Morir, inexplicablemente, cada noche.
Velarme entre sábanas sin dormir,
aterrizar cada vez sobre el mismo lecho,
para, una vez más, sepultarme.
Desfallecer con cada luna, con cada amanecer,
por un mismo sueño.
Suspirar, exhausto, la vida,
para poder respirar al amor.
Y hacerse evidente,
a la hora de dejarse ir:
entregarse de cuerpo entero,
latir por cada poro,
volar en cada roce,
y otra vez morir.
Un lento suicidio,
macabra sensación del amor.
Y ahí, como siempre,
ahí también estás vos. |