Nací en un pueblecito muy pequeño, al que no voy a nombrar, en una provincia cualquiera, de cualquier país. Desde muy joven aprendí, trabajando, lo dura que era la vida para una persona sin tierra propia. Ayudaba a mis padres a sembrar el grano y a recoger sus frutos. Pero lo que no comprendía, y sigo sin comprender, es el porqué del hambre que pasábamos, mientras teníamos que recoger millares y millares de toneladas de maíz, no lo comprendía.
La guerra llegó hasta mi poblado. Un día pasó algo curioso. Unos hombres de verde, creo que eran militares, se llevaron a un vecino y no lo volvimos a ver. Lo mataron. Por lo visto pensaba, como yo, que la tierra y el grano eran del pueblo que lo trabajaba. Desde aquel día sellé mis labios por miedo a los hombres de verde. Nada podían mis herramientas de labranza contra sus pistolas, sus fusiles y su violenta cobardía para disparar y violar a mujeres y niños. No sé si fue por la rabia silenciosa acumulada, por las vejaciones sufridas, o por la violenta muerte de mis cinco hermanos en una guerra que no comprendían y en la que no querían participar, pero un día decidí que ya era suficiente. Tenía que marchar de allí.
Marchamos varios jóvenes del poblado. Los que conseguimos sobrevivir al desierto intentamos cruzar el mar. Yo sobreviví, pero dejé a muchos amigos. Amigos que no buscaban otra cosa que huir de la guerra. Aún así, los que tuvimos más suerte llegamos a los países libres, demócratas y solidarios, o eso decían, con una ilusión: conseguir unos papeles para trabajar y empezar una nueva vida. Pero el único que conseguí fue el de protagonista de una historia de marginación y delincuencia. Y otro papel no menos importante: el pasaporte de vuelta a un país desolado por el hambre y la violencia de la guerra, mi querido país.
Ahora, apostado en este muro, están a punto de encenderme un cigarrillo. No suelo fumar mucho. Este hábito lo adquirí en mi larga estancia en el primer mundo, ese de la civilización y del bienestar. Además, alguien me dijo que el hecho de fumar calmaba sus nervios. Yo, sin embargo, ahora no estoy nervioso. Uno está nervioso cuando no tiene la certeza de que algo vaya a ocurrir como él piensa. Pero sé lo que va a ocurrir y no me pilla por sorpresa. Lo asumo igual que he asumido toda la miseria que me ha tocado vivir.
Bueno, creo que aún no me he presentado. Me llamo X. Mis apellidos no importan, usted puede poner los que quiera, puesto que como yo, millones de seres humanos viven una historia parecida. Una historia que no es de ciencia ficción.
Unos segundos después, varios militares descargaron sus ametralladoras.
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