No tengo rostro. Mil veces transformé en víctima a mi victimario. Pero soy la cima, el eterno contemporáneo; el peñasco que saluda desde lo más alto. En este frondoso paisaje de letras y composiciones, mi cuerpo adopta la fisonomía del Santo Grial. Y ha sido esta mítica quimera la que ha desangrado a cientos de hombres quienes, en plena batalla contra sus mortales limitaciones, han esgrimido a cada libro editado, a cada renglón completo, como si de un sable corvo se tratase.
Antes me calificaban, hoy me cuantifican con vehemencia. Mi única verdad es que he nacido para revelarme como insuficiente. No importa que tanto he sido Zaratustra para Nietzsche o Maldoror para Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. Tal vez Goethe haya sido el único privilegiado que llegó a comprenderme como aquel don que haría perder la cabeza hasta al propio Mefistófeles. Pero aún así, no tengo nada que reprocharme.
Tan poderosa es mi certeza, que hasta le permití a Thomas de Quincey postular al asesinato como una de las Bellas Artes. Auspicié la precoz clarividencia de Arthur Rimbaud, y calmé la sífilis de un desahuciado Charles Baudelaire. Una tormentosa mañana, Bioy Casares me dio a luz, y me llamó Morel, pero ya era tarde: en una tabla de barro cocido, al comienzo de los tiempos, Homero me había bautizado con el nombre de Aquiles. Igualmente, siempre seré un desconocido a la caza de un confiado prisionero.
He compartido las pesadillas de Ernesto Sabato, almorcé en un restaurant parisino junto al cadáver de Marcel Proust, y una madrugada acompañé con entusiasmo las pisadas sigilosas de Sherlock Holmes. Describí, junto a Apollinaire, la uniformidad del cubismo, y dormí en las fauces de la anaconda que, cauta e inexpresiva, pendió durante semanas del espeso árbol bajo el cual Horacio Quiroga meditara su suicidio. Pocos saben que alguna vez me convertí en lobo estepario, o que naufragué en el agudo y certero punto seguido de García Márquez. Nadie recuerda que fui surrealismo, la lujuria de Sade y un crimen de Edgar Allan Poe. Cierta vez, alguien me advirtió que todo cambiaría: un tal Neftalí Ricardo Reyes, luego conocido como Pablo Neruda. Pero no le creí...
Hoy mi esencia, desvastada como nunca antes, se asemeja a una nación cuyo único territorio es la frontera. Una selva reducida a raíces secas, pero a la que nadie deja de visitar, escudriñar, periódicamente, a la espera de un tallo salvador que destierre, de una vez y para siempre, a tanta bravía desolación.
Hoy mi sonrisa desdentada comienza en el dolarizado realismo mágico de Isabel Allende y culmina, accidentada, en el paladar reseco y oportuno de Deepak Chopra. Mi cadera encorvada se desliza, áspera y negra cual Dragón de Komodo, desde las febriles consonantes de Stephen King a la mecánica previsibilidad de Paulo Coelho.
Ahora, en este efímero pasadizo temporal, mis caricias son fuente de crucifixión y porvenir. Las alas de un vampiro perseverante e inmortal, que encuentra en cada estaca un final que nunca abandona su condición de ser, al mismo tiempo, un venturoso comienzo. Así, mi autoridad es ley. Mi soberbia, el motivo que inundó de lágrimas a un joven Jorge Luis Borges cuando, tras sortear el jardín de los senderos que se bifurcan, comprendió que su destino estaba en mis manos. Que su laberinto de relatos impensados e infamias universales culminaba, estéril y borroso, al pie de las murallas de mi reino.
Soy una prostituta vieja que nunca deja de ser joven. El espejismo más voluptuoso, sensible y voraz. Soy el éxito. Soy la consagración. Pero vamos, no dudes ahora después de todo lo que te he contado. Empujá con fuerza la puerta y desnudá tu piel al traspasar el umbral. No me importa tu virginidad literaria: sos mi último cliente; el mejor. Abrazáme y brindemos juntos por el ocaso del pensamiento creativo. Abrazáme, pero no descuides la trivialidad que ostentan tus expresiones escritas: aunque los vientos respiren cansancio, la maquinaria nunca debe detenerse.
Patricio Eleisegui
-El_Galo-
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