Lucha de Contrarios

¿Recuerdas aquella noche que subimos la escalerilla del avión y las manos más queridas se quedaron danzando detrás de la barandilla del aeropuerto como hojas secas sorprendidas por el remolino? ¿Recuerdas que digerimos las ocho horas en la barriga del avión a rafagazas limpias de ofensas y reproches? Y como no podías sola conmigo llamaste a las dudas y los miedos. Entonces yo le pedí ayuda al solecito de aquella mañana de domingo que nos esperaba en Madrid, tan ingenuo y juguetón como todos los soles del mundo.
Tú insistías en ser mi enemiga y blandir todas las espadas: la costumbre estaba de tu parte y un enjambre de silencios que amenazaban con acorralarme. Pero de la misma forma que se van humedeciendo las fachadas de los edificios cuando llueve, fui resolviendo acertijos y encontrando las claves: a los riachuelos del bosque siempre los alimentan manantiales y las aves no esperan el invierno allí donde pasaron la primavera.
A cada duda les retoqué el maquillaje y las transformé en razones, a los miedos les miré directamente a los ojos y se quitaron sus máscaras: no eran más que oportunidades.
Cuando la seguridad se fue pasando a mis filas cambiaste de estrategia y me pusiste delante de las narices al ego con apariencia de ciervo asustado. Pretendías empujarme por esos trillos donde se atraviesa el bosque de la vida más tranquilo, sin tantos sobresaltos, a esperar el día de la partida sin un roce salvador de una mano querida.
Pero yo estaba atado bien fuerte al mástil de mis afectos y tus cantos de sirena pasaron de largo por mis entendederas.
Ahora vas de mi mano totalmente amaestrada, obediente al cabestro que empuñamos cada mañana, como el gigante deslumbrado ante el coraje y la astucia de su pequeño amo en el cuento del francés Eduardo de Laboulaye. Ahora sabes que la peor de tus cabezas cuelga en las paredes del salón de mi casa.
Ahora sabes señora Soledad, que nunca has podido ni podrás contra el afán de crecer y el amor que florece en el corazón de un ser humano.