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EL DISCURSO ÚLTIMO

El personaje de la avenida cuyo nombre desconozco, continúa allí, esperando en su confusión otra oportunidad de sobrevivencia que la prodigiosa luz del stop le pueda prometer.
Como el escape violento de una ansiedad exasperada, la llama surge avivadamente de su boca. Como en todos esos frecuentes días, sus ya desgastados labios son corroídos una vez más por aquél fogoso y fatalista destino de vida: el de un tragafuegos; el de la avenida cuyo nombre no sé cuál es.
El círculo rojo del semáforo resucita, irradia y espera: uno… dos… tres… cuatro…y cinco minutos. Muere otra vez.
Los minutos transcurrieron lo suficiente. Él nuevamente se pone de pie. Al disco amarillo se le ha consumido el tiempo. Una vez más las llamaradas en la boca de aquél hombre al frente de las hileras de los automóviles atraen muy livianamente la atención de los pocos automovilistas que por esa anónima avenida transitan.
“¡Mi hermano, lo que su volunta’ diga!” era la locución del infortunado hombre cada vez que sus deslucidos ojos espesos de agotamiento dirigían su mirada hacia los ojos de otros: “¡mi hermano, lo que su volunta’ diga!”, expresaba, “¡mi hermano…!” iba diciendo con la voz casi mutilada por la ingente hambruna que desde hace dos días, tres horas, y desde siempre, lo había convertido en más ferviente seguidor.
Todo ésto fue así. De esta manera ocurrió. Yo no lo vi, pero le creo.
Tiempo desgraciado aquél cuando su rostro se reflejó sobre el cristal de unos pequeños lentes azules que escondían los ojos de quien graciosamente recordaba aquello que su jefe había dicho sesenta minutos antes en su pomposa oficina del palacio de Gobierno:
_ ¡No bromee jefe, no bromee!
_ ¡Vamos!, necesito mandar al carajo este aburrimiento que me está irritando.
_ ¿De veras desea hacer lo que ha pensado?
_Sí hombre, yo te diré más o menos por dónde lo he visto. Tu na’más hazme caso y ya verás.
Y así, con rumbo seguro hacia la avenida sin nombre, salieron aquellos dos del edificio en un vehículo selecto, muy selecto.
“¡Mi hermano, lo que su volunta’ diga!” continuaba diciendo el tragafuegos cuando de repente, ¡zaz!, ahí estaba, frente al hombre de los pequeños lentes azules. Sí, ahí, en el momento en que el oscurecido vidrio de la ventana de atrás del vehículo descendió rápidamente. Alguien desde adentro habló:
_Una ayudita así como tú dices no te la voy a dar; primero, por que esa voluntad a la que tú demandas que “diga algo”, a mí, no me dice absolutamente nada; segundo, porque tener gente tan afanosa y luchona como tú, es lo que el país, los estados, el Gobierno y hasta el propio pueblo necesita para nuestro México, por tanto te mereces algo más que recibir moneditas de voluntades a la fuerza, ¿No crees? Mira, tengo un interesante negocio para ti…
Eso estaba departiendo el funcionario cuando su chofer con entera complicidad le ofreció un guiño sarcástico desde el retrovisor. “Va a caer, va a caer” eran las palabras silenciosas que le salían entre los dientes. “Va a caer”.
_Serás… mi secretario particular, sí, exacto, mi secretario privado, privadísimo diría. Te voy a pagar muuuy bien,…mmm…cien pesos se-ma-na-les y con dos días de descanso, claro, eso incluye un pequeñísimo descuento sobre tu mismo pago, o sea que la cantidad neta de tu sueldo quedaría en cincuenta pesos. ¡Ah, y eso no es todo! Te podrás quedar dormido en cualquier parte de la ciudad sin tener la mínima intranquilidad de que la autoridad te lleve a la jaula, te doy mi palabra. Bueno, el caso es que quien entra a este sistema nunca se muere de hambre.
El hombre de los pequeños lentes azules, al escuchar las farsantes propuestas de su honorable jefe, estuvo a punto de mover los labios para dejar salir una estridente carcajada.
Entumecido, yerto, boquiabierto, aguzando los oídos, incrédulo…crédulo; sin emitir una sola arenga, dócil y sumiso, y con el pensamiento aún en la deliberación mental de lo antes escuchado, el tragafuegos de la avenida sin nombre desapareció de la mirada de todos los demás.
“Ahora el rumbo del pueblo mexicano está en tus manos; tú serás quien escriba de hoy en adelante las memorables locuciones de mis discursos. Tú serás quien...”. Esto le estaba diciendo el funcionario cuando, con una lozana y plena sonrisa como de quien sueña nada y alcanza todo, el tragafuegos obstaculizó inconscientemente la palabra de su interlocutor:
_ ¡Señoras y señores, vendedores ambulantes y quienes sí pagan impuestos, niños vestidos de payasos y jóvenes limpiaparabrisas, hombres desafiantes del vidrio en sus espaldas y del fuego en sus narices…
_No, no, no_ replicó el funcionario con tono sereno y ansioso por la magna diversión que le esperaba _ ¡Eso no es un buen discurso!, ¡Eso no es tan apropiado! En primer lugar, porque esas personas son las últimas a quienes los discursos les interesan, y segundo, porque no cuentan con el tiempo suficiente para escucharlos: tienen que trabajar.
_Usted me dijo que el rumbo del pueblo está en mis manos, así que no se meta, aquí el que inventa lo que se va a decir soy yo.
_ ¡Ah, sí, claro, perdóneme! Usted tiene toda la razón, continúe y diga lo que desee.
_ ¿’Onde me quedé?...mmm… ¿Oiga, de qué se rie?
_ De nada hombre, continúe, continúe.
Todo esto lo había dicho el político con una seriedad forzada: una garrafal carcajada estaba a punto de escapársele de la boca.
Muchos días fueron nacientes y consumados. El pobrecillo sin tener la infinitesimal idea de la enorme falsedad en la que se encontraba, decidió con porte de excelente orador escribir buenos discursos, uno diferente cada día; concluyó con total firmeza dedicarle todo el tiempo a su nuevo oficio. Estaba feliz.
Señoras y señores, ni buen orador, ni nada de eso. Apenas si había cursado los tres grados iniciales de primaria; pero ¿qué podía importarle? Cada tarde, en una de las enormes salas de la casa de aquél funcionario público que un día lo arrancó de su mundo para traerlo a este otro de no mejor suerte, burócratas y todos aquellos miembros del alto poder se reunían en espera de aquél tonto que creyendo ser Demóstenes, se deleitaba leyendo en alta voz su bagaje de prolongados discursos inventados: pensamientos ridículos y bufones para todos los demás. Jamás reírse: esa era la única regla del juego. Todos allí la conocían, excepto él.
Un día de aquél mes, de un año que no recuerdo, se celebró el primer aniversario de trabajo del funcionario. “¿Dónde está Demóstenes?” preguntaban unos, “Que venga, que venga Demóstenes”. Todos en la vehemente búsqueda del instante cómico de la noche.
Y ahí empieza “Demóstenes”, con un discurso dominante y conspicuo. Ahora ya no eran ni las madres, ni los maestros, ni los indígenas, ni los soldados, el tema de su elocución. Allí lo tienen al desventurado hombre hablando:
“Señoras y señores, gracias por venir, gracias por venir. Na´más les pregunto qué hacen aquí. ¡Ah, ya sé! Bailan, ríen, disfrutan de la gud laif mientras allá ajuera hay un pueblo quejándose bien juerte!, ¿Acaso no los oyen? Que si los asaltan, que no tienen trabajo, que…” y de esta manera, con modulación severa de voz que se intensifica, continuó y continuó su discurso.
Lo recuerdo muy bien. Sí, aquí, es aquí, en este lugar. Aquí fue donde lo dejé. Aquí se quedó. Pobre hombre. Todo su cuerpo frío y estoico. Era de noche. Una de esas noches en las que uno no duda en matar a la gente como yo lo hice con él.
Creo no traer monedas en el bolsillo para regalárselas a aquel hombre que forzado por la garrafal necesidad de sobrevivencia yace acostado sobre el vidrio. La luz roja del semáforo continúa iluminando y el tiempo se me está haciendo demasiado corto para recoger al jefe en la oficina. Me pregunto por qué hasta ahora después de tanto tiempo siento la animosa voluntad de desviarme del camino usual para pasar de nuevo por aquí, por esta avenida cuyo nombre aún no sé cual es. ¡Basta ya, ya basta! No más remordimiento, no más contrición. La culpa la tuvo él por andar esa noche tan sincero.







Julissa Roblero Hdez.
Lengua y Literatura Hispanoamericana

Texto agregado el 22-02-2007, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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