidado, pero no podía evitar que de su boca salieran disparadas minúsculas partículas -. Técnicamente, la está en-ga-ñan-do.
El cubata de Roberto no pudo resistir tanto énfasis dialéctico y se desparramó por la falda de Elena. Las risotadas de todos impidieron a Roberto observar que su mujer se había quedado pensativa.
Sin embargo, los plácidos y encantadores días que se auguraban a sí mismos en compañía de Marta y Mario se nublaron con la aparición de Patricia.
Patricia se mudó justo al lado del piso de Marta y de Mario. Era una joven argentina, estudiante de Historia del Arte que recogía datos en España para una tesis doctoral, aunque, según fueron enterándose después, esto no era más que un simple pretexto que aprovechó puesto que la verdadera razón de su viaje era superar la muerte de sus padres en accidente de tráfico y poner un poco de distancia de por medio entre ella y el resto de la familia, con la que no estaba muy bien avenida. Todavía no tenía amistades en la ciudad y Marta y Mario, sin consultarlo con Elena y Roberto, se ofrecieron encantados a invitarla a salir con ellos.
Patricia parecía diseñada para gustar a todo el mundo. Era alta y rubia, con una larga melena lisa, y tenía los ojos claros, todo lo cual la convertían en una criatura bastante atractiva, aunque con una belleza que, al no ser exuberante ni llamativa, gustaba a los hombres pero no molestaba a las mujeres, si bien ella daba la impresión de no percatarse de ello, o al menos de no concederle excesivo valor. Se sorprendía, o aparentaba sorpresa y rubor, cuando alguien le mencionaba su encanto. Era desenvuelta, natural, simpática, hablaba con todos (su suave acento porteño embelesaba a cuantos la oían) y a todos escuchaba con atención.. Una noche, Marta y Mario se la presentaron a Elena y a Roberto y se unió al grupo que habían formado las dos parejas, aunque estos últimos, tras la obligada cortesía inicial, la aceptaron no de muy buen grado. No deseaban que nadie se interpusiera entre los cuatro. ¿Para qué hacía falta otra persona? ¿No se lo pasaban en grande ellos solos? Ahora venía una intrusa a estropearlo todo.
Este recelo fue alimentando un descontento mayor a medida que Patricia fue ganándose la confianza de Marta y de Mario. Ya no podían disfrutar a gusto de sus amigos, siempre estaba esa niña por medio. Cuando Elena trataba de mantener una de esas charlas que ella consideraba “especiales” con Mario, éste avisaba a Patricia para que se sumara a la conversación, y a los pocos minutos ya estaban ellos dos hablando emocionados y Elena mirando como un pasmarote. Comenzaba a añorar las atenciones de Mario preguntándole por algún interesante artículo del dominical del periódico o simplemente percatándose de que había cambiado de peinado. Era como si Mario ya sólo tuviera ojos para Patricia. Y a Roberto, por su parte, le sucedía lo mismo. Marta también había sucumbido al hechizo de Patricia, a quien solicitaba continuamente su opinión sobre cuadros o esculturas, ya que, al parecer, eran temas que siempre le habían apasionado, lo cual impedía a Roberto dedicarse a lo que tanto deseaba, esto es, explayarse a solas con Marta para intentar deslumbrarla, una vez más, con su profunda y cínica visión del mundo. Incluso alguna vez que Patricia acaparaba a Marta y a Mario a la vez, se habían quedado los dos esposos desplazados al mismo tiempo, viéndose obligados a forzar algún dialogo entre ellos, algo que ya no estaban acostumbrados a hacer, ya casi no sabían hablar a solas los dos. En esos incómodos momentos, sin ellos saberlo, les unía la misma inquina que iba naciendo en sus entrañas y que lanzaban a través de las miradas que dirigían de vez en cuando a Patricia.
Los días fueron pasando con odiosa monotonía. Se había acabado la ilusión por la llegada de la noche para salir a tomar copas, y Elena y Roberto se acicalaban sin demasiado esmero, sin esperar nada de la reunión, nada que no fuese la insoportable y omnipresente Patricia, abarcándolo todo.
Cuando faltaban algunos días para la cena de aniversario, decidieron invitar a Marta y a Mario, cada uno convencido en su fuero interno de que sería una ocasión excelente para recuperar los vínculos perdidos con sus codiciados amigos y deshacerse, siquiera por unas horas, de la fastidiosa Patricia. Les volvió a nacer un atisbo de esperanza y dedicaron su esfuerzo a conseguir una velada del agrado de sus platónicos amantes. Elena se ocupo durante varios días en elegir un menú original y exótico con el que pretendía sorprender a Mario, adquirió los desacostumbrados ingredientes (de nombres tan sonoros como auyama, ajedrea, queso pecorino, o tahineh) en la delicatessen más exclusiva de la ciudad, compró un mantel rojo nuevo y un centro de mesa discreto y elegante, siempre con la inquietud de que, en cualquier momento, Roberto le preguntase el motivo de tamaño despilfarro, sin prestar atención a que su marido se había enfrascado en visitar como un loco todas las bodegas que encontraba para descubrir los vinos más exquisitos y delicados que existieran para apabullar y epatar a Marta.
Pero el día antes sonó el teléfono y cuando lo descolgó Roberto, Mario les anunció que Patricia iba a acompañarles a la cena, que pusieran un cubierto más y que se lo pasarían muy bien porque los cinco habían logrado formar un grupo estupendo y que... Roberto ya no oía las palabras que salían del auricular, o las oía pero no las entendía. Sólo escuchaba un murmullo confuso que le golpeaba las sienes al ritmo de los latidos de su corazón. De pronto, los deseos, las expectativas y los anhelos depositados en esa noche se desvanecieron. En lo más hondo de su ser se había abierto una herida que, él aún no se daba cuenta, era la semilla de un doloroso odio hacia Patricia que empezaba a consumirlo. Sin fuerzas ni argumentos para rebatir a Mario, colgó el auricular y trató de recomponerse para darle la noticia a Elena. Cuando ésta lo supo, aparentó no importarle, apretó los dientes y no dijo nada, se limitó a seguir eligiendo los discos para ambientar la cena. A la mañana siguiente el mal humor fue creciendo en ellos, que, sin hablar, iban colocando la mesa, las sillas o los cubiertos con gesto serio y ademanes bruscos. Por si fuera poco, un enchufe se había estropeado y Roberto se pasó un buen rato agachado intentando arreglarlo sin éxito, consiguiendo, en cambio, que las piernas se le agarrotaran y que se diera un fuerte golpe en el hombro con una estantería al levantarse enfurruñado.
A primera hora de la tarde sonó el timbre de la puerta. Era Patricia que, según dijo, se había adelantado a propósito porque se aburría en su piso y pensaba que quizás podría ayudar en algo, “Tenemos suficiente confianza para que no os molestéis, ¿no es cierto?” añadió. Roberto y Elena balbucieron una respuesta huraña y siguieron con los preparativos. Sin preguntar lo que tenía que hacer, con su habitual desenvoltura, empezó a modificar la disposición de los cubiertos y las copas, ante la mirada estupefacta de Elena que llevaba todo el día dedicada a ello. Después se metió en la cocina y comenzó a husmear y a remover el contenido de las cacerolas y sartenes.
-¡Hum, huele delicioso! Pero tendrías que haberme avisado con tiempo y te hubiese preparado algo típico de Argentina, humita, tamales o quizás alfajores, me salen riquísimos.
Elena no daba crédito a lo que veía. Al igual que a su marido, le había brotado una angustia profunda en su interior, producto de la inquina y la ira contenida. Respiró profundamente porque notaba que le faltaba el aire y el corazón le latía agitadamente. También le dolía la cabeza.
A eso de las ocho llegaron Marta y Mario impecablemente vestidos para la ocasión, elegantes y guapos, pero ni a Roberto ni a Elena les apetecía recrearse gozando de sus amigos, más bien al contrario, ahora les molestaba que fuesen tan atractivos, pues hacía más grande el tormento de no disfrutar de ellos a solas.
La cena resultaba extraña, con unos invitados alegres y desenvueltos, y unos anfitriones callados, tensos, a punto de reventar. Roberto movía nerviosamente una pierna golpeando la pata de la mesa y Elena no pudo evitar derramar su copa de vino.
-No te preocupes –saltó rápidamente Patricia-, para que no te quede mancha hay que echar un poco de sal, voy a buscarla- y salió para la cocina.
-¡Vaya! –estalló Elena- Esta chica es perfecta ¡Sabe de todo!
-¿Verdad que es maravillosa?- dijo Mario.
-Dice que piensa quedarse con nosotros una larga temporada- añadió Marta.
Elena volcó, ahora intencionadamente, la botella de vino, al tiempo que regresaba Patricia.
-Ay, Elenita, ¿otra vez? ¿en qué estarás pensando?
Naturalmente, Elena no le dijo en qué estaba pensando, se limitó a observarla con la cara muy roja, viendo como esparcía la sal sobre la mancha de vino con la habilidad y precisión de una profesional de la limpieza.
Al final de la interminable noche, Marta y Mario se despidieron afectuosamente, pero Patricia se ofreció para quedarse a recoger, limpiar y colocar los muebles que se habían movido. Roberto y Elena, con un abatido gesto que podría significar “haz lo que quieras”, la dejaron en el salón y se fueron al dormitorio a desvestirse. Desde allí la oyeron preguntar:
-¿Dónde iba esta lámpara? ¿La enchufo aquí?
En ese momento escucharon un grito y un golpe, corrieron al salón y vieron a Patricia en el suelo, agitándose convulsamente, parecía que se asfixiaba, y su mano derecha estaba negra, quemada. En la pared, saliendo de un enchufe abrasado y roto, asomaban los cables pelados que Roberto no pudo arreglar.
Elena y Roberto estaban de pie, quietos, mirando cómo Patricia se encogía y se estiraba.
-Deberíamos de ayudarla –dijo Roberto.
-Sí, deberíamos –dijo Elena.
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