Un tren a las nubes
El tren iba desenvolviendo el paisaje como un niño lo hace con un regalo. Así, descorríamos abruptamente telones de árboles y praderas para, de repente, internarnos en desfiladeros multicolores, pálidamente iluminados, y balcones brumosos de roca húmeda y gris. De pronto, nos sobrecogían las tinieblas, al adentrarnos en túneles de estruendosa oscuridad y ventanucos submarinos que vertían topacios, esmeraldas y lapislázuli a chorros, a través de las semiempañadas ventanillas.
La trocha angosta hacía más leve el traqueteo en las subidas y bajadas, enterneciendo las consabidas tensiones que produce la altitud y la mixtura del paisaje serrano. Había algo maternal en esa ronca y monótona canción de cuna, que nos permitía ir deslizándonos, en una suave somnolencia, dulce y apaciblemente.
Miré a mi alrededor tratando de aflojar la pesadez de mis párpados. Busqué en mi bolso una umeboshi para disminuir los desagradables síntomas del apunamiento que amenazaban regresar con mayor intensidad. Una muchacha sentada en el fondo del vagón, mantenía sus ojos fijos en mí. Pensé que lo hacía en forma casual. Algo así como si hubiera elegido un punto de apoyo visual para evadir el temor o el sobrecogimiento que el viaje producía. Era muy hermosa. La persona sentada a su lado dormía con un listón de sangre tiñéndole el bigote amarillo y cruzándole la boca por la comisura de los labios, para acabar empapándole toda la barbilla. Le sonreí, concediéndole un gesto amable, mientras metía la umeboshi en mi boca. Ella correspondió a mi gesto sonriéndome tímidamente. Una vieja yerbera sentada frente a mí, rodeada de bultos, no perdía detalle de todo lo que yo hacía. Era una coya con cara de piedra y ojos de frío acero ennegrecido. La observé un instante, pero nada pude descubrir en ese rostro inmutable que facilitara algún tipo de acercamiento.
Salí inmediatamente de esa cerrada y milenaria imagen totémica para sumergirme en la amistosa sonrisa de la muchacha del fondo del vagón. Ella todavía estaba allí. Parecía estar esperándome, con el resplandor de su sonrisa y el velo de su timidez. Su expresión parecía haberse vuelto más amistosa. Pero me dije que ello era sólo el resultado del violento contraste con el rostro de la coya.
Sin embargo, había decidido conocer a esa muchacha, no era difícil encontrar razones para una aproximación. El vagón estaba atiborrado de gente. Los turistas eran el grupo más numeroso, luego la gente de las serranías; cabreros, agricultores cocaleros, un cura y una monja, la vieja yerbera, algunos niños y esa hermosa muchacha sentada al lado del apunado “barba candado“; que, al parecer, era su acompañante.
Ese coche “clase única” era bastante estrecho, por lo tanto, cualquier desplazamiento dentro de él implicaba, roces, molestias, quejas y todo eso que ocurre cuando falta espacio y buena disposición. El asunto era alcanzar el objetivo señalado: la hermosa muchacha con sonrisa de sol que estaba sentada en el fondo del vagón con sus enormes ojos clavados en mí. -Permiso, permiso; oh, disculpe usted! Dije en tono de súplica, pues mi codo se había hundido en las costillas de un asiático, supongo que era coreano, por la forma cuadrada de su cabeza y la piel menos amarilla que la de los japoneses. Estuve a punto de abandonar la empresa, porque todavía no había acabado de pedir disculpas al coreano, cuando, al girar para continuar la marcha, mi cadera golpeó con fuerza el trasero de una joven gorda de apretado rodete, que trataba de ver por la ventanilla del otro lado del pasillo, no sé qué clase de animalito montaraz que corría entre las piedras del pedemonte, despertando la curiosidad de los turistas y los gritos de los pocos niños del pasaje.
Pero, al levantar mis ojos, ella estaba allí, con los suyos posados en los míos, cómo diciéndome: -Vamos, no te desanimes; aquí estoy, acércate. Eso fue suficiente. Encogí un hombro como diciéndole a la gordita: -¿qué le vamos a hacer? Ella me miró con un gesto de picaresco reproche, en el que pude leer: -Ojo flaco, el culo es mío, pero vos, papito, podés hacer con él lo que quieras. Sacudí la cabeza suavemente dos veces, y le sonreí con los labios apretados, expresándole en este intercambio codificado de gestos: -Estamos de acuerdo, me caíste bien gordita, tal vez, algo suceda entre nosotros. Entonces, su sonrisa se hizo amplia y directa, como si registrara al toque, el sentido de mi gesto. Le devolví la sonrisa y me desplacé entre apretujones, quejas y el sordo mascullar de los turistas, saliendo lo más rápido que pude de allí. El tumulto seguía creciendo; los que estaban en los asientos de enfrente querían ver al animal salvaje y trataban de meter sus cabezas en las ventanillas de los otros pasajeros. Estos, con cara de propietarios, trataban de mostrarles a los invasores, que no podían pasar los límites del pasillo. Yo, sin pérdida de tiempo, retomé, esta vez con más cuidado, la marcha hacia el fondo del vagón, pensando en el viejo dicho: -Río revuelto; ganancia de pescadores. Descontando que nadie repararía en mi acercamiento a la hermosa muchacha que me esperaba en el fondo del vagón.
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