El camión no va muy lleno. Incluso hay un momento en el que puedo sentarme.
Mi parada es en “Reforma”, después de “Hamburgo”, y miro atento y con detenimiento la lista de estaciones. Una, dos, tres, cuatro estaciones más. De pronto, de una manera sutil, pero a la vez llamativa, sobresale: “Buenavista”. El dibujo que se halla posterior al nombre, muestra una locomotora de frente con el escudo de ferrocarriles mexicanos.
Una ola de recuerdos me invade. Como un sorpresivo ataque, me llega la idea, y continuo sobre el camión mientras se vislumbra al costado el nombre de la estación “Reforma”. Se abre la puerta, pero yo no bajo; sigo ahí, sentado. Arrancamos de nuevo. Faltan tres estaciones para llegar.
Ahora solo una.
Paramos en “El chopo”. La siguiente es “Buenavista”. Súbitamente me hallo caminando por la calle, y de pronto, la veo frente a mí. Ella me mira de reojo. Primero indiferente, luego se da cuenta que soy el único que observa su triste figura, su silencioso llanto, su melancolía fantasmal. Me dirige una mirada penetrante, que escarba en mis entrañas y adivina la empatía que siento por ella. Una mirada que denota un clamor por ayuda, un grito de auxilio sofocado por la mísera ingratitud de quienes la amaron, y hoy la han olvidado. Y yo estoy hay, impotente, sin hacer ni decir nada. Solo escucho el silencio de lo que fue alguna vez su grandeza. Sus abarrotadas salas de espera, sus vías circuladas a toda hora, los holas y adioses de los andenes. El “pise usted con cuidado”, “nos vamos en tren”, “cuídate mucho”-entre lagrimas- “me llamas cuando llegues”, “boletos por favor”, “ni se te ocurra serme infiel cabrón”, “¡todos a bordo!”
Tanta risa, tanto llanto, tanto orgullo e indignación se conglomeran en aquel edificio de ladrillos. Cuantas emociones mezcladas en un torbellino de melancolía, que ahora se desvanece, lenta y dolorosamente.
Sigo avanzando. Sus rejas están cerradas, su pintura llena de ampollas y sus ventanas sucias sino es que rotas. ¿Cómo puede ser que algo que unió a tanta gente, hoy este enterrado en la memoria?
En el patio de la entrada principal, hay una máquina de vía angosta. Parece tan decaída y rendida por la vida como la estación. Se deshace en un llanto desesperado que nadie oye, y se ahoga en amargas lágrimas que nadie ve. Mientras la miro con más detenimiento, pienso en lo que habrá vivido. ¿Qué lugares habrá conocido?, ¿cómo habrá sido tragarse tantos rieles sin volver atrás la mirada?, ¿a cuántos maquinistas habrá enamorado?
La estación esta abandonada, pero pasar a su interior esta prohibido. “Es propiedad del gobierno y debe respetarse como tal.” ¿Y donde quedo el respeto por ellos mismos? ¿Es que no hay vergüenza en dejarla morir así?
Doy vuelta en la esquina, para llegar a lo que era el patio de maniobras. El escenario es aun peor que la entrada: Lo que eran rieles, ahora solo son tiras de fierro oxidado. Los vagones de primera color olivo, que alguna vez llevaron con orgullo a los pasajeros acaudalados, hoy descansan con sus placas metálicas picadas por los recuerdos de lo que fueron tiempos mejores. Sus vidrios están enmohecidos por la zozobra en el vaivén de la soledad. Las ruedas que alguna vez corrieron ágiles por el camino, ahora están desgastadas por el cansancio de esperar.
“Y la maquina sigue, pita, pita y caminando.” Pero ya no más, no más silbidos de partida ni llegada; no más relojes de bolsillo, coordinados con el de la fachada principal; no más sueños ni ilusiones; no más penas maternales, con la esperanza de que volverá algún día “es lo que ahorita le conviene, seguro que después, el recuerdo del hogar le hará regresar.”
No habrá más cenas en un comedor de paisaje cambiante. No más emociones antes del viaje a lo desconocido, ni intriga en el traqueteo de los vagones. No más pasiones derrochadas a lo largo de las vías. Ahora solo parte un tren con un boleto de ida, sin escalas, directo al olvido.
Buenavista fue arrojada a la inmensidad del desamparo. Su alma se ha ido, y con ella, la del ferrocarril y sus hombres. Esos hombres que vivieron y murieron para el tren, que se perdieron en la magia de la locomotora, el bufido de su caldera, la sinfonía de su silbato, el bamboleo de sus ruedas, la potencia de sus bielas.
Una realidad ajena a todo, un mundo perdido en la imaginación, que se deslizaba a través de lo indomable, lo impasable, lo inalcanzable. Que saltaba sin pensarlo entre precipicios, atravesaba enormes montañas a ojos cerrados y cruzaba turbulentos ríos, como si se tratase de un juego.
Ver todo esto me provoca nostalgia, una tan profunda, que será difícil dejar de sentirla. Por que si no hay nadie que conserve con recelo las memorias de una vida, ¿cómo se podrá pasar su conocimiento a través de los años? Si se pierde en el olvido, ¿habrá manera de rescatarla de una tempestuosa inexistencia?
El esfuerzo de los hombres que dieron la vida por el tren, el llanto de las máquinas deshaciéndose por triunfar, la pulcritud y la elegancia de los Pullman en pleno vaivén. Todo se consume por las llamas de la modernidad, todo sea en pro del avance; ¿importa acaso la nostalgia, los ecos del pasado?, ¿tienen derecho aquellas locomotoras, que movieron de un lado a otro al país, a permanecer en nuestros recuerdos colectivos? No. El futuro no tiene espacio para los vestigios, esos que dicen ser nostálgicos; si no vale en oro, ni se molesten en conservarlo, ¿para qué?
Doblo de nuevo la esquina y camino lento a la parada para tomar el camión de regreso. Me hallo pensativo, mientras pongo un pie frente al otro, más por inercia que por decisión propia.
De pronto, siento que me llama, y al voltear percibo de nuevo su mirar. Se siente un agradecimiento.
¿Cuánto tiempo llevaría sin que nadie la volteara a ver?
Una lágrima cae al piso. ¿Acaso sería de ella?
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