El Autobús
Por Paco Valencia
Con el odio a cuestas abordó por la parte trasera del autobús. La noche lo colma de angustia, la lluvia le moja mientras se amarra a los fríos metales con las manos negras por el olvido. Se llena la nariz con el aire rancio del lugar, lo empuja a los pulmones para luego vomitarlo invisible.
Siente el peso sobre la espalda, las respiraciones en la nuca. Cierra los ojos e intenta imaginar no estar ahí. Abraza esperanzas, besa sueños y nada, sigue en el mismo lugar soportando el odio.
Las tardes grises tratan mal a los débiles de espíritu, lo sabe bien, los moja, los mete en la negra noche y los sube en espacios de aire turbio.
El bamboleo le regresa la mente, abre más los ojos, observa a su alrededor, se llena de imágenes, traga las facciones de sus obligados acompañantes, intenta reconocer las historias que los han llevado al lugar donde él también viaja.
Cree que la anciana del asiento delantero padece dolor de desamor y que sobre la cabeza lleva el luto del único amor de juventud. Los surcos en la cara, hablan del tiempo gastado en el hogar; tiene la certeza de que llegará a casa y beberá una taza de café, para después hundir la cabeza en la almohada. Y soñará con los hijos que no tuvo al lado del hombre que se fue con una mujerzuela en el vagón de los últimos treinta inviernos.
Furiosa, la lluvia golpea los vidrios del autobús, el agua toma por asalto las rendijas que en el metal el tiempo provocó. Mira afuera, ve la gente que se agolpa bajo tejados con antenas que apuntan al cielo antes gris, sonríe, es mejor el clima sordo del autobús que la lluvia en el pelo y en la ropa.
Vuelve a la tarea, la anciana ha quedado dormida recargando la cabeza sobre el cristal. Observa un poco más, detiene la vista en el hombre de traje pardo, intenta descubrir lo que lleva en el maletín que descansa en las piernas; ¿la hipoteca de la casa que costo una vida?, ¿revistas con mujeres de provocadores labios?, ¿el sueño de los justos?, ¿quién sabe?, en estos tiempos todo puede meterse en un maletín imitación de piel. Pasa la vista hacia el rostro del hombre del traje pardo. Párpados caídos y una vieja fractura en la nariz, no cabe duda, boxeador sin pólvora en los puños, hoy campeón molido a base de mordidas de realidad.
El odio le baja a los talones, aprieta los puños, tiembla de muerte, repentino, pasa por su cabeza el viento húmedo de la princesa frente a él, recorre con los ojos la flor en botón, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, a veces, se detiene en la ternura de su entrepierna, en la miel del pecho, se le corta la respiración. La princesa lo descubre, responde con una mueca divertida a la lujuria del viajero observador, desabotona parte de su blusa, se arremanga la falda; lo invita a jugar, acepta el viajero, pero es interrumpido por el movimiento a su espalda. Dos “Sansones” se tocan el cuerpo y mientras se besan, entrelazan las lenguas que juegan como golondrinas a ras de suelo. Se funden en un abrazo... casi bello.
Tose como si el cuerpo entero le fuera a salir por la boca, reacciona, a su alrededor no hay princesa, ni “Sansones” que se aman, la lluvia arrecia en el interior del autobús.
Con el odio sobre el alma, el viajero se sienta en un rincón húmedo, los olores de los pasajeros se confunden. En la radio, el chofer escucha una canción de desamor, la traición de la canija, la que empacó el bistec con todo y refrigerador, vocifera Jaime López desde la podrida bocina.
Al otro lado, divertidos, dos estudiantes se mientan la madre, cortejan a la princesa con obscenidades cantadas al oído, la princesa contesta; sonríe, provoca, invita a la lujuria, se muerde el labio, descubre los muslos, ha llegado demasiado lejos, lo sabe cuando le saltan encima y le aprietan los senos, y la mancillan, y le roban el último litro de pureza. Furioso el viajero se levanta del rincón, descarga el odio contenido sobre los sabandijas, los desbarata con los puños y los arroja por la ventana, se refugia en el rincón, se oculta; la camisa ensangrentada delata el crimen.
Agotada la princesa se levanta y camina a tropezones por el pasillo de metal, se acerca al viajero, lo toma de la mano, le acaricia el rostro; lo besa apenas rozando los labios con la mejilla.
El viajero se levanta y le desgarra la ropa, con la lengua ardiente le recorre el cuerpo, hunde los dedos en la espesura de su pelo, le arranca el amor y le besa el cuello interminable, justo antes de llegar al clímax, el autobús se detiene, la oleada de gente que bajo se llevó a la princesa. De eso hace seis meses. No ha vuelto a verla. La extraña.
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