Una noche caminé por las calles, escondiéndome en las esquinas, en espera de algo, o de alguien. Estaba desesperado, desesperado y solo. No es bueno vivir sumergido en la soledad porque los sentidos se trastrocan poco a poco, y cuando te das cuenta, es ya demasiado tarde.

Hacía frío. Recordé la canción de Pedro Navaja. Bueno, no me llamo Pedro, y lo que tengo escondido entre las ropas es un cuchillo, no una navajita. Es curioso, pero pensé que encontrar una víctima era lo más fácil del asunto, y resultó ser casi imposible. Cuando me escondí en aquella esquina estaba seguro de que escucharía pronto los pasos tímidos de algún inocente. Los pasos que escuché sonaban amenazadores, más decididos que los míos, por eso me mantuve oculto en la sombra de mi escondite, con temor a ser descubierto. Cuando por fin escuché pasos pequeños y asustados, supe que debía hacerlo. Ahora o nunca. Salí de mi esquina, con el cuchillo en la mano, con más miedo que valor, pero decidido a cualquier cosa, dando un grito estridente de ataque... eran los pasos de mi madre.