No espero ni pido que nadie crea el extraño relato que voy a escribir…
---------------------------Edgar Allan Poe.-
Recuerdo que entré a las tres de la mañana por la puerta de mi casa.
Puerta que por cierto parece un collage con sus pedazos de pintura mal mezcladas, aunque se puede ver que aun conserva su textura debajo de todo ese cementerio de colores.
Era un día lluvioso, yo, tenía mucho frío.
Me desnudé y acomodé en la bañera, inmensa para mi cuerpo pequeño.
Debajo del agua caliente la piel se puso roja; froté con fuerza, quería sacar todo rastro de ese extraño que consiguió conmover mi carne.
No me alcanzó; me aferré entonces a un cepillo que colgaba sobre los azulejos como insinuándose, froté, las gotas de sangre cayeron sobre el agua, transformando la bañera en un infierno rojo.
La sangre fluía mansamente recordándome quien era yo.
¿Qué era yo? ¿Una caricatura en las tinieblas? ¿Una sombra en las noches? ¿Polvo en las tardes?
Sin embargo la inocencia encendía una luz en medio de lo siniestro.
Aunque su maldad florecía con cada sentencia.
Mientras el agua se hacía amiga de mis lágrimas, los pensamientos escapaban por mis labios.
Recordé sus ojos, recordé nuestros dos silencios chocando.
Mi amigo era un jinete cabalgando en las sombras.
Yo era una sombra que no encontraba su rostro.
El agua, la sangre, mi amigo y mi sombra se perdían por las cloacas oxidadas como mi alma.
¿Por qué dejé que mis ojos chocaran con los suyos?
Nunca me habría detenido en su boca si me lo cruzaba por la vida; pero nos cruzamos en lo sagrado, nos cruzamos en las sílabas, en lo más importante que ambos teníamos para dar.
Recuerdo que salí del baño, me sequé, me curé algunas heridas profundas, me vestí y volví a salir. Me sentía sola. Sentimiento que no experimentaba con frecuencia.
Los recuerdos surgían como en un río embravecido, yo danzaba con ellos en una orgía macabra. Y ahí estaba yo, caminando sin saber, anhelando su presencia.
Egoísmo brutal del solitario cuando espera.
Me senté en el banco de una plaza, la misma plaza en la cual él me había acurrucado en sus brazos. No podía dejar de imaginarlo haciéndome el amor, su mirada aguda y terrible sobre la mía, temerosa y aniñada. Lo imaginaba rústico como su mirada, pero también dulce, imaginaba sus manos recorriéndome, lo imaginé dentro de mí sin dejar de mirarme a los ojos, imaginé mis lágrimas golpeando contra las sabanas, imaginé sus besos secándolas, una tras otra. El terror y el placer se fusionaron en ese banco, en esa plaza.
Recuerdo que entonces corrí, corrí hasta caer de rodillas y tropezar con su beso en la frente que me decía ADIOS. Recuerdo que yo, con las rodillas saladas, adormecidas, caminé lentamente de regreso a mi casa, a mi puerta vieja, mi puerta collage.
Del otro lado me sentí segura, protegida, engañada.
Cerré la puerta y me tragué la llave con un poco de licor.
Fui hasta el viejo cuarto de herramientas, busqué martillos, clavos y suficiente madera, volví a la casa, coloqué las maderas sobre las ventanas y clavé, clavé, clavé…
Luego me recosté agotada sobre un sillón descolorido, como la puerta, la puerta collage.
Encendí un cigarrillo, prendí la radio.
-Quería saber que estaba pasando afuera.-
Hoy me desperté recordándolo.
Quise desayunar el último pedazo de pan que había en la casa, pero apenas podía llevar con gran esfuerzo, la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca.
Un dolor punzante en mi estómago me encogió convulsivamente.
Debe ser la llave, pensé, mientras mi boca derramaba un líquido rojo que lentamente fue inundando la sala.
Ya no dudé; al fin reposaba dentro de mi casa ataúd, detrás de mi puerta collage…
“El hombre no se doblega a los ángeles, ni totalmente a la muerte, si no es por la flaqueza de su débil voluntad”
Y en medio de mi agonía, dibujé con mi dedo índice, parte de mi último poema.
“Y allí yace la voluntad que no muere”.
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