Todo lo que principia tiene un final, incluso en el amor: es la ilusión, los entusiasmos recíprocos y prolegómenos más dulces lo que lo hace eterno a ojos de enamorados. Lo sentí con Eugenia cuando la vi por primera vez, alta, espigada, dicharachera, arrastrando yes en la sala de vuelos internacionales del aeropuerto de Madrid-Barajas. Le di una palmadita en el centro de la espalda a modo de saludo y se me quedó mirando: “Pibe
–masticó entre dientes-, vos pronto empezás”. No entendía nada. Entre risas, ante mi cara de terror absoluto, me lo descifró: le había soltado el broche del sostén, maldita fuera mi estampa: toda la noche enseñándole junto a amigos comunes la capital de la madre patria, toda la noche esquinando miradas risueñas, recordando con benevolencia y acaso una pizca de ternura mi torpeza ancestral. Así suele surgir el amor, de la forma más idiota.
Son las tres de la madrugada y mi vuelo sale en un par de horas, las maletas en la entrada, mi barba más que rasurada aunque cuando llegue a su destino se habrá convertido en transoceánica y macilenta, me preocupa el tacto con la piel de Clara, no la quiero desollar, la cogeré por la cintura, toda precaución es poca, sin estrecharla por entero, o tal vez sí, no sé. Temo hacer algo mal, no llegar, pasarme, tirarle en el pantalón o en el vestido una taza de café, las inseguridades del madurito que vuelve a ser primerizo como por arte de magia. Clara y sus ojitos acuosos tras su ironía encubierta: “Y decíme, ¿una duchita así es ahora costumbre en España?” Aunque me dijera eso cien veces al día como reproche la seguiría amando hasta la eternidad.
Descuelgo el teléfono y llamo a un taxi y me contestan que en diez minutos vendrá y certifico que estoy ejecutando actos definitivos, cancelando una parte de mi vida, triste y hermosa, que perdura en el recuerdo, que jamás olvidaré. Eugenia descansa en paz, resucitar conjeturas de motivos sería como intentar revivirla en muerte, un puro absurdo doloroso.
Ahueco hombros al ponerme el abrigo, la bufanda colgada del cuello como un sacristán, miro alrededor, me palpo entero, las tarjetas, la documentación, el pasaje, un último vistazo a la casa, la llave del gas, todo en orden. Un adiós en silencio o ni siquiera adiós. Me voy a Argentina a ver a Clara.
Un destino por azares encontrados en mi vida.
Sobre todo, mi amor.
Augusto
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