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Cuando llegó a Zempoala los últimos rayos del sol despuntaban en el irregular horizonte.
Un destello de alivio se cruzó en su mirada y atravesó la calle principal a trote sobre su caballo.
Se detuvo de golpe frente a una cantina de aspecto marchito, con la pintura picada y ampollada; los ladrillos que se hallaban visibles estaban derruidos y las pocas macetas que asomaban en las cornisas del segundo piso tenían flores prácticamente secas.

Aspiró hondo y pensó en lo cerca que había estado de terminar envuelto en un petate hacia solo unos días.
El aire frío y húmedo, debido a las lluvias de la temporada, llenó sus pulmones. Exhaló con alivio y descendió de su caballo: Por fin podía descansar.
Abrió de par en par las puertas rechinantes del establecimiento y se encamino con paso firme a la barra.
-Un tequila.-dijo mientras desempolvaba su viejo y acartonado sombrero y agregó- Que sea doble.

El sol se ocultaba en las lejanas montañas, cuando Joaquín Arresbo recordó con detalle todo lo que había pasado en el último par de semanas.

Se hallaba en el mercado de Acámbaro, en Guanajuato. Tendederos de múltiples colores adornaban la escena; el olor del epasote, las frutas y la carne, combinado con el copal, daba al aire un colage de aromas. Un griterío de rebajas y promociones inundaban el lugar a donde quiera que se fuese.
Joaquín paseaba entre los puestos, buscando los mejores precios para hacerse de sus víveres. Regateaba todo lo que podía, haciéndose astutamente hincapié en su rostro de santo: “Así como me ve, ¿cree usted que yo la estafaría?”
De vez en vez lanzaba al aire un pícaro piropo dedicado a cualquier voluptuosa señorita que pasase frente a su mirada.
En cierto momento se puso a discutir sobre el elevado precio del jitomate que un vendedor le ofrecía, y mientras trataba de argumentar con el necio comerciante, una silueta pasó por la vista de Joaquín. Tal visión enfrió hasta la última gota de su sangre.
Se trataba de una mujer de aspecto sumamente propio, con una postura recta y elegante, al igual que su negra vestimenta, llevaba en su mano derecha un bastón de caoba y en la izquierda un reloj de oro, de la manufactura más fina, que en la corona enganchaba un cadena, igualmente de oro, que terminaba por agarrarse de uno de los botones de su oscuro chaleco. Un gran sombrero del mismo color que el traje, con detalles bordados blancos se posaba ligero sobre su cabeza, como si su peso fuera casi nulo.
Lo aterrador de esta imagen, era la mirada de la mujer: No tenía.
En lugar de ojos, había dos negros agujeros. La piel inexistente era suplantada por un blanquísimo hueso, con una textura pulida como el marfil, en cuyas manos brillaba bajo el sol de aquel otoño.
Joaquín volteo de golpe a ver al vendedor. Nada en la cara del comerciante había cambiado, su mirada no denotaba sorpresa, menos aun miedo.
Era claro que él, Joaquín Arresbo era el único que había visto a la pálida dama, y que por lo mismo, habría de morir pronto.
Se alejó corriendo del mercado, sin escuchar los gritos del vendedor que le pedía una explicación de su repentina huida. Nada se escuchaba ya. Un silencio como de tumba reinaba en sus oídos mientras pasaba a toda velocidad por la avenida principal. Ni siquiera el silbido de la locomotora en la estación llegó hasta su mente. En su cerebro solo reinaba un aterrador y absoluto silencio; el silencio de la muerte.
Al detenerse frente a la puerta de su casa, cayó en la cuenta de que probablemente ya estaba, en efecto, muerto, y que por eso mismo no podía escuchar ningún sonido. La idea de haber muerto ya le tenía tan aterrado, que en el momento en que un transeúnte toco su hombro, casi cae en el piso fulminado por un infarto.
-Disculpe joven, no pretendía asuntarlo, ¿qué horas tiene?
La esperanza resurgió en su alma de golpe, como una fría cascada cayéndole encima: Había escuchado la voz de aquel hombre; la muerte aun no llegaba y sin duda lograría escapar de ella, si se daba prisa por huir de la ciudad. Miró al hombre con una sonrisa de júbilo y sin perder un instante se abalanzó a la puerta y entró en su casa. El transeúnte quedó completamente desconcertado por la reacción de aquel, aparentemente, desquiciado, hombre.

La casa era pequeña y humilde, pero bastante acogedora, o al menos lo era para Joaquín. Todas las paredes eran blancas, con la pintura un tanto desgastada, y sin planta alguna que las adornase. Constaba de dos pisos; en el primero se encontraba la cocina y un pequeño comedor, en el segundo, su habitación y un baño.
Cerró la puerta de un golpe y se encaminó apresuradamente al segundo piso.
Subió las escaleras y corrió a su cama, y levantó el desgastado colchón; bajo el, había una buena suma de billetes.
“Para una emergencia.”-pensó mientras se ponía un viejo gabán y metía los billetes dentro de una de las bolsas- “Pues ahora se presenta la emergencia más grande.”

Salió a la calle y corrió con todo lo que le daban sus piernas hasta llegar a la estación. Sudando a chorros pidió desaforado el boleto del tren que saliera más próximo a la hora.
Tenía suerte, en cinco minutos partía uno rumbo a Jalisco. Sacó de su gabán unas cuantas monedas y compro el boleto en tercera clase. Llevaba una buena cantidad de dinero pero necesitaría ahorrar hasta el último centavo.
Abordo con prisa su vagón y observó como lentamente la estación quedaba atrás. Cada vez más rápido, la ciudad fue quedando en la lejanía, mientras por la ventanilla se deslizaba un paisaje multicolor.

Tras cuarenta horas de viaje, el tren llegó a la estación de Jalisco, y se detuvo con la misma lentitud con la que había arrancado de Acámbaro.
Joaquín estaba exhausto, no había pelado el ojo en todo este tiempo, por temor a que la muerte apareciese de súbito en su vagón, pusiera la mano sobre su hombro y le dijera con un aliento helado que era la hora de partir.

Lo primero que hizo al bajar del tren fue observar que en los andenes no se hallara entre el tumulto la catrina; la busco con la misma atención que un naufrago pone al buscar tierra firme. Una vez que se hubo tranquilizado, preguntó al jefe de estación donde podría conseguir un caballo a buen precio, y este le indico con precisión el lugar donde podría encontrar magníficos animales por una baja suma.
Siguió con paso veloz, y a pie de la letra, las indicaciones del empleado del ferrocarril; tras andar quince minutos por la ciudad, efectivamente halló el establecimiento que el jefe de estación le había dicho.
Compro un caballo fuerte, por un, relativamente, bajo precio y antes de partir preguntó donde se hallaba el pueblo más retirado y a mayor altitud del estado; el dependiente le dijo que aquel lugar era Zempoala.
Joaquín quiso saber si se podía llegar ahí por ferrocarril, a lo que el vendedor contestó que no; la única manera de llegar era a pie, a caballo, en mula o en carreta, y que tendría que cabalgar alrededor de semana y media rumbo al noreste.
Agradeció al hombre, salió del establecimiento y en una abarrotería cercana compró varios víveres. Finalmente con un fuerte aire de esperanza se encaminó a galope tendido hacia las afueras de la ciudad.
Una vez en el borde con los sembradíos examinó el horizonte, esperando que nadie lo siguiese. Efectivamente, no había un alma a kilómetros a la redonda.
Frunció el ceño, apretó las botas contra el vientre de su caballo y se alejó corriendo hacia el rumbo que le habían indicado.

Cada vez que veía algún arroyo se detenía a rellenar su cantimplora y darle de beber a su ya exhausto caballo. Dormía lo más poco que sus parpados le permitían y de vez en vez comía, mientras el animal se alimentaba de las hierbas cercanas.
Se alejaba de los pueblos cada vez que veía alguno cercano, al igual que de los viajeros que transitaban por el mismo camino que él. Cuando veía una silueta en la lejanía o escuchaba el trote de algún caballo, apresuraba el paso del suyo con sendas espuelas, y corría a ocultarse entre árboles y arbustos. No fuera a ser que la muerte se cruzara una vez más en su camino, ahora que ya había llegado tan lejos.
Doce días anduvo así; como un reo que recién había escapado de prisión, y es que ¿no había acaso escapado de las carceleras manos de aquella delgada y pálida dama?
Estaba agotado, hambriento y con sed, pero el mero hecho de estar vivo le daba fuerzas para seguir adelante y apreciar cada instante que transcurría. Los sabores se expandían en su boca como olas rompiendo en un acantilado; los colores tenían una intensidad que el nunca había conocido; los aromas, sin importar cual fuese, le resultaban maravillosos por el modo en que los percibía. Cada latido era una nueva esperanza, cada bocanada de aire que llenaba sus pulmones lo adivinaba como un alimento para el alma. El sol iluminaba la tierra con un nuevo matiz, el agua corría en los arroyos creando melódicas sinfonías y la luna que alumbraba su camino en las noches era la dama más hermosa que él jamás había visto. Tenía ganas de vivir, como solo un hombre a punto de ser ejecutado puede sentirlas. Se aferraba a la vida como un náufrago a una tabla en plena tormenta; no había nada más glorioso que existir, estar sobre la tierra.

Tras mucho pensarlo se dio cuenta que la vida solo podía vivirse plenamente si se tenía en mente a la muerte.

Su cabeza estaba gacha, miraba el fondo de su vaso, ahora vacío, reflexionando una y otra vez sobre todo lo que había ocurrido.
-Otro tequila cantinero.-y agregó de nuevo-Doble.
La bebida se le sirvió casi al instante.
Ahora frente a la barra de aquel alejado pueblo, abandonado de la mano de Dios, podía estar un tiempo en paz: La catrina sería incapaz de encontrarle allí, al menos por el momento; pero algún día la muerte tendría que pasar por aquel lugar, y entonces él tendría que huir nuevamente, como desaforado; podría pasar una eternidad vagando por el mundo antes de topársela de frente.

Los sonidos de la cantina se confundían con el silbar del viento nocturno.
Preguntó al cantinero donde podría encontrar una cama caliente para pasar la noche, a lo que este respondió que con gusto le rentarían una habitación de las que había en el segundo piso.
-También puede dormir acompañado por un módico precio-dijo insinuante y señalando a un par de mujeres con ceñidos vestidos, que platicaban animadamente sobre las piernas de dos hombres de sombrero ancho, largos bigotes y pistola en la cintura.
-No muchas gracias-respondió Joaquín con tono exhausto-ahora lo único que quiero es dormir.
El cantinero, que resultaba ser el dueño del lugar, se encogió de hombros y le entregó una llave plateada y algo oxidada mientras decía:
-Se paga por adelantado- y sonrió disimuladamente- reglas del lugar caballero.
Joaquín extrajo de su ahora roído gabán unas cuantas monedas.
-¿Con esto alcanza?
-Faltan dos pesos-respondió el hombre detrás de la barra, para luego preguntar- ¿Cuántos días se queda el señor?
-Indefinidos.
El cantinero no pudo ocultar una amplia sonrisa.
-Aunque por el momento solo le pago una noche-dijo Joaquín con tono tajante.
Dejó otras dos monedas sobre la barra y preguntó como se subía al segundo piso.
El dueño del lugar le señalo las escaleras que le llevarían a su habitación.

Estaba por el tercer escalón cuando las puertas de entrada rechinaron.
Un escalofrió le recorrió toda la espina.
La catrina se hallaba mirándolo, si es que lo que aquellos huecos desprendían podría considerarse una mirada.
Nadie parecía percatarse de la presencia de aquella fina y elegante mujer. Todos se hallaban sin poner atención en su silueta; para ellos, no había entrado nadie, o si había entrado alguien, había sido una persona común y corriente.
Ella se acerco a él.
Joaquín no podía moverse.
Cuando la hubo tenido de frente, dijo pausadamente, tan bajo como un simple murmullo que se perdía en el viento:
-¿Qué hace usted aquí? Yo la vi en Acámbaro, es imposible que supiera donde estaba; usted puede ser muy poderosa, pero no es omnipresente, no había manera de que se enterara de que yo andaba en este pueblo, es más, quizás ni Dios mismo lo sabe.

Tras escucharlo, la muerte habló. Su voz era melodiosa, suave, armónica y al mismo tiempo consistente y fuerte: Una voz definitiva y acertada. Su aliento desprendía el aroma de mil rosas en un campo primaveral; y mientras hablaba sus manos se movían con singular gracia.
-Mire usted, cosa tan curiosa. Yo anduve precisamente en Acámbaro hace unos cuantos días, tenía el encargo de recoger a una anciana, muy enferma, que sufría prácticamente todo el tiempo. Sus hijos hacía mucho tiempo que la habían dejado y nadie, más que la enfermera que la cuidaba, se acordaba ya de ella. Ningún pariente la iba a visitar, ni siquiera sus nietos, que ahora no gastan ni un minuto de su tiempo para pasarlo con su anciana y olvidada abuela.
Cuando me vio entrar en su habitación, sonrió y exclamo entre lagrimas y risa: “Gracias Dios mió”.
Sacó de su chaleco su hermoso reloj de oro, el cual no solo marcaba la hora y el día, sino también el mes, el año y el siglo, lo consultó y después añadió:
- Tiene usted toda la razón en decir que yo no soy omnipresente. En general, no tengo la menor idea de donde estén lo mortales, ni que hagan con sus vidas; pero cuando se trata de su hora final, se exactamente la fecha y el lugar en el que debo estar para encontrarme con ellos.-Hizo un ademán de cansancio y se sentó en un banco próximo- Yo también me sorprendí bastante de verlo en Acámbaro, por que sabía que en unos pocos días tendríamos nuestro encuentro en este lugar.
Consultó una elegante y ancha libreta de cuero negro y mientras deslizaba su huesudo dedo por una página, iba diciendo con calma:
-Zempoala, en la cantina, a las siete y media: Joaquín Arresbo-y cerro la agenda de golpe-De cualquier forma, me alegra que haya llegado a tiempo, usualmente la gente no es puntual, me hace esperar y ciertamente, cuando tienes que llevarte a tanta gente en un día, es muy tedioso malgastar los minutos en esperas sin sentido.






Texto agregado el 01-03-2007, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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