La ciudad había despertado cansada, con el único fin de terminar el día sin muchos incidentes. En uno de los miles de edificios abrió sus ojos Miguelito. Miguelito no es pequeño, ni tonto. Si se cuadrara su nombre a su forma de ser, debería llamarse MIGUELOTAZO, pero la gente prefiere llamarlo Miguelito, para amortiguar así el pavor que le tienen. Se levantó de la cama, rasuró su duro rostro, tan duro como su caracter, se vistió... hoy sería el gran día. Lo había planeado con antelación, acomodando cada detalle, sin dejar nada para la casualidad. Se puso el chaleco. Aunque era verano, no le importó. El chaleco era necesario para ocultar las dos granadas de mano. Brillantes, hermosas. Estaba feliz. Por fin le había llegado la hora a esos hijos de puta empresarios de mierda que sólo se dedican a dejar a los empleados sin trabajo. Los empleados hacían su huelga, desde meses atrás, en contra de la decisión de cerrar la gran, y única, fábrica en aquella ciudad pequeña. La huelga no era nada, ni la sombra de una protesta. El empresario se cagaba en las gritos y silbatos de las enormes marchas de solidaridad. Miguelito decidió utilizar su única arma secreta: el anonimato.

No trabajaba en esa empresa. Nunca ha trabajado en ningún lado, ni se ha comprometido con nada, ni con nadie. Y esa acción tampoco la iba a hacer por apoyo, sino para comprobarse a si mismo que su intento era eficaz, que su destino era mostrarle a esa bola de cobardes que la acción desesperada mueve más que la razón civilizada.

Por eso, cuando se acercó al empresario que le hablaba a la muchedumbre acomplejada que todos eran basura, sonrió. Jaló los detonadores y los dos cuerpos reventaron con el impacto de las explosiones. Los trabajadores, asustados y manchados de sangre, no supieron al principio qué había pasado, pero con el paso de los días y más información sobre el asunto, descubrieron que los tiempos habían evolucionado, igual que los métodos.

Reconocieron la hora del cambio.