(Texto puesto en esta misma páginas el 17-02-2006)
–Nadie puede salvarme, nadie puede– se dijo el muchacho de unos quince años, parado a borde de un edificio de seis pisos pues pretendía matarse.
No pasó más de veinte minutos para que llegaran los bomberos y cercaran el lugar. La policía ayudó también, alejando a las personas. Los bomberos abrieron un gran trampolín, los policías buscaban a un psicólogo o ponerse en contacto con alguna amistad del muchacho, por que por la forma de hablar de éste, no haría ningún caso a sus padres.
– Muchacho, no sabemos quien eres, no sabemos tu nombre, no sabemos tu edad, lo que sí sabemos es que vamos a ayudarte en todo lo que se nos sea posible, sólo tienes que confiar en nosotros– le dijo el capitán de bomberos por el parlante. Cada vez más gente se reunía tras la valla amarilla que les impedía acercarse a chismosear más.
– ¡Todos están equivocados! ¡No podrán salvarme! – gritó el joven, mientras sudaba de nervios y siguió caminado sin detenerse.
– ¡Hey, joven! – le dijo un hombre que apareció en la azotea. Era un hombre bastante mayor, de abundante y espesa barba blanca, algo barrigón, quizá por la edad. Su ropa era bastante ligera: una camisa blanca, un pantalón negro, éstos dos les quedaban sueltos, tenía también unas sandalias, un gorro que miraba hacia atrás y un bolso marrón. Se notaba que no era un mendigo.
–¡Dije que nadie me ayudara, nadie va a salvarme! – dijo el muchacho, poniendo de espaldas a la calle, levantando los brazos, retrocediendo hasta que sus talones tocaron el aire.
–Muchacho, sólo he venido para presentarte este cofre, lo voy a dejar…– le dijo aquel hombre, mientras lo sacaba de su bolso, se agachó, y dejó la pequeña caja en el piso –… y te invito a que lo tomes y lo abras, encontrarás varias respuestas–. El señor se paró y se separó del cofre. Una pausa que parecía eterna. –Esperaré a que cojas el cofre y veas su interior, total, tengo todo el tiempo del mundo– le dijo el hombre.
– ¡Carajo, no ve que me quiero matar! ¿Y… y… y usted me viene con un maldito cofre? Váyase al…– y antes que el muchacho terminara la frase el hombre le profirió un grito con palabras bastante duras. –Si un niño estuviera en tu posición, que lo dudo, no pensaría dos veces en coger el cofre, ¡puede ser su única esperanza para vivir! ¡¡Así que acércate al cofre y ábrelo ahora mismo por el amor de Dios!! –. El joven sintió una orden tan enérgica que ahora le tenía más miedo al hombre que tenía en frente que al secreto que escondía el cofre.
El joven, tambaleando hacia delante, se agachó poniendo un pie delante del cofre por si tenía que retroceder para así poder terminar con su vida, cogió el cofre y retrocedió unos pasos. –¿Qué rayos contiene el cofre? – le dijo el joven, con una voz asustada. –Hay recuerdos, sentimientos, y todo lo que necesitas para recobrar tu vida. Vamos, ábrelo, te prometo que no te va a pasar nada, palabra de explorador– y soltó una sonrisa cuando terminó de responderle al muchacho.
Miró al señor, que seguía alejado del muchacho. Este último en ese momento: –Insisto, tengo todo el tiempo del mundo, y ahora tú también, así que decide todo lo que quieras, por mí parte, voy a sentarme aquí…– y sacó una pequeña almohada que puso encima de un manto color azul de mar y se sentó. –… si quieres también te puedes sentar a mi derecha, hay espacio. He traído algo de comer que preparó... – siguió diciéndole al muchacho, no le importó que éste no le hiciera caso en ese momento, sabía que iba a aceptar. Y fue así, el muchacho poco a poco le tomó algo de confianza al hombre, se sentó frente a frente.
Un poco más calmado, el muchacho preguntó otra vez sobre el contenido de la caja, pero el hombre sólo lo miró y le dio una sonrisa. Después de ingerir un trozo de pan, le dijo al chico que si quería saber que era lo que estaba adentro, que lo abriera, no pasaría nada malo, que no había dragones, ningún tipo de roedor, quizá era un poco oscuro, pero como era un cofre, no tenía mayor importancia la falta de luz.
–¿Cómo sabe que le tengo miedo a los dragones, los roedores y a la oscuridad? – pensó mientras lo miraba con los ojos bien abiertos. –¿No vas a abrir el cofre? Puedo seguir esperando–- le dijo el señor. El joven se cansó de pensar tantas cosas, sus ganas de suicidarse estaban opacadas por el contenido del cofre y sabía que ese señor que tenía delante de él no le iba a decir nada. “No pierdo nada con mirar que hay adentro, lo peor que puede pasar es que este cofre me mate” pensó, el hombre soltó una pequeña risa que la mantuvo con una tierna sonrisa, lo miró y le dijo que ese cofre no puede matar, sólo puede devolver la vida.
El joven sacó el seguro y abrió la tapa. Había pequeños pedazos de vidrios de colores. Había muchos colores, los primarios, secundarios y las combinaciones, además de transparente y opaco. –!¿Esto es un juego?! ¡¡¿Para esto me detuvo?¡¡ ¡¡¡¿Por unos pedazos de vidrios?¡¡¡ – le dijo al señor. –Mira bien cada pedazo– se acercó un poco más y le sugirió que sacara, uno por uno, cada pedazo, que había uno de cada color y los pusiera en sus manos.
El muchacho respiró como diciendo “si esperé tanto por unos vidrios, nada me cuesta verlos”.
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Cogió el primer pedazo: el rojo. En el instante que lo sacó del cofre. Logró verse en ese vidrio junto a una hoguera. Pudo recordar aquel lugar, era la casa de su abuela. Estaba en la noche anterior a la muerte de esta. Pudo escuchar la voz lenta de su abuela, contándole, no sólo las últimas palabras, sino el mejor de sus cuentos: la noche en que conoció a su abuelo. Una historia que nunca para de contar y él nunca se cansaba de escuchar.
– ¡Prométeme que estarás cuando me case, abuela! – recordó el joven. Su abuela soltó una sonrisa, le tocó la cabeza y su mano llegó hasta el mentón y le dijo que sería difícil que esté presente, físicamente, pero siempre estaría con él, no sólo para cuando se casara sino siempre.
– ¿Y ahora te quieres matar? Tu abuela no quiere eso– le dijo el desconocido antes de darle el primer mordisco a su manzana verde. El muchacho lo vio asombrado, ¿cómo podía saber sobre su recuerdo? ¿Cómo sabía que su abuela no quiere que se mate? Aunque eso es lógico, su abuela nunca lo quiso ver mal. – Vamos, recién empiezas, toma otro pedazo–.
El joven cogió luego el color azul. Volvió a sentir la adrenalina y el miedo que tuvo cuando vio a lo lejos un tiburón un día en la playa. Él estaba buceando en el momento en que el animal se acercó a la zona donde estaban los bañistas. Él no se había dado cuenta, solamente al salir a la superficie supo lo que sucedía. El miedo se apoderó de él, no sabía que hacer, trataba de nadar hacia la orilla pero el tanque de oxígeno se lo impedía, lo hacía mucho más lento, mientras el tiburón se acercaba cada vez más rápido hacia él. Un bote, a toda máquina, lo logró sacar. Había tragado bastante agua. Una mujer le dio respiración boca a boca pues no respondía a ninguna pregunta que le hacían. Con la primera logró sacar bastante agua, no fue necesaria una segunda unión de labios. Ella le salvó la vida. Estaría con ella agradecido toda la vida.
–¿Y así piensas pagarle la ayuda de esa muchacha? Mejor te hubieras muerto en ese momento, hubieras sido alimento para el tiburón, si te lanzas ahora, no serás nada– le dijo el hombre. “¡Cállese!” dijo el joven antes de agarrar otro pedazo, esta vez color verde.
Una lágrima cayó por su mejilla. Recordó el día que se cayó de un viejo roble. Estaba jugando con sus amigos, cuando tenía más o menos seis años, y un mal movimiento en una de las ramas provocó su caída. Vio en el pedazo de verde, como sus amigos gritaron, bajaron rápido y lo rodearon. Uno de ellos fue a buscar ayuda. El muchacho nunca supo que pasó en realidad por que se había desmayado, ahora iba a saber algunas cosas.
Su cabeza estuvo muy ensangrentada, y de la espesura del bosque que estaba a la espalda del gran roble, apareció un leñador y por ser bastante tosco en sus rasgos, sus amigos se fueron corriendo. Cuando estuvo bien, sus amigos le dijeron que habían peleado con el hombre grande, pero que éste los venció. El leñador había escuchado los gritos de unos niños, por eso se acercó, y al ver a uno de ellos en la tierra, tirado y sangrando por la cabeza, no dudó en llevárselo a su cabaña para curarlo. Muchos años pensó que lo habían raptado, pues sus padres estuvieron cerca de cinco días buscándolo.
–Si no hubiera sido por ese hombre, ¿qué hubiera pasado? Quizá hubieras muerto. ¿Crees que valió la pena que te llevara para cuidarte, para que ahora tú te lances, no de un viejo roble, sino de un edificio? Ningún ser humano podrá sanar tus contusiones– le dijo el hombre, antes de terminar su manzana. La miraba de éste estuvo bien puesta sobre el joven, que lo miraba. –¿Aprendiste o quieres seguir recordando?–
-“Quedan muchos pedazos; voy a seguir recordando, si no le molesta”- y el desconocido le insistió que tiene todo el tiempo del mundo, literalmente pues era Dios. -“Mejor voy a recordar, por que eso que usted sea Dios, si no lo creo”- le dijo el joven con intención incrédula.
–Joven, si ve la puerta que da acceso a la azotea, verá que está con candado por este lado…– y el muchacho le interrumpió para decirle que él había puesto el candado, para que no lo rescataran. –Estos pedazos, no son de cualquier vidrio, son unos especiales. Puedes recordar todo lo que tu corazón necesita para vivir y hoy te los traje por que he visto que lo necesitas mucho. Sé que dejaste de creer en mí hace tiempo, desde que falleció tu abuela pero no fue por malo, tu abuela necesitaba ya descansar– le dijo el hombre, bueno, Dios.
–¿Por qué crees que te dije que tengo todo el tiempo del mundo? Por lo mismo: soy Dios. Ahora, te devuelvo tu tiempo por que yo ya cumplí la promesa de tu abuela, te está cuidando y yo decidí venir en su nombre. Cuida tu vida, es lo mejor que tienes– terminó por decirle Dios. Éste se levantó recogió sus cosas e hizo señas para que se quedara callado, pues el joven quería hacerle preguntas pero no podía, lo venían a buscar y no quería que pensaran que el muchacho estaba loco.
El joven hoy es médico con la especialidad de pediatría, de vez en cuando viaja al bosque, donde fue salvado por aquel hombre, que hoy está en su hospital pues tiene una enfermedad terminal. Y de vez en cuando, revisa el cofre que ahora está vacío pues los vidrios que contenía, los repartió por muchos lados para que en cualquier lugar, en cualquier momento, recuerde su pasado y mantenga las ganas de vivir, unas ganas que Dios mismo le enseñó a tener.
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