(Texto agregado en esta misma página el 10-10-2005)
Una guitarra se miró un día en el espejo, vio que sus cuerdas estaban oxidadas, la rajadura en uno de sus lados seguía aparentemente igual que antes. Lanzó un suspiro y nadie respondió a su melodía; aquella cuerda, que vencida por el óxido, cedió ante la fuerza que la estiraba.
Se encontraba apoyada en un rincón, detrás de la puerta. Su dueño nunca volvió a tocar sus curvas, sus cuerdas. Se fue a vivir a otro lugar. El cuarto donde se encontraba encerrada permaneció con llave durante mucho tiempo, hasta el punto que la guitarra perdió el sentido de las horas y los minutos, luego pasó a perder el sentido del día y de la noche, sólo le quedó el recuerdo de una medición, ni siquiera se acordaba que es lo que medía.
Era de tarde y unos rayos de sol lograban atravesar la persiana entrecerrada del cuarto cuando entró alguien en la habitación. Unos pasos, algo lentos, temblorosos y con algo de miedo, empezaron a ingresar, parecía que entraba a una selva. Era el hermano menor de su dueño, tendría unos nueve años. La guitarra quería gritarle, gemir lo más fuerte que pudiera pero no podía emitir ninguna melodía, sus cuerdas estaban oxidadas. El niño entró, buscó algo en el armario de su hermano, y se fue después de encontrarlo. No se percató de la guitarra que quiso llamarlo.
Se encontró, nuevamente, en su situación anterior, sola y sin nadie que la arreglara y la hiciera sonar. Su única amiga, ella misma, se daba pena, verse en ese espejo de la parte posterior de la puerta sólo decía la verdad: -“Estás olvidada”-.
En su soledad se puso a recordar aquellos tiempos en los que su dueño sacaba hermosas melodías de sus cuerdas. Recordaba los cuidados que tenía con ella, su posición que parecía ser eterna: su cama. Todas las mañanas, después de tenderla y antes de irse a estudiar, la ponía sobre su lecho. Su sentido de existencia falleció, no seguiría siendo guitarra, ahora sólo es parte del recuerdo. El tiempo en ese cuarto quedó detenido gracias a la madre de su dueño, que dejó todo arreglado, todo en su sitio, aunque a ella, a la guitarra, no la dejó sobre la cama.
Así pasaron los días, llorando alguna que otra cuerda: cinco, cuatro, tres cuerdas. Un día de cambio de estación, no muy iluminado, apareció nuevamente el hermano menor. La guitarra había pensado que seguiría una ruta diferente pero no, la buscaba a ella. -“¿Dónde la dejó mi hermano?”-. La buscaba por todas lo lados de la cama, en el armario, el closet, etc. Sabía que no podría hacer escuchar ninguna melodía, a causa de sus cuerdas oxidadas, decidió entonces algo: se lanzó al piso de madera. –“¡Plop!”- Sonó. -“Ahí estabas, ¿Por qué te escondías de mí?”- dijo el niño. La guitarra quería decirle que no se escondía, por el contrario, quería ser vista.
El niño se la llevó al mercado para que la repararan, le cambiaran las cuerdas, arreglaran la rajadura porque el hermano menos la tuvo como regalo de cumpleaños e iba a estudiar guitarra.
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