Veranos confesables
-Tu mamá te deja decir garabatos, le pregunté.
-No conchatumadre.
-Ah, a mí tampoco.
Mi amigo se llamaba Rubén y tenía nueve años; no era Maradona, pero era muy bueno para el fútbol.
Durante el verano, (el eterno verano de entonces) nos juntábamos con los otros chiquillos del lugar a jugar a la pelota, todos los santos días. En la noche, y con el permiso de mi Tía Margot salía a la calle a juntarme con el grupo: jugábamos al pillarse, a la escondida y a cualquier juego de niños, que invariablemente terminaba en un partido de fútbol.
Él era el líder de la pandilla; yo era su mano derecha, por lo menos así lo pensaba en esa época. Con él, fumé por primera vez un cigarrillo que le había robado a su papá: un hombre grande, moreno, lleno de músculos y de un extraño hablar. Salía por las noches y gritaba dos o tres frases incomprensibles. Con sólo escuchar su voz, mi amigo Rubén, soltaba la pelota (por que él siempre tenía la pelota en sus manos) y se iba a su casa. Mi Tía Margot, también gritaba, pero su tono era dulce y yo hacía caso cuando quería; muchas veces esperé hasta que saliera de la casa a buscarme, para recién entrar. Todos lo días lo mismo.
En la playa hacíamos castillos de arena y él retaba a cualquiera que osara pisar en algún sector de nuestra fortaleza imaginaria, esperábamos hasta el atardecer, cuando la marea subía, y mirábamos la incontenible fuerza del mar, el mismo mar que el de Ulises, mientras a sopetones de oleajes el castillo iba perdiendo sus murallas, para finalmente desaparecer en un montón de arena sin forma;
-¡Mañana haremos otro y el mar no se lo va a llevar! decía Rubén. Yo no entendía esa afirmación, a lo mejor era cierto, ¿podremos hacer un castillo que no se lo lleve nunca el mar? En esos tiempos parecía verdad; parecía que todo era verdad.
El tiempo fue pasando imperceptible, pero demoledoramente. Recuerdo, que ya tenía dieciséis y Rubén diecisiete. Una noche recién comenzado el verano, me llamó y me preguntó si quería tomar pisco. Yo sabía que mi Tío Darwin, casado con mi tía Margot, la hermana de mi mamá, guardaba unas botellas en la cómoda de la cocina, pero jamás intenté probarlo.
El Rubén me decía, que probáramos, que era rico con coca-cola. Le dije que sí, por que a mi amigo le hubiera dicho que sí en cualquier circunstancia. Tomamos un vaso a medias. Esa noche por primera vez Rubén me habló de su vida, me contó que le gustaba una niña de la población, (como él la llamó) vivía a dos casas de la suya, pero estaba pololeando; eso no le importaba, total se creía mejor que cualquiera, y estaba buscando el momento justo para “hincarle el diente”. Me tomé el trago despacito, a decir verdad, sólo mojaba un poco los labios, pero no me atrevía a tragar. Eso no importaba, porque Rubén tomaba por los dos. Recuerdo que yo también hablé, mirando las estrellas; las estrellas del Norte, esas que nunca desaparecen. No me atrevía a mentirle con un cuento de amor, porque no conocía a ninguna niña. Le conté sobre mi familia: mi papá y mamá que trabajaban juntos en santiago; él era sastre, no modisto como le aseguré, lamentablemente, nunca tomaban vacaciones y a mi hermano le había perdido la pista hace bastante tiempo, se había ido a México, con unos amigos a probar suerte. Luego le hablé un poco de mi Tía Margot, y de mi Tío Darwin, que me recibían todos los veranos en su casa, hasta que volvía al colegio. Rubén también era de santiago, pero vivía muy lejos de mi casa.
De repente, mi amigo, sacó del bolsillo superior de su casaca un extraño cigarrillo; me preguntó si quería fumar. Atónito, no pude contestar: Marihuana, que fuerte, drogas, no me vayan a ver fumando mis Tíos, ¿qué hago? Veía que Rubén fumaba, y ese extraño olor dulzón de la droga cuando hace contacto con el aire. También fumé, y al rato comencé a sentirme extraño como desarraigado, como si no perteneciera ningún lugar de este planeta, a ningún lugar tangible por los sentidos humanos. Al finalizar el cigarrillo me preguntó si me sentía mal; !tienes una cara hombre¡ me dijo, yo le contesté que me sentía raro. Era la primera vez que fumaba marihuana le confesé. Él soltó una carcajada y me dijo ¿Quién te dijo que lo que fumaste era hierba? Si es sólo un cigarro de tabaco negro, de la pipa de mi papá, y siguió riéndose por un largo rato más. Yo me sentí pésimo, pero también reí. Que estupidez, no sabía nada de nada, pero da igual; han pasado muchos años y Rubén no apareció nunca más. Es cierto, lo eché mucho de menos y me faltó el amigo para hacer mis vacaciones mas entretenidas. Hoy me acuerdo como si fuera un juego, tergiversando los hechos, cambiándolos cada vez que recuerdo aquellos días, en que aprendía de todo; de lo que está hecha la amistad.-
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