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Hace ya algunos años que ocurrió, pero aún hoy recuerdo cómo pasó todo. Antonio, Julio y yo pasamos a la universidad. Decidimos estudiar carreras diferentes pero en una misma ciudad, Murcia.

El viaje era largo. Por entonces teníamos que viajar desde Fuente del Maestre, en Extremadura, a Madrid, y de la capital a Murcia. Esta pequeña gran ciudad era el sitio ideal para pasar tres años de carrera en un piso de estudiantes. Iba a ser un sueño hecho realidad. Mucho sol, playas relativamente cerca, fiesta, mucha fiesta, y… ¡nuestros padres bien lejos!

Lo peor era la fecha. El curso estaba a punto de comenzar y el número de pisos de alquiler para estudiantes era escaso. Dimos muchas vueltas y no encontramos nada. Acabamos en un hostal de mala muerte cerca del Jardín de Floridablanca. Era urgente encontrar algo y no nos importaba buscar incluso habitaciones individuales en pisos ya ocupados.

Antonio tuvo suerte y encontró habitación en un piso compartido con dos compañeros de carrera y una chica de tercero de enfermería. Julio y yo insistimos en nuestra búsqueda durante una semana sin conseguirlo.

Estábamos casi convencidos de volver a nuestro pueblo, cuando una mañana Julio me enseñó un anuncio de un periódico:

SE ALQUILA CASA EN LA HUERTA
ZONA DE JUAN CARLOS I.
20000 PTS. MES. AGUA Y LUZ INCLUIDAS.

Algo debía pasar. No era normal una casa tan barata, pero qué más daba. Por probar no nos cobrarían.

La misma tarde nos entrevistamos con don Luis. Era un señor bastante mayor, con un rostro serio y bastante tristón. Nos enseñó despacio cada una de las estancias de la morada. Tenía tres habitaciones, cocina, cuarto de baño, un salón, una pequeña buhardilla y un huerto que rodeaba la casa. Todas las estancias tenían alguna ventana, por lo que estaba muy bien iluminada. En ese momento observé algo muy extraño. Desde la ventana de la cocina pude divisar el patio de los vecinos. En el jardín, un enorme perro de raza Pastor Alemán nos vigilaba con el semblante algo nervioso. No paraba de mover el rabo y emitir ladridos lastimeros. Cuando terminó la ronda de reconocimiento por todas las habitaciones, le pregunté el porqué de un precio tan barato. El hombre se rascó la barbilla y, cabizbajo, nos advirtió que no se hacía responsable de lo que nos pudiera suceder en aquella vieja casa, pues en el momento en el que firmáramos el alquiler del piso, tendríamos que compartirlo con “ellos”.

— ¿Ellos?¿Quiénes son ellos?¿De qué está hablando? — preguntó Julio desconcertado.
— Mirad. No os puedo engañar. En esta casa pasan cosas muy extrañas. Dicen que habitan espíritus. No me quiero hacer responsable de nada. Comprendería que no quisierais alquilarla. Pero si lo hacéis, es bajo vuestra responsabilidad.

Julio y yo nos miramos perplejos. Nos quedamos sin saber qué hacer, pero finalmente firmamos los papeles. El hombre levantó la cabeza, sonrió de un modo pícaro, como si hubiera conseguido lo que quería, y se marchó deseándonos mucha suerte. En ese momento, el perro de la casa de al lado aulló de un modo tan escalofriante que temblamos del susto. Pero lo importante era que habíamos conseguido lo que queríamos, una casa barata para poder vivir, estudiar y hacer fiestas de vez en cuando.

Tardamos tres días en instalarnos, pero mereció la pena. Antonio estaba muerto de envidia, pues él tenía una habitación solamente y en un tercer piso sin ascensor.

Pero algo ocurrió la primera noche que estuvimos allí. Mientras cenábamos, algo cayó en el suelo de la cocina. Sonó como un vaso de cristal, pero aún no teníamos ni vajilla. Me levanté a ver que pasaba, pero allí no había nada. Cuando volví al salón me encontré a Julio mirando por la ventana agarrando las cortinas para que no se cerraran, y con la luz apagada.

— ¿Qué coño haces? Pareces una Maruja. Vaya cotilla. — le dije.
— Silencio. Mira. El perro lleva así toda la tarde. Desde que llegamos esta observando la casa, y parece que está llorando. Está inquieto.
— Pues es curioso, porque el día que firmamos el contrato estaba con el mismo plan. Déjalo y vamos a terminar la cena, que se va…

En ese momento, “algo” subió por las escaleras. Eran unos pasos excesivamente rápidos que se dirigían a la buhardilla. Abrió la pesada trampilla y con las mismas la cerró. Nos miramos y pensamos que podían ser ratas. Pero las ratas no abren y cierran puertas. Subimos muy despacio las escaleras y nos encontramos con la sorpresa de que la trampilla estaba con el pestillo exterior cerrado. No le dimos mayor importancia y seguimos cenando, aunque el ambiente se encontraba intranquilo.

Por la mañana, y sin haber conciliado bien el sueño, fui a lavarme la cara para poder despejarme. Justo cuando me agaché, mientras me mojaba los ojos, un escalofrío recorrió mi espalda. Despacio, y esperando encontrarme a Julio, me di la vuelta. Pero ahí no había nadie, y a Julio se le podía escuchar aún roncando en su habitación. Con los nervios a flor de piel, empecé a golpear su puerta.

— ¡Abre, Julio!¡Vamos, tío!¡No estoy de broma!¡Aquí hay algo que me ha…!

En ese instante, un susurro se escuchó desde la trampilla de la buhardilla. Cada vez más asustado, aporreaba la puerta de mi compañero una y otra vez.

— ¡Ya va!¡Ya va!

Tras unos segundos que se me hicieron eternos, Julio abrió la puerta, protestando porque acababa de conciliar el sueño. Bajamos al salón y empecé a contarle lo que había ocurrido, sin dejar de vigilar la trampilla del desván.

— Venga Rubén, te estás quedando con…

De repente, un golpe seco sobre nuestras cabezas, y una risa que nos heló la sangre.

— ¡Dios! ¿Qué ha sido eso? Venía del desván, ¿verdad? — preguntó Julio tras dar un salto sobre el sillón.
— S… sí. Creo que sí. ¿Ves como tenía razón?
— Bueno, bueno. Todo tiene su explicación lógica. Vamos a subir a ver qué hay y punto.
— Ya. Pues subes tú y luego me lo cuentas. — contesté sin pensarlo.

Julio cogió una linterna de un mueble que teníamos en la entrada y subió muy despacio las viejas escaleras de madera. Sinceramente, daba más escalofríos el ruido de las pisadas sobre los peldaños de aquella escalera que el hecho de pensar en fantasmas y esas historias. Abrió la trampilla, se asomó poco a poco y, al apuntar con la linterna, descubrió que ni siquiera había muebles. Era una estancia totalmente vacía.

— Tío, aquí no hay nada. Serán nuestras cabezas que no funcionan, ja, ja. Seguro que es por culpa de lo que nos dijo el casero. Nos hemos sugestionado y punto.

Convencidos de que aquello era lo que había ocurrido, nos fuimos a clase.

Ya por la tarde, cansado de las clases y bien comido, decidí acostarme en el sofá para descansar y leer un poco. Tardé unos segundos en levantarme de un sobresalto al oír un portazo en la entrada de la casa. Era imposible porque había cerrado con el pestillo y la llave estaba puesta, con lo que Julio no podía abrir desde fuera. Me apresuré a ver que pasaba. Todo estaba en su sitio. La puerta cerrada, llave en la cerradura,... no había nada extraño. En ese momento, sonó mi teléfono móvil y me apresuré a cogerlo.

— ¿Sí?
— Hola, ¿eres Rubén?
— Sí, ¿quién es?
— ¿Tienes invitados?
— ¿Cómo?¿Quién eres?¿De qué vas?¿Esto es una broma?
— No cierres la puerta. Ellos también quieren entrar.
— ¿Quién quiere entrar?¿Oye?¿Quién eres?

Pero me colgó. Ni siquiera tenía grabado el número en la memoria de las llamadas recibidas. Y, mientras pensaba en alguien que quisiera gastarme una broma como aquella, un nuevo escalofrío me acarició la nuca. Me di rápidamente la vuelta, pero no había nadie. Sin embargo, al correr hacia la puerta de entrada, me di cuenta de que ésta se encontraba abierta de par en par. Salí corriendo, me subí al primer autobús que pasaba y me dirigí al piso de Antonio para contárselo todo.

Llegué bastante confuso. Antonio me invitó a sentarme mientras le contaba todo lo ocurrido en la casa en el poco tiempo que llevábamos viviendo. Ante semejante historia lo único que se le ocurrió fue acompañarme y cenar con Julio y conmigo para ver lo que sucedía. Como era normal, no creía nada de lo que decía.

Así, montamos en su coche y nos dirigimos a la casa de la huerta. Antonio no paraba de mirarme, de reojo, y con cara de preocupación. Al llegar, ya de noche, había una luz encendida. Era la pequeña lámpara de mesa del salón. Julio debía estar en casa ya. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar que no había nadie en el interior.

— No pasa nada, hombre. Te… te habrás dejado la luz encendida. Eso es. —me dijo Antonio mientras intentaba disimular su nerviosismo.
— Joder, Antonio. Que no puede ser. Además, ¿para qué coño iba yo a encender la lámpara a las cuatro de la tarde con la luz que entra aquí?
— Ya. — agachó la cabeza y empezó a pensar.

A los diez minutos llegó Julio. Traía unas pizzas y una película. Decidimos no contarle nada. Antonio no creía que era algo que debía preocuparnos. Debía haber alguna explicación.

Cenamos con relativa tranquilidad, pues Julio intuía que algo iba mal, pero no era capaz de preguntar. Se limitaba a inclinar la cabeza sobre el plato y a masticar. Seguidamente nos sentamos a ver la película. No recuerdo el título. Pero, cuando más intrigante estaba Julio apretó el botón de pausa.

— ¿Alguien quiere agua? Voy a la cocina a por un vaso.
— No jodas, Julio. — le reproché — ahora que estaba la cosa…
— Bueno, bueno, pues mira a ver lo que hay en la tele mientras…, yo que sé,… haced zapping.

Antonio y yo renegamos con la boca cerrada, apreté el botón del Canal 6 y, justo en el intervalo de un segundo, justo el tiempo que tardó en pasar la imagen de una cadena a otra, pudimos observar, perfectamente, una figura que ocupaba el lugar que Julio había dejado libre hacía unos instantes. De nuevo esos escalofríos en la nuca y por toda la espalda. Pero no era yo sólo el que los sufría. Antonio también era víctima de aquel suceso. Estábamos totalmente paralizados y no nos atrevíamos ni siquiera a mirarnos para intercambiar impresiones, hasta que un leve susurro en nuestros oídos consiguió que nos levantáramos de golpe, arrastráramos a Julio del brazo y huyéramos en el coche al piso de Antonio. Allí, más tranquilos, le contamos todo a Julio. Pudimos dormir en un colchón que tenía debajo de su cama y en el sofá del salón. Decidimos que por la mañana romperíamos el trato con don Luis.

Así, quedamos con el casero en la misma casa.

— ¿Qué problema habéis tenido?¿Han estado aquí? Ya os lo advertí. — dijo don Luis mientras se quitaba las gafas.
— Sí, sí,… pero ¿quiénes son “ellos”?¿Por qué no nos dejan en paz? —pregunte desorientado.
— Bueno, hijo. Ellos llevan aquí muchos años. Más de lo que puedas imaginar. Es la gente que en un tiempo vivió de la huerta, de todo aquello que les daba alimento, bebida, libertad, familia,… la vida. Y era tan importante para ellos, que al fallecer se negaron a abandonarla, y desde entonces habitan casi todas las casas de la huerta, ya estén habitadas o no, protestando por la muerte que se le está dando a estas tierras sin ninguna contemplación. — dijo con voz temblorosa mientras se secaba unas lágrimas — Pero bueno, tranquilos. Ahora mismo traigo los papeles y rompemos el contrato.

En ese momento, y con un andar elegante, don Luis desapareció a través de la pared que daba a la pequeña huerta que rodeaba la casa, la vieja casa de la huerta.

Texto agregado el 20-02-2004, y leído por 186 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-03-2004 Uffff!!!!, me has tenido un buen rato en tensión. ¿Es cierta está historia?...un saludo eloisa
20-02-2004 Me has hecho creer en fantasmas, está bien yoria
20-02-2004 Una historia extensa, de un viaje cansado que en ocasiones se vuelve predecible, pero con una historia que contar que atrapa, justo en el vespertino recuerdo. Muy bueno. Gabrielly
 
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