Para un musulmán no hay nada más natural que serlo.

Para un cristiano no hay nada más antinatural que serlo.

(El catolicismo nos educa de manera tal que nos permite que baste con que pretendamos serlo. El Islam es mucho más riguroso y no es solamente una doctrina, sino también una escuela de conocimiento filosófico; de ahí que los llamemos “fundamentalistas” – por supuesto -, a nosotros nos basta los castillos en el aire y afirmar que creemos en ellos. Por ser pretenciosos (y por bastarnos con serlo) nos aturden las construcciones a partir de fundamentos. Defendemos la creencia en el parto de una virgen o el poder de caminar sobre el agua o un ascenso literal a los cielos, sin comprensión de metáforas ni participación de la imaginación para comprenderlas (atribuimos entonces superpoderes en los que nadie está en la capacidad de creer a un individuo, y excluimos tales habilidades a todo el resto de los mortales, por lo tanto no es una religión de conocimiento, sino de absoluto embrutecimiento)… ni siquiera la belleza poética de tales imágenes nos puede embargar porque defendemos con fanatismo su literalidad. Defendemos el asesinato en nombre de algo en lo que no creemos (a diferencia de otros). En fin: ¿Quién puede halar con nosotros? ¿Quién con nosotros puede tener una conversación con sentido?
…

Para nosotros, como cristianos católicos, todo fundamento lógico parece mentira, terminamos convirtiéndonos en seres que optamos por toda nueva proposición que nos convenga, por más absurda que nos parezca, porque hemos aceptado ser condicionados a ello, y a ello (al absurdo) nos hemos acostumbrado; estamos condicionados hasta el punto de haber perdido toda capacidad de protesta. A nuestros absurdos caprichos los hemos llamado “Derechos” (el derecho, por ejemplo, de violar indias y esclavas, bastando con que la iglesia dictamine que no tienen alma). Con tanta “fe” de nuestra parte nos hemos vuelto impotentes de poder diferenciar “lo que Dios quiere” de lo que no.