El hombre llegó a la oficina de registro y se dirigió al mostrador. El empleado dejó su taza de café a un lado y tomó nota. “Vengo a registrar la luna a mi nombre” dijo. El dependiente no pensó demasiado –le pagaban para registrar no para pensar- y dio curso a su pedido.
Desde entonces pretendió que las agencias espaciales le pagaran los canon de uso del satélite natural de la tierra. Y si no que la NASA sacara de allí todo los cacharros que se habían dejado. También pretendió cobrar los derechos a los poetas que la mencionaran en sus escritos, a los fotógrafos que la incluyeran en sus retratos, y a los cineastas que la utilizaran en las tramas de sus películas. Dividió su superficie en lotes y comenzó a venderla.
Ni rusos, ni americanos jamás le pagaron un centavo por el uso que hacían de la luna en sus investigaciones. Los poetas, pobres casi por definición, hicieron caso omiso al reclamo de tales derechos. Y salvo algún que otro narcotraficante trasnochado con propuestas poco decentes, la demanda de terrenos fue nula.
Una noche de luna nueva el frustrado hombre se murió. Hay quienes piensan que la ausencia de luna de esa noche se debió a la gran ofensa que esta sentía. Alguien se acercó a la oreja inerte del difunto y murmuró: “Solo se es dueño de aquello que se conquista”. Pero ya era tarde. Irremediablemente tarde.